La Vuelta a España de 1983: la masacre de Serranillos

Aquí, la primera parte de la Vuelta a España de 1983.

La undécima etapa, completamente llana, entre Soria y Logroño, parecía ser una de las pocas, esta vez sí, jornadas de transición de aquella Vuelta. La llegada a Logroño traía buenos recuerdos a Hinault. En 1978, la capital riojana había sido también final de etapa y el francés, vestido de amarillo y camino de conseguir su primera carrera de tres semanas, quería demostrar que su voracidad estaba a la altura de la del caníbal Merckx. A cien kilómetros de meta provocó una fuga con una veintena más de corredores que llegó con más de siete minutos sobre el pelotón, dándose además el gusto de sprintar y ganar una de las cinco etapas que conseguiría en aquella edición. Esta vez, mientras Logroño espera, el gran grupo se lo toma con calma. Solo llegados a sus calles, comienzan los cortes en el pelotón. El triunfo, segundo en la edición, es para el belga Eric Vanderaerden que volvía a imponerse a Saronni. Marino Lejarreta, atento, sin querer volver a sufrir un despiste como el de la jornada anterior, entra en tercer lugar. En uno de esos cortes finales, Julián Gorospe ve cómo le pican tiempo respecto a los favoritos. Son solo unos pocos segundos, pero suficientes para que el maillot amarillo vuelva a poder de Alberto Fernández tras la decisión del jurado técnico de la Vuelta. En el hotel del equipo ZOR, Javier Mínguez habla de situación agridulce, llevar el amarillo supone un gasto extra, un esfuerzo para su equipo que hubiera preferido dejar en las manos del Reynolds. La siguiente jornada se llega a Burgos. No más de 150 kilómetros sin dificultades orográficas en los que se impone al sprint el belga Noël Dejonckheere, que da la primera victoria parcial al equipo TEKA, muy necesitado de alegrías tras perder los días anteriores casi cualquier opción en la general.

Desde Burgos hasta Aguilar de Campo hay poco más de ochenta kilómetros. En esa localidad palentina se había formado como ciclista Alberto Fernández. En el pelotón le conocían como el Galletas porque durante los años sesenta 9 de cada 10 galletas que se consumían en España salían de las distintas fábricas de la zona. Alberto Fernández había debutado en profesionales el año de la Constitución, 1978, en el Novostil-Helios, una de las primeras encarnaciones del ZOR de Mínguez. En 1980, gana su primera ronda por etapas de entidad, la Vuelta al País Vasco, y en 1982, en su último año en el TEKA antes de volver a la estructura de Javier Mínguez, se lleva la Volta a Cataluña. Aquel año 1983, el de su explosión definitiva en el profesionalismo, había comenzado con un quinto puesto en la Tirreno-Adriático y la victoria final en la Semana Catalana. El Galletas llegaba a la etapa reina con el maillot amarillo de líder y además con toda la afición, su afición, animándole en la salida. Todo el público español esperaba una exhibición como la que había dado en la primera etapa pirenaica una semana antes. Desde que se había conocido el recorrido de aquella edición se había escrito mucho sobre la subida a los Lagos de Enol. Los periodistas de la época la describían como terrorífica, con momentos de desniveles que se iban hasta el 14%, con pendientes temibles que la situarían a la misma altura de los colosos alpinos, dolomíticos o de la parte francesa de los Pirineos. Pero los Lagos de Enol nunca serán el Galibier, el Gavia ni el Tourmalet y su fama se ha mantenido a lo largo de los años más por propaganda que por realidad. Si bien es cierto que nos ha regalado a los aficionados grandes momentos, como la última gran victoria de Perico Delgado en la edición de 1992, con los años, la victoria en los renombrados como Lagos de Covadonga ha terminado convirtiéndose en un logro excesivamente barato, casi al alcance de cualquiera. Sin embargo, en 1983 todo el mundo apostaba porque los Lagos de Enol iban a ser los jueces definitivos del devenir final de la Vuelta.

