Algunas palabras sobre ‘Tren de vida” de Sebas Puente

“Voy de ciudad dormitorio/en ciudad dormitorio/ siempre con el insomnio a cuestas”. Sebas Puente, la maldición del que se enamora de la ciudad como concepto, de sus piernas largas, que son los arrabales, de sus uñas pintadas, las que hacen de dormitorio, de lugar alejado, pero a la vez parte del cuerpo. El poeta que no conduce, el que sigue consultando horarios y aprende a dormir con el rostro pegado a la ventana del vagón. Como una herencia de Jonathan Richman, mezclada con la espera diaria ante una vida que debate entre tiza y amplificadores, Sebas Puente no quiere hacer trampas, elige la parte euclídea, la mina afilada, el silencio del pasillo.

La ciudad vuelve al túnel. El recuerdo es la mejor parte cuando se trata de la gloria. Como aquella canción de los Abuelos de la Nada que escribió Gringui Herrera. Como aquel viaje iniciático a tierras de los strigoii en septiembre de 1994. Aquel que completó una resurrección por fascículos se ve incapaz de sobrellevar celebraciones vacías, como unos versos impresos en una fotocopiadora estropeada: cuesta leerlos y además la tinta se pierde poco a poco, perezosa.

Pastillas para alimentar la vida moderna, césped que no es césped, pero sombra que es luz en los sueños del escritor. Un abrazo a destiempo es mejor que la alarma que suena en el móvil de otra persona. Tren de vida (Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2021) funcionaba desde el principio como una encrucijada. Como una sucesión de potenciales paradas. Avanzamos en el libro y nos damos cuenta de que lo importante no es la respuesta final, es el camino por el que nos llevan las palabras. En Fábulas Sebas vuelve a Vermeer porque una ecuación no es más que una balanza y encontrar la solución a la vida, el equilibrio, pero eso no deja de ser “Anécdotas sin adulterar/ fábulas sin moraleja».

¿Qué es Tren de vida? Es un estadio vital, es buscar la sustancia que sirva de alimento, recorrer el día para dejar atrás la noche. Enhebrar una aguja, arreglar la camiseta para que pase por un hábito propio del que acude a una entrevista de trabajo. Veo en la soledad de una sala llena de examinados y examinadores al poeta, que tiene que elegir entre sus apetitos, mundanos y oscuros, costumbristas y cercanos. Dos caras para una moneda que no parece querer lanzar:Cruzo las vías caminando/ para que circule la sangre. Juegos peligrosos que se tornan aburridos, sobre el alambre como un buscador de vida extraterrestre, se acerca a las alturas para que la falta de oxígeno se mezcle con la química y, al invertirse, deje al poeta con la cabeza en la tierra y los pies en busca de alas perdidas. El amor tiene algo de niñez, de paraíso perdido, algo de contrato firmado con sangre sin plaquetas, que, al secarse, deja un rastro de olvido. Igual que hay territorio tiene que haber mapa: “Repetir aquella noche bajo el agua/recordar cuánto aguantábamos/sin respirar”. Dice de la chica el viejo amigo de Bob:Bueno, la chica dice hasta luego/ y tiene mojado el pelo/entregó sobre un capote de  torero/el último rincón inexplorado/de su cuerpo. Muy honesto, el muchacho. Con el señor Herrera y el señor Martín en las guitarras es fácil abandonarse al funcionariado (otra forma de populismo, pero menos arriesgada).

Siempre hay algo de apocalipsis cuando aceleras las trompetas de Miles Davis. O esperas ser un novato desarmado entre la guardia pretoriana que protege las puertas del cielo. La idolatría funciona a partir de pequeños guiños a la afición: “Si os he desagradado/ o en algún momento/he llegado a ser vuestro preferido/ se ha debido exclusivamente/ a detalles minúsculos”.

Doce puntos de vista. Doce números en el teléfono. Desde Orsay a Hakone. En la vereda de la prueba siempre hay una chica con el pelo cortado como Esther Garrel, pero al final Ellas nos mantienen a salvo/ lejos de la humildad. La majestuosidad de una vía humilde, el canto agreste del mar contra la roca y esa sensación de mareo que el siseo de las sirenas amamanta: Que mis pupilas  sean un espejo que refleje el agua/ en vez de reflejarte a ti”.  En el ferragosto zaragozano se confunden las estaciones. Hay algo de pereza en el verano que juega con dados trucados: su calor no se sabe onda o corpúsculo y así “vivimos cómodos entre la niebla/de los últimos meses:/que el verano no nos alcance/con su longitud de onda”.

El poema Acciones nos entrega una de las imágenes más poderosas del libro, volviendo a los escurridizos picos que recorren los trenes en su vaivén, las relaciones que se disparan para cerrar con pérdidas sin saber muy bien la razón, qué volátil es el amor cuando se practica hipnotizado. Sebas Puente, a través de la voz de Raymond Carver, pide perdón por no haber sido lo suficientemente previsor. En Tercera vía volvemos a la vida desequilibrada que busca el equilibrio. Escuchar el piano en un club con la persiana bajada o madrugar al ritmo de las unidades didácticas. ¿Es un reto nuevo para aquel que conquistó cada uno de los garitos que ahora le contemplan, cerrados y adormilados? No habrá encuentro si son paralelos los vaivenes. El compañero que le enseñó la afinación correcta puede ser el que resuelva la ecuación. Recuerda el poeta, que solo el tiempo permanece constante y es común para los dos, así que elige incógnita y sal al campo con ganas.

Dice Bob Dylan -otra vez, disculpe el atrevimiento-: «La materia, aunque carece de sentido, tiene algo que ver en un sagrado tren lento« y  Sebas Puente contesta Encontrarás el mismo polvo/sobre distintos muebles,/ sobre una vida nueva. Ver el futuro en los ojos de Rimbaud es como buscar diversión en los toques de queda, una broma vulgar que acabará dejando de tener gracia. El café, los amuletos, los santos que olvidaron el sombrero al salir de casa y la pereza les impidió volver y solucionarlo, ventanas en las habitaciones de un hotel desde las que se ven menos estrellas que en su fachada: “Y no me refiero a que esta sea la mejor oferta/ que hayamos recibido nunca/ sino que, a estas alturas/ de la película/sigue siendo/la única”.

La última vez que escribí sobre la poesía de Sebas Puente me recordó al resultado de un cincel robusto que jugaba al despiste, eliminando broza y buscando el laberinto en el inexperto que se acerca al libro silbando. Sebas tenía visiones del gris aletear de los pájaros sin nombre y los monstruos que se esconden bajo los puentes, ministerios vacíos, ciudades vacías, cuerpos vacíos.  Entre las cúpulas y las figuras, entre el pan dorado y las columnas que rascadas arrojan el poco gusto del policromado ya avisaba de que el alcohol de la vida se había evaporado, cantando a las terminales de autobús −y ahora tren−, avisando que saldría con la huida por delante, buscando el empate con la vida. En Tren de vida Sebas Puente atraviesa la ciudad para dejar atrás la noche, Sebas Puente ve pasar las estaciones y en todas encuentra algo por lo que podría elegirla como parada y, al mismo tiempo, un detalle que la hace insoportable. Tren de vida es un libro de bajo voltaje y alto color, de huellas de nenúfares y soles que brillan en el tono que le dan las divinidades olvidadas.

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