Archivo de enero, 2021

Félix Romeo: «Mi futuro es el pasado»

«Me temo que soy un escritor del 98. Me duele Aragón y eso. Estoy con Joaquín Costa
en vez de con Ray Loriga. Mi futuro es el pasado”.
Félix Romeo

¿Qué pasaba por tu cabeza cuando escribías Dibujos animados? Lo he leído muchas veces, pero si abro al azar cualquiera de las ediciones por una página cualquiera el capítulo parece nuevo. Es como el libro de las arenas de Borges. Me hubiera gustado hablar de los números reales, de las habitaciones de hoteles y de cómo fragmentar un libro es hacer de él una vida nueva cada vez. ¿En qué año aparece Dibujos animados? Las fuentes oficiales hablan de 1994. Pero la primera edición de Plaza y Janés, la que tiene al Coyote armado con una pistola, viendo el funeral de su amigo en la televisión es de 1996.

Yo no tenía dinero y lo leía en la sección de librería de El Corte Inglés. Por entonces estaba en la planta baja y antes de entrar a nadar en la piscina cubierta que había en Residencial Paraíso leía unos trozos. Iba todos los días a la piscina. Era un adolescente con sobrepeso. Dibujos animados es una aventura temporal y espacial. El mismo año 1994, Ismael Grasa había editado De Madrid al cielo e iba a aparecer el segundo LP de Las Novias, Todo/Nada sigue igual, producido por Enrique Bunbury. Las Novias le habían dedicado a Chusé Juntos en el paraíso. Félix había tocado el bajo en una de las primeras encarnaciones de la banda.

También es el año del estreno de Tan Lejos/Tan Cerca de Wim Wenders, la continuación de El cielo sobre Berlín, con guión de Peter Handke. Tú soñaste con derribar el Muro y los niños de la democracia pudieron viajar hasta Berlín y sentir el aliento de los ángeles en el cogote. Los hijos de esos niños aprendieron a ponerse mascarillas desechables y calcular a ojo distancias de seguridad. Cuando Dibujos animados termina yo sigo escribiendo. Sigo escribiendo ese libro como si fuera un poco mío. Escribo: «Todo podría haberse solucionado con el agua de Lola. Lola y Paco eran como la ir a Lourdes, pero más cerca. Andalucía o por allí abajo. Donde la gente se queda ciega y vuelve a ver como si los ojos tuvieran cremallera. Nos trajimos un montón de agua bendecida por Lola y por Paco en recipientes que eran como figuras de la Virgen. No sé de qué Virgen. Había una cesta en el suelo, como las que pasaban los curas en misa. Paco la tenía controlada y aunque aquellos donativos eran voluntarios, de allí no se iba nadie sin echar al menos un billete de quinientas pelas».

Como si fuera interino en una plaza que nunca saldrá a concurso. Cuando la historia termina siempre hay un hijo y un padre. El hijo le hace volver al principio. Escribo: «En algún momento de tu vida tienes que volver a Uri Geller. Todo el mundo recuerda dónde estaba la primera vez que salió por la televisión, la original, la de José María Íñigo. Íñigo y su pelucón. Calvo como solo pueden estar las estrellas de la televisión. Íñigo con traductor y Geller, judío y zahorí enmarcando en la memoria un simple momento de magia. España detenida frente al televisor con una cucharilla de plata, un reloj estropeado. Años después volvió Uri Geller al a televisión. Mi padre acababa de comprar uno de los primeros vídeos VHS, de cinta grande. No había manera de poner el reloj en hora. En aquella época poner la hora del reloj era una misión casi tan complicada como programar la grabación de una película. Mi padre creía, yo creía en mi padre, en la segunda venida de Uri Geller. El vídeo sin hora, las cucharas en ristre, no habían terminado los ochenta».

Lo mejor de Dibujos Animados es que es auténtico. Moderno en su estructura, arriesgado en lo fragmentario, toma las corrientes que se imponen, pero las lleva al terreno natural y emocional de su autor, lo que hace todavía más bello al libro: Zaragoza, su familia, sus miedos, Perico Fernández, los juguetes, los sanadores, el franquismo que se diluye como un personaje animado, la gordura, el fútbol, los coches sin aire acondicionado. Un arma que dispara y dispara hasta provocar emociones y hacer saltar chispas en los recuerdos del lector, en su educación emocional. Dibujos animados obtuvo el Premio Ícaro por «la fuerza narrativa del libro, su inteligente sentido del humor y la novedad de sus aportaciones».

Dos años antes habías traducido para Olifante una selección de poemas del poeta José Viale Moutinho, Un caballo en la niebla. Lo compré de segunda mano en Iberlibro. El primer poema empieza así: «El colegio, nos acordamos del colegio y sonreímos/porque todo estaba pintado de amarillo». También está la traducción de Trabajos forzados que hiciste para Impedimenta o la maravilla que es Sagitario de Natalia Ginzburg. Traduces para Xordica dos libros Biblioteca de Gonçalo Tavares y Y si mañana el miedo de Ondjaki.