Los periodistas habían bautizado, utilizando la cercanía fonética entre el nombre de la localidad y el apellido del campeón francés, el final de etapa como los «lagos de Hinault». Hinault no se pasearía imperial hasta la cima, pero su potencia mental y su capacidad de sufrimiento le permitirían seguir escalando posiciones y llegando con esfuerzo hasta donde sus piernas parecían no alcanzar. La etapa tenía 188 kilómetros y solamente se atacaban dos terceras antes de llegar a las estribaciones del puerto final. Eso permitió que dos corredores llegaran escapados hasta el pie de los Lago, Rudy Pevenage y Carlos Machín, asturiano de Mieres corriendo para el equipo Hueso. La pareja alcanzaba la mitad de la ascensión con cuatro minutos de ventaja sobre el grupo de los elegidos. Y más o menos cuando TVE comenzaba la retransmisión del final de etapa, el corredor del Hueso se marchaba en solitario. El cansancio mutaba ya en rictus de dolor en el rostro de Machín cuando, de entre los veinte hombres importantes que quedan por detrás, salta Marino Lejarreta. Va de azul oscuro, líder de la regularidad, enrabietado por la pérdida de tiempo en los abanicos camino de Logroño, decidido a demostrar que sin aquel despiste lideraría la prueba. Gana distancia y segundos. Es el más fuerte de la carrera en ese instante. Los perseguidores esperan la respuesta de Hinault que, de nuevo, no parece ser el dominador habitual de las grandes cumbres, buscando incluso los falsos llanos y los tramos de descenso para no perder rueda. Lejarreta va ganando tiempo poco a poco y por detrás Pedro Muñoz tira de su jefe de filas, Alberto Fernández. Gorospe, siguiendo las órdenes de su director, no se despega de la rueda del líder. En un momento dado la televisión hace una batida en el grupo de elegidos y no localizan a Hinault. La etapa que llevaba su nombre parece que va a resultar su tumba definitiva. Pero Hinault, como siempre, se sobrepone, y va superando corredores, primero a los dos fugados, después, como dominado por una furia antigua, alcanza al trío de Muñoz, Fernández y Gorospe. Una vez que conecta con ellos, como es habitual en él, se pone el primero del ahora cuarteto y comienza a marcar un ritmo robótico en el que parece controlar su desvencijado organismo con la electricidad que emana su voluntad. Da la sensación de que es capaz de engañar a su cuerpo, haciéndole creer que tiene más fuerzas de las que realmente posee. Aunque Lejarreta se ve ganador de la etapa no reduce su pedaleo, nota una especie de brisa heladora en la nuca, un fantasma del pasado que persigue a su sombra. Quiere ganar el máximo tiempo posible y ni levanta los brazos al entrar en meta. El reloj comienza a correr y, por detrás, Hinault, con su ritmo machacón, ha conseguido derrengar a Pedro Muñoz, que se descuelga agotado de tirar para su líder. Gorospe ha cambiado la rueda de Alberto Fernández por la de Hinault. El francés, cuando había dado de nuevo la sensación de tener la vuelta perdida, se ha recompuesto y lleva con el gancho a sus rivales. A doscientos metros de meta hay un duro repecho, Hinault se pone de pie sobre los pedales y moviendo la bicicleta como una zarpa se separa de los dos corredores españoles. Cuando pasa bajo la pancarta del Gran Premio de la Montaña, Julián Gorospe se ha quedado ligeramente cortado. Ni al vasco ni al palentino les cuadran las marchas para seguir a Hinault, que corona como si fuera una cota de las Ardenas y entra en meta con diez segundos de ventaja. ¿Qué ha sucedido? ¿En qué momento la rabia se ha impuesto a la frescura? Diez segundos es poca distancia pero el hueco moral se abre, se amplía. Mientras la prensa española celebra la victoria de Lejarreta, que se sitúa de nuevo entre los tres primeros de la general, Hinault, alimentado por el aroma del miedo que exhalan sus predecesores, sabe que el tiempo en estas circunstancias es algo relativo.

En el año 2011 aparecerá Vidas ejemplares, el primer LP de la banda Los Lagos de Hinault. Su líder Carlos Ynduráin, acompañado por Matilde Tresca, entrega un disco lleno de armonías vocales y buen gusto pop. Ynduráin graba en una de las primeras maquetas del proyecto un tema llamado El junco de Bérriz, seudónimo por el que se conocía a Marino Lejarreta. Marino era vasco y habla euskera a finales de los setenta. Feo y delgado, de ahí lo de junco (por la finura, no los rasgos). En el verano de la pandemia, la sociedad española, confinada en sus casas, se asomaba cada tarde a las ocho a sus ventanas y balcones para aplaudir la labor que los médicos, enfermeros, farmacéuticos, guardias civiles, transportistas o panaderos estaban realizando para mantener la esperanza y evitar que la sociedad se viniera abajo. Muchas veces, al acabar los aplausos, sonaba un tema del Dúo Dinámico: Resistiré. En uno de los versos la canción dice: «Soy como el junco que se dobla/Pero siempre sigue en pie». En 1983, los médicos llevaban un paquete de ducados en el bolsillo de la bata y todavía se vacunaba contra la tuberculosis a los adolescentes, dejándoles una marca en el brazo casi a la altura del hombro. En 1983, nadie pensaba que un virus iba a cambiar al mundo para siempre.

