Las coordenadas de la existencia de Fernando Sanz (Imperium Ediciones, 2021)

Construir una novela como un puzle. Darte las piezas y permitir que tus sinapsis elaboren el principio y el final. Figuras geométricas que aseguran una voz inesperada, un personaje que podrían ser dos o no ser ninguno. Figuras geométricas que podrían tener piernas o no poder pasar el Test de Turing. Un puzle, Las coordenadas de la existencia, la primera novela de Fernando Sanz, que tiene algo de amorfo y post-euclídeo. A veces la línea del tiempo se difumina, como en un mundo que se rasga las vestiduras para aparecer en mitad de la bruma y dejar a tus ojos cubiertos de electricidad. Guiños a aquellos libros de “Elige tu propia aventura”, al botón de rewind del VHS, para detener la escena en el fotograma adecuado. El planteamiento es exigente, algo que podrías esperar de un thriller postmoderno donde la solución la puedes asumir, como el final, de distintas maneras.

Fernando trabaja con un libro de referencias que incluye a Julio Verne y sus distintas aperturas al mito de “La Tierra hueca”, el Ridley Scott que dio un vuelvo al universo compartido de Alien con su Prometheus -existen inscripciones en el alma antigua de los primeros habitantes del planeta, que siguen esperando la vuelta de los primigenios, de los ingenieros que devuelvan la lumbre y la guía a nuestra existencia, más allá de los biológico, lo existencial.

«Fernando Sanz demuestra un notable manejo del diálogo, nada esquemático, donde se intercambian posiciones filosóficas que son capaces de devolvernos a los felices años del S.XX cuando todavía se creía en las posiciones racionales, donde los electrones impertérritos se mantenían a la espera de ser observados y, a su vez, imitaban el movimiento y el comportamiento de sus hermanos mayores, los astros. Esa dicotomía en una narrativa que es atemporal o que, más bien, está situada en un lugar equívoco, una especie de despiece cronológico de HG Wells en el que lo único que podemos asumir es que la línea temporal es futura.»

Bajo una premisa basada en la casuística analógica de la observación y una cosmogonía que pide escapar del planeta para poder entenderlo, Sanz triangula la realidad hasta convertirla en geografía y hace de la arqueología del hardaware lo mismo que en una buena novela pulp en la que los que cruzan la puerta hablan lenguas muertas. ¿Acaso no es lo mismo un Amstrand CPC de cinta que usar el Sumerio para comunicarse? Aunque quizá la pregunta que uno tiene que hacerse es: ¿Estás seguro de que quieres conocer a Dios?

La original definición de una sustancia que hace que las tierras raras de la Tabla Periódica sean amigables territorios, su acoplamiento reptante lo emparente con la parte más enferma de David Cronenberg, aquel que saltaba de Videodrome a El almuerzo desnudo dejando que la televisión le impregnara de larvas que redirigieran su ego. En la literatura de ciencia ficción no tiene que haber más ley que la que plantee el autor y los desafíos a lo establecido, belleza sobre el papel. Es inevitable pensar en una cierta influencia de Borges en la idea del “Buscador del cosas que no existen”, y que las primeras búsquedas devuelvan caracteres que fonéticamente recuerdan a las fórmulas de convocatoria de los primigenios de H.P. Lovecraft. El universo tiene que estar regido por matemáticas, pero los espacios no tienen que utilizar bases ortogonales para definirse y las matemáticas del Caos son un buen sustituto.

Da aquí que las coordenadas de la existencia encajen dentro de la revolución que está por llegar, los ordenadores cuánticos, personajes e historias cuya continuidad no es absoluta, que no son solamente ceros y unos, que tienen estados intermedios donde se cuece la verdadera realidad de la historia. Mientras leía a Fernando Sanz, en paralelo devoraba las andanzas del venerable Doctor Saúl Trífero, un sosías alcoholizado de Richard Feynman, que desde la pluma irregular de Ray Loriga, elucubraba sobre “universos sombra” en revistas de pseudociencia cuántica. Universos que se superponen, que apagan y encienden pequeños puntos según los puntos de encuentro y cruce. Por eso los personajes parecen remitir a ese estado de espín en perpetuo movimiento, capaz de encontrarse en distintas situaciones generando un laberinto entre las distintas estaciones del libro.

Un laberinto del que solo pequeñas miguitas de bosones y amistad, permiten recorrer, como un libro estructurado en capítulos fluidos, que, sin ninguna impostación, convierten la primera obra de Fernando Sanz en una rareza en la literatura aragonesa y diría, en la española, heredera a la vez del fluido García y de las elucubraciones de Marsuf, el vagabundo del espacio.

En un contexto de acrónimos, de palabras cruzadas, de preferencias temporales, de la inmediatez del siguiente capítulo de la serie de moda, se agradece que Fernando se atreva a definir de manera arbitraria y propia los nuevos ejes sobre los que construir un universo propio.

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