Cuando se me acabaron los relatos inéditos empecé con las traducciones. Era una manera de no perder tu voz del todo. En 1994 habías coordinado la edición de los relatos de tu amigo Chusé Izuel, el libro se llamó Todo sigue tranquilo. Lo sacaron Ediciones Libertarias con esas portadas en papel satinado que eran tan de los noventa. Mi primer libro de poemas de Leopoldo María Panero fue una antología de Ediciones Libertarias. Hubo un concierto el viernes 26 de febrero en el Centro Cívico Delicias, en la Avenida Navarra. Antes de que existiera la GRAN ESTACIÓN DE TREN Y AUTOBÚS si tú decías que ibas a Delicias todo el mundo entendía que esa noche había concierto. Tocaron Las Novias y tocó Club Eléctrico. También tocaron Sick Brains y Avenida Glub. De Avenida Glub no sé absolutamente nada. He buscado información en la red y solamente he encontrado el nombre de su cantante. La anticipada costaba 800 pesetas y en taquilla 1000 pesetas. Aquel 26 de febrero de 1993 tocarían canciones de su primer disco y seguramente algunas de las que ya estaban maquetando para el segundo.

En el año 2001 aparece Discothèque. El libro tiene algo de realismo mágico baturro, es sórdido pero creíble, amoroso y apestoso, como si en la rima consonante uno encontrara la salvación. En el verano de 2021 la gente seguirá tosiendo y los hombres que son padres abrazarán a sus hijos y llorarán porque no sabrán qué mundo les van a dejar en herencia. La historia va a durar más que este y aquel verano, cambiaremos de escenario, iremos de pueblo en pueblo y nunca nos detendremos en un motel de carretera porque en España no hay moteles, eso son cosas de películas de David Lynch con guiones de Barry Gifford. En España hay sitios para que coman los camioneros y se echen una cabezada. Todos los padres españoles les dicen a su mujer que aguante un poco, que total es mejor llegar y dormir en casa. Por eso no hay moteles de carretera en España. En España no hay moteles, son hostales. En el pueblo donde vivo antes pasaban muchos camiones, porque la carretera nacional era la mejor manera de ir de Madrid a Zaragoza, quizá el único posible antes de las autovías. La Nacional cruzaba los pueblos por el medio y han dejado los carteles de hostales como recuerdo. Carteles en los que pone ‘Habitaciones’ y debajo ‘Rooms’, para darle un aspecto más internacional.

En tu generación todos escribían esperando que sus libros parecieran escritos por Sam Shepard y que Win Wenders se interesar por dirigirlo. Pero no se dan cuentas de que las mejores están cogidas. Las historias y las habitaciones, digo. Aquellos chicos escribían historias sobre desgraciados que vivían a un millón de kilómetros pero que les parecían muy interesantes a tus vecinos. En el libro aparece un tatuador y un locutor evangélico que se llama Joäo Henrique, el nombre del boxeador brasileño que perdió con Perico Fernández en la defensa del título mundial en 1975. En la letra de Hermosos y vencidos del disco Flamingos de Enrique Bunbury se escucha a un locutor de radio narrando el final de la velada. En el libro aparece todavía los timos piramidales por carta de los que una vez me habló mi abuelo Matías, antes de las cadenas de correos electrónico. En 2001 existía internet, pero era una forma de investigación muy novedosa. En los autores que hay en la casa de Lisandro hay libros de esoterismo y ciencia ficción, hay revistas sobre historia alternativa. Félix sigue conectado con su infancia, con la de Uri Geller y Erich von Däniken. Mi padre leía a JJ Benítez y mirábamos el cielo en busca de luces sin explicación. Estoy escribiendo y volviendo a leer a Félix. En el libro nombra al matemático Pedro Ciruelo, cita su libro Reprobación de las supersticiones y hechicerías y yo, que me dejo atrapar por las casualidades, me doy cuenta de que hace una semana me nombraron vocal de la Asociación Aragonesa de Profesores de Matemáticas que lleva el nombre Pedro Ciruelo.

Vuelve a aparecer la ciudad de Ginebra. En el próximo Motel Margot hablo de las maquetas, de las demos que escribió Félix para ir montando Discothèque. Una canción italina: Basta chiudere gli occhi de Gino de Paoli. Gino Paoli salía en las cintas de casete que escuchábamos con mis padres camino de Salou en el Renault 12 verde. Era una cinta doble, se llamaba Sapore di te, la editaron solamente en España en el año 1990. Pienso que si apareció en ese año, justo cuando mi padre se compró un coche nuevo, un Peugeot 405. El verano de 2020 leí Imán de Ramón J. Sénder. Quería saber más sobre la guerra del Ifni. Sabía que leer a Sénder era como leer a Félix, como leer a Félix leyendo a Sénder e imaginando al padre de Torosantos. Félix hablaba de la sangre y de las moscas pegadas a las tripas de los caídos en el Ifni. Carlitos Seral se queda a dormir en la Pensión El Paso de la calle Rusiñol.

Una vez fui con el escritor Rodolfo Notivol a que me enseñar a la calle Rusiñol. Había una guardería cerrada, con dibujos falsos de famosos personajes de cine y televisión decorando la pared exterior. Imitación de personajes, como si tuvieras que pagar derechos de autor en una calle en mitad de ningún sitio, en Montemolín o en las Fuentes, dos barrios de Zaragoza. La calle Rusiñol es peatonal y el suelo está bastante sucio, no hay casi sombra, las hojas son como restos famélicos de vidas que pisamos y volvemos a pisar. Los sitios que Rodolfo recordaba están en lugares diferentes, como si alguien se entretuviera dando vueltas a su memoria. No había Pensión, era un bar, el Bar El Paso. Servían raciones de bravas, vino con gaseosa, cervezas y fantas de naranja, llenas de azúcar. No como ahora. Azúcar y azúcar, de la lengua al corazón. Vuelvo a leer el libro y en la dedicatoria descubro que me lo firmaste en marzo de 2011. Seguías dibujando tu rostro cubierto con un gorro de lana. El mayo de 2001 aparece una entrevista en el periódico Ciclo, es el número 19. La entrevista te la hace David Mayor. Por