¿Qué iba a suceder en las jornadas siguientes? ¿Seguiría Hinault recortando tiempo, como una lija desgastada que araña con más orgullo que eficacia? ¿Confirmaría Lejarreta su mejoría? ¿Conseguiría incluso dar un vuelco a la clasificación recuperando las pérdidas de la jornada de Soria? ¿O sería la confirmación del joven Gorospe como nueva realidad del ciclismo español? Y en la recámara el ZOR, la estructura más fuerte de la competición, con distintas opciones colocadas a distancias salvables de la cabeza, pero con su primer espada, Alberto Fernández, debilitado por la enfermedad y el cansancio acumulado.

El 3 de mayo, entre Cangas de Onís y León, Javier Mínguez iba a realizar una apuesta arriesgada y compleja, colocando un nuevo rey en el tablero de la Vuelta, un nombre poco conocido hasta el momento pero que auguraba un futuro prometedor: Álvaro Pino.

En la distancia, citando al poeta José Luis Rodríguez García y un poema de su último libro, Almanaque de la intemperie, la Catedral de León parecía incendiada. La etapa no llegaba a los doscientos kilómetros, pero en su segunda parte tres dificultades montañosas la hacían peligrosa: un puerto de tercera, otro de segunda y la subida a Pajares, a 61 kilómetros de meta. Pajares era historia de la Vuelta Ciclista a España. Se ascendió por primera vez en el año 1945 con victoria de Julián Berrendero. En el 58, pasó el primero por su cima el Águila de Toledo, Federico Martín Bahamontes y la cronoescalada de la cuarta etapa de la edición de 1965 fue el primer aviso de Raymond Poulidor, que obtendría la victoria final en aquella Vuelta. Desde 1978 hasta 1984, se pasaría por Pajaras hasta en cinco ocasiones y en la edición de 1983 sería juez de la etapa y del sorprendente viraje que se iba a producir en la clasificación general. A más de 175 kilómetros de meta se desencadenan las hostilidades. El primero en atacar es Martin Gayant, del Renault, y tras él dos ZOR, Eduardo Chozas y Álvaro Pino. En un pelotón sobrexcitado, saltan corredores que quieren unirse a la fiesta: el italiano Aliverti, que intentaba pelearle el Gran Premio de la Montaña a Laguía; el corredor Leonardo Natale, del Del Tongo; dos Reynolds, Hernández Úbeda y Carlos Hernández y el Kelme Pepe Recio, que se da el gusto de pasar el primero por la cima de Pajares. Al comenzar el descenso la ventaja de los escapados, que suman en total 25 unidades, es de 14 minutos. En el descenso el grupo queda reducido a Pino, Chozas, Gayant, Carlos Hernández y el compañero de Saronni, Natale. Aunque la partida de ajedrez se desarrolla por detrás, en el pelotón de los ases. Javier Mínguez tiene desperdigados cinco de sus hombres entre la cabeza y las posiciones intermedias. Pino, que marchaba al comienzo de la etapa séptimo en la general a más de 7 minutos, es líder virtual de la carrera. Pero, el líder del equipo, Alberto Fernández, está solo, expuesto a posibles ataques y sin capacidad de reacción en ausencia de gregarios. También el Kelme ha colocado otros cinco corredores por delante y eso ha permitido que las diferencias aumenten de manera tan vertiginosa. Además, en un momento dado, en el terreno sinuoso previo a Pajares, Hinault ha perdido contacto con el pelotón y llega a tener una desventaja de 5 minutos. Julián Gorospe recuerda que aquel día pudieron dejar al francés definitivamente fuera de combate: sin gregarios y con la carrera lanzada por delante, si el Reynolds se hubiera puesto a tirar, Hinault hubiera recibido la estocada definitiva. Pero José Miguel Echávarri no supo verlo. No quiso acelerar el ritmo para no perjudicar las potenciales opciones de victoria de etapa de sus corredores, Hernández Úbeda y Carlos Hernández, permitiendo que a diez kilómetros de meta Hinault se reintegrara al grupo del líder. En meta Carlos Hernández, catalán afincado en Cuarte, provincia de Zaragoza, se lleva la victoria y Álvaro Pino es el nuevo amarillo. Pero por detrás no han terminado las escaramuzas. Hinault, enrabietado, lanza un ataque y, cuando los equipos españoles comienzan la persecución, el Del Tongo de Saronni, perdidas las esperanzas de una victoria de etapa, bloquea el ritmo de caza colocándose en los puestos cabeceros. Hinault obtiene en la llegada un botín de medio minuto. Alberto Fernández se encara con Saronni en meta y le espeta: «Como campeón no vales una mierda». Con los ánimos encendidos, la prensa habla de política de bloques entre los equipos patrios y los invitados extranjeros. Y la nueva clasificación general deja líder a Álvaro Pino, con su compañero Alberto Fernández a 35 segundos, tercero Gorospe a 43 y cuarto Marino Lejarreta a 1 minuto y 20 segundos. Hinault, a 1 minuto con 59 segundos, rebajada la barrera psicológica de los dos minutos, se coloca quinto.

Nada más recibir el maillot amarillo Álvaro Pino, gallego de raza, hizo unas declaraciones en la radio en las que reiteraba su condición de gregario de su compañero de Alberto Fernández y que, si bien ese liderato era un orgullo para él, constituía una situación transitoria de cara al final de la Vuelta en Madrid. Pino había pasado a profesiones en 1981, logrando ese mismo año una etapa en la Vuelta. Pero no sería hasta 1986 cuando alcanzaría su mayor momento de gloria con la victoria en la general final de la Vuelta de ese año, en un inolvidable duelo con el escocés Robert Millar. La subida mano a mano a Sierra Nevada, la victoria en la crono final de Jerez de la Frontera, el éxtasis de la afición española que vio en él un nuevo ídolo, lo convirtieron en uno de los corredores más queridos de la época. Muy regular en las vueltas de tres semanas, Pino llegó a hacer top 10 en el Tour de Francia en dos ocasiones, la primera en aquel año 1986 y la segunda en el de la victoria de Perico, 1988. Además también estuvo entre los diez primeros de la general de la Vuelta hasta en 6 ocasiones de un total de nueve participaciones. Tras su retirada, se convirtió en director deportivo, pero la sombra del dopaje en los distintos equipos donde estuvo (Kelme, Phonak o Xacobeo Galicia) le acabó retirando del mundo del ciclismo.

Un par de etapas llanas y una crono en Valladolid, la única para rodadores y especialistas en esta edición de la Vuelta, era lo que quedaba antes de las jornadas montañosas en las sierras de Madrid y Segovia. Allí, en la intersección geográfica del país, se iba a decidir quién se llevaría la victoria final. La jornada del 4 de mayo estaba dividida en dos sectores. Por la mañana 134 kilómetros desde León hasta Valladolid sin ninguna dificultad y con victoria para un compañero de Hinault, Pascal Poisson, que entraría en meta junto al norteamericano Greg Lemond, también corredor del Renault y uno de los más prometedores del ciclismo internacional. A Lemond no se le había visto mucho durante la disputa de la ronda española, pero la historia le reservaba su primera gran victoria para esa misma temporada: el 4 de septiembre en la ciudad suiza de Altenrhein se convertiría en el primer norteamericano en ganar el Campeonato del Mundo de Ciclismo, lo que le otorgaría el derecho a portar el maillot arcoiris durante la temporada siguiente. A 24 segundos y venciendo en el sprint al gran grupo, Giuseppe Saronni, que no cejaba en su empeño de alcanzar algún triunfo parcial más, una vez que se encontraba muy alejado de las posiciones delanteras en la clasificación general. Cuarto entraría Eric Vanderarden y quinto Bernard Hinault, que seguía en su escalada hacia la victoria, alimentando sus fuerzas con la rabia del campeón y obviando el dolor que sufría en cada pedalada por una tendinitis que avanzaba y avanzaba cada día. Por la tarde, la crono de 22 kilómetros. El primer corredor saldría a las 15:00h y esa sí que era la última opción de Hinault para sobreponerse a las acusaciones que de falta de garra y brillantez le llegaban desde la prensa de su país. Acostumbrados a sus victorias por aplastamiento, las noticias que llegaban al país vecino daban la imagen de un campeón sometido en la montaña por los jóvenes españoles, que hacían y deshacían a su antojo, intercambiándose el maillot de líder casi de manera aleatoria. Hinault se impuso en la etapa, pero no con la brillantez que hubiera esperado. Aunque lógicamente recuperó tiempo con todos sus rivales, las diferencias fueron escasas: el líder Pino, solo cedió 1 minuto y 15 segundos, mejor incluso que su teórico jefe de filas, Alberto Fernández, que acabó séptimo en la etapa con una pérdida de 1 minuto y 24 segundo. Fernández sufría los efectos de una bronquitis que le impedían dormir con facilidad y reducían su rendimiento. Lejarreta, quizá el que más sufría en una crono completamente llana, fue el peor clasificado de los favoritos, yéndose por encima de los dos minutos de desventaja. El gran triunfador de la jornada es Julián Gorospe. Segundo en la etapa a tan solo 10 segundos de Hinault, se coloca líder de la general presentando de manera definitiva sus credenciales para la victoria final. Quedaban dos etapas de montaña. Un mundo en aquella competida edición de la Vuelta.

Cuando Hinault sube al podio de Valladolid como ganador de la etapa la afición española lo recibe con silbidos. El ambiente está caldeado, con Javier Mínguez, director del ZOR, como máximo instigador de las iras hacia el francés. Declaraciones a la prensa con tintes conspiranoicos, alianzas y subterfugios por parte de los equipos e incluso de la organización para favorecer a Hinault. Pero lo que Mínguez no entendía era que la animadversión del público, el clima de hostilidad hacia el bretón, era el mejor caldo de cultivo para que el carismático corredor francés, que se había convertido en líder indiscutible del pelotón internacional tras la retirada de Eddy Merckx en 1977, rindiera por encima de las posibilidades que le ofrecía su maltrecho organismo. Al día siguiente, en la salida de la etapa entre Valladolid y Salamanca, un muchacho le da una ‘colleja’ a Hinault, que se da la vuelta y lo busca devolviéndole el golpe con una patada. La multitud está a punto de estallar y es necesario que el mismísimo director de la Federación Española, el valenciano Luis Puig, tome el micrófono para calmar los ánimos y pedir respeto hacia el campeón francés. La etapa, la decimosexta, es otra  jornada de transición: José Luis Laguía se impone por sorpresa en la meta aprovechando su punta de velocidad y el cansancio de los esprínteres tradicionales. Es el día anterior de la «masacre de Serranillos». Julián Gorospe se acostaba líder, se sentía con fuerzas y arropado por su equipo.

La fecha: 6 de mayo, una de las jornadas que iba a hacer grande al deporte de las dos ruedas. Entre Salamaca y Ávila, 216 kilómetros. Gorospe salía de líder y con una sola instrucción: estar pegado a la rueda trasera de Hinault pasara lo que pasara. El resto de los equipos tenían sus propias expectativas. Especialmente el ZOR, que podía intentar un golpe de mano en la clasificación utilizando sus distintos peones en una batalla de guerrillas. Alberto Fernández o Álvaro Pino ya habían vestido el amarillo y la distancia con el líder no era insalvable, además tenían la ayuda de Eduardo Chozas, Faustino Rupérez o Pedro Muñoz. Pero iba a ser el Renault el que iba a desmontar la carrera como un castillo de naipes, eligiendo el lugar y los protagonistas adecuados. A Cyrille Guimard no le habían puesto el sobrenombre de Napoleón por su estatura, era uno de los estrategas más inteligentes del pelotón internacional y cuando sus corredores le obedecían sus tácticas eran incontestables. A Hinault le seguían resonando en los oídos las críticas de la prensa francesa, L´equipe había definido su actuación en la ronda como mediocre y se utilizaba la palabra decadencia en todos los párrafos referidos al corredor francés. Pero aquel día quedaría para siempre grabado en el imaginario colectivo de una generación. El 6 de mayo, la Sierra de Gredos, al este de Madrid, iba a convertirse en el escenario de una de las exhibiciones, primero colectiva y luego individual, más impresionantes de la historia del ciclismo. La dificultad de la etapa, con el alto de la Peña Negra, de primera; el puerto del Pico, de tercera; Serranillos, de primera, y el último, el de la Paramena, de segunda, no se encontraba en el desnivel acumulado, sino en la longitud de la misma, 225 kilómetros, en el irrefrenable deseo de victoria de Hinault y en la capacidad de sacrificio de sus lugartenientes. En eso y en los dieciséis días de carrera transcurridos, intensos, duros y con una climatología cambiante que había erosionado la forma de todos los competidores. La primera selección se realiza durante los trece kilómetros de ascenso a la Peña Negra, Hinault y su primer gregario, Pascal Poisson, se encargan de realizar la criba y el puerto, que se corona a 1925 metros sobre el nivel del mar, deja el pelotón desbrozado, con un grupo escaso de elegidos, sin gregarios para los líderes. Superada la tachuela de tercera comienza la verdadera ofensiva, el momento clave de una jornada para la historia. En la ascensión a Serranillos, en sus últimos seis kilómetros, Laurent Fignon impone un ritmo en la cabeza como si la etapa, como si la Vuelta a España, como si el mundo se terminara en la cima de Serranillos. Caballo percherón para su líder, Hinault se suelda a su rueda, ahorra las fuerzas que su compañero gasta por él sin mesura encabezando el ascenso. No quedan más que un par de kilómetros para coronar cuando el parisino se aparta desfondado e Hinault le toma el relevo, se coloca al frente con una mezcla de aceleración y demarraje que comienza con un rictus quebrado en su rostro y se extiende hasta los pedales en un latigazo de electricidad. Julián Gorospe, recordando las palabras de su director, aumenta también su ritmo y en un primer momento lo alcanza. Pero Hinault, de un modo completamente inapreciable para el ojo humano, aumenta las revoluciones de su pedaleo sin alterar su expresión. Gorospe quiebra. Un metro primero, dos después, cinco, diez… Hinault se marcha y el sueño de Gorospe se convierte en una pesadilla de la que va costarle décadas despertar. Años más tarde, Hinault confesó que el ritmo endiablado de su compañero Fignon durante los kilómetros finales de Serranillos estuvo a punto de sacarle de punto, pero que aguantarlo le permitió llevar al límite a su rival y completar el trabajo cuando su compañero se apartó. Solo Marino Lejarreta, superando a un derrotado Gorospe, es capaz de llegar a la altura de Hinault y, tras coronar detrás suyo, acompañarle en el descenso. Unos pocos kilómetros más adelante se les uniría el pequeño y combativo Vicente Belda, corredor de Kelme. Al trío formado todavía le queda por delante sesenta kilómetros hasta Ávila.

La escabechina de Hinault en Serranillos es total. El grupo de Gorospe corona con más de dos minutos de retraso, una pérdida abismal para unos pocos kilómetros. Las diferencias aumentan en el descenso y siguen aumentando en el llano y en la subida al último puerto. Cada vez que las cámaras de televisión enfocan a los fugados la estampa es la misma: Hinault en cabeza, tirando, sin pedir un solo relevo; detrás, Lejarreta, intentando colaborar cuando las fuerzas se lo permiten, pues la situación de la carrera le acerca al podio final y, tercero, siempre Belda, no se sabe si guardando para intentar ganar la etapa o simplemente luchando por no descolgarse. Y es que Hinault quería machacar a sus rivales, a los españoles del ZOR, del Reynolds, a la prensa española, que le había acusado de no preocuparse por la victoria, a la prensa francesa, que decía que su tiempo había pasado, y a la muchedumbre que le silbaba por la única razón de no ser español. Sesenta kilómetros desde Serranillos hasta Ávila. Sesenta kilómetros en cabeza. Por detrás Julián Gorospe sufre una crisis que se transforma en desfallecimiento, una mezcla de desplome mental y físico. No puede seguir a los compañeros del equipo que lo acompañan, se queda incluso en las partes más llanas. En meta perderá más de veinte minutos. Alberto Fernández, totalmente hundido, enfermo, agotado, se dejará tres minutos. El trío de cabeza entra en el velódromo Adolfo Suárez de la capital abulense y en el sprint se impone, insaciable, Bernard Hinault, que se apunta su segundo parcial y tiene fuerzas para dedicar su triunfo a Javier Mínguez, asegurando que él para ganar no necesita la ayuda de nadie, solo su bicicleta.

Las salidas desde las instalaciones de las destilerías DYC en Palazuelos de Eresma fueron un clásico en la Vuelta a España durante años. Una celebración de lo autóctono y lo mesetario. Los que una vez disfrutamos del destilado patrio podemos asegurar dos cosas: que combinaba con gusto exquisito con bebidas de cola y que, tras haber reposado unos años en barrica, era uno de esos placeres que, como casi todos, se disfrutan mejor en compañía. De 1982 a 1995, la localidad segoviana fue salida o llegada en todas las ediciones de la Vuelta excepto la de 1986, la ganada por Pino, cuyas últimas etapas discurrieron por Andalucía. La jornada, tras la intensidad emocional y física de la etapa de la sierra de Madrid, que dejó sin fuerzas a los corredores, no tuvo mucha historia. Aunque el perfil era cualitativamente más complicado ya había quedado muy claro quién era el más fuerte. Bernard Hinault salió de Ávila de amarillo y su equipo controló la carrera en todas y cada una de las subidas del día: Cotos, La Morcuera y las dos a Navacerrada. Mientras Hinault disfrutaba de su amarillo circulando siempre en cabeza, Julián Gorospe pedaleaba como un autómata en mitad del pelotón. Un compañero suyo del Reynolds, Jesús Hernández Úbeda, iba a convertirse en el protagonista de la jornada saltando en los primeros kilómetros y protagonizando una escapada que, entre San Lorenzo del Escorial y Soto del Real, luz y sombra de la vida, llegó al cuarto de hora, lo que finalmente le haría llegar a meta destacado. Y tras él, mejorando ligeramente sus posiciones en la general, Laurent Fignon y Eduardo Chozas.

 

Vicente Aleixandre había llegado en 1925 a Miraflores de la Sierra. Buscaba aire fresco para tratar de fortalecer sus atacados pulmones, su salud se resentía cada día y era habitual en la época la búsqueda de aquella pureza de la montaña como si de un medicamento natural se tratara. En Miraflores de la Sierra, sierra de Guadarrama, el poeta español vivió durante largas temporadas buscando un refugio físico y emocional a un siglo convulso. De un pesimismo cósmico y salvajemente moderno en libros como Espadas como labios o La destrucción o el amor, premiado con el Nobel de literatura en 1977, fallecería un año después del paso de la Vuelta 1983 por la zona. Nadie sabe qué versos sostendrían sus débiles manos aquel mes de abril o si todos se habían marchitado ya. Nadie sabe si alguna vez Aleixandre supo de la sola existencia de Bernard Hinault o si, del mismo modo, Hinault conoció la obra del poeta español. Ambos, de algún modo, cautivaron la vida en recipientes distintos y estuvieron a la vez lejos y cerca en aquella primavera de 1983.

 

La última etapa llegaba hasta Madrid. Todo el mundo en el pelotón sabía que, si hubiera hecho falta, Hinault hubiera atacado. Ese era su carácter y con él había ganado el año anterior el sprint final en los Campos Elíseos a pesar de tener el triunfo final asegurado. Pero en aquella edición de la Vuelta, casi sin jornadas de transición, con cambios constantes de liderazgo -hasta siete veces en 21 etapas-, la guerra había sido larga y el desgaste absoluto. Hinault quizá no era el más fuerte físicamente, pero sí había sido el más sólido mentalmente y había tenido a su lado un equipo con algunos de los ciclistas llamados a dominar el ciclismo mundial en la década siguiente. En la Castellana se impuso escapado el australiano Michael Wilson. Segundo, y demostrando una fuerza y una regularidad que le habían permitido acabar séptimo en la general, fue Laurent Fignon. Y tercero, y ganador del Gran Premio de la Montaña, José Luis Laguía. El podio no se había movido desde la etapa de Ávila, con Hinault ganador incontestable desde aquella jornada, Marino Lejarreta -que, como él mismo declararía, había perdido la general en la etapa de Soria-, segundo a un minuto y doce segundos y el Galletas, Alberto Fernández, en tercera posición a casi cuatro minutos.

La vida de Alberto Fernández iba a discurrir por caminos trágicos: el Galletas correría aquel año el Giro de Italia, ganando dos etapas de montaña y siendo de nuevo tercero tras Giuseppe Saronni y Roberto Visentini. Ese año se llevaría también la Subida a Arrate. La temporada siguiente, la que se suponía que sería la de su consagración, estuvo a punto de imponerse en la general de la Vuelta a España. Solo seis segundos -por entonces la menor diferencia entre el primero y el segundo en la ronda española- lo separaron del ganador, el francés Eric Caritoux. Pero aquella sería la menor de sus desgracias. El 19 de diciembre de 1984 fallecería en un accidente de tráfico junto a su esposa cerca de Aranda de Duero, una muerte que dejaba a un niño huérfano y cortaba súbitamente la trayectoria de un corredor llamado a hacer grandes cosas en el ciclismo español y mundial. Las imágenes de Javier Mínguez y sus corredores en el entierro siguen siendo estremecedoras. En la Vuelta de 1983, el equipo patrocinado por los encendedores ZOR se llevaría la clasificación por equipos al colocar hasta cinco corredores entre los diez primeros. La estructura que había nacido a finales de los setenta como Moliner-Vereco conoció distintos mecenas a lo largo de su historia. Quizá el más conocido de todos la marca de bicicletas BH, con la que conseguiría varias victorias en el Tour de Francia de la mano de corredores como Laudelino Cubino o Federico Echave. Pero 1993 sería el año de su última temporada. Con el nombre de Seguros Amaya fue absorbido por la estructura del Reynolds -conocido en aquellos años ya como Banesto- y sobre Javier Mínguez, (descubridor de grandes talentos, pero también director de formas rudas y poco espíritu táctico) pareció pesar siempre la losa de haber perdido demasiado pronto a una de las grandes joyas del ciclismo español de los ochenta.

El mismo día que se llegaba a Madrid, el 8 de mayo de 1983, el país celebraba elecciones autonómicas y municipales. En la capital de España Tierno Galván revalidada su triunfo de cuatro años antes y era reelegido alcalde de nuevo. Entre los concejales que formarían su consistorio había futuros alcaldes de la ciudad como José María Álvarez del Manzano, Juan Barranco o Alberto Ruiz-Gallardón, además de otros nombres que con el tiempo serían conocidos en la política española: Esperanza Aguirre, José Ignacio Wert o el controvertido Ángel Matanzo. Tierno Galván estaba a punto de contemplar el estallido de la modernidad con el nacimiento de la Movida madrileña. Aquel mismo año se editaron, entre otros, Perlas ensangrentadas de Alaska y Dinarama, Que dios reparta suerte de Gabinete Caligari o El ritmo del garage de Loquillo y Trogloditas. Aún faltaba unos meses para que, en pleno éxtasis de contracultura mal digerida, exclamara aquello de «¡Rockeros: el que no esté colocado, que se coloque… y al loro!»

Para acabar, hay que hablar de Bernard Hinault y lo que sucedió con su carrera tras su victoria en aquella edición de la Vuelta. El orgullo que le había hecho sobreponerse al dolor le iba a acabar pasando factura. Su rodilla decía basta unos días después de la llegada a Madrid. Muchos que de los que lo vieron bajar de la bicicleta en la Castellana decían que no podía ni andar. No volvería a correr más aquella temporada. Y tampoco iba a ponerse el maillot del equipo Renault. Ni esa temporada ni las siguientes. Bernard Hinault acabaría formando una nueva escuadra junto al polémico empresario francés Bernard Tapie, La Vie Claire que debutaría en la temporada 1984 y aunque no volvería a ser el campeón arrollador e imbatible en las tres temporadas que siguió en activo, tuvo arrestos para lograr un último doblete Giro-Tour en el año 1985, si bien lo haría apoyado en una potentísima escuadra y en la falta de rivales. Después de su quinto Tour y cuando en el año de su retirada, 1986, intente el asalto al sexto, se verá superado precisamente por uno de los gregarios que lo había acompañado en la aventura junto a Bernard Tapie, el norteamericano Greg Lemond.

 El equipo Renault se presentó en la salida del Tour de 1983 sin un líder claro y la carrera acabó encumbrando al joven Fignon como la nueva promesa del ciclismo francés. Promesa que se transformó en realidad la siguiente temporada, imponiéndose de manera majestuosa en la edición de 1984. Pero las lesiones lastraron su trayectoria en los años siguientes y solamente en el año 1989 y frente a un viejo compañero, el mismo Lemond que había acabado con el reinado de Hinault, estuvo a punto de reverdecer viejos laureles.

Para la nueva generación de corredores españoles quedó la victoria moral, la que no se escribe en los libros de historia pero que acaba floreciendo muchos años más tarde. Los Lejarreta, Gorospe, el malogrado Alberto Fernández y, los menos presentes en la edición del 83, Perico Delgado y Ángel Arroyo llevaron al límite a Bernard Hinault adelantando el final de una época y siendo el pistoletazo de salida para los apasionantes años ochenta, con hasta cinco ganadores distintos de Tour entre de 1983 y 1989. Pero esa, esa es otra historia.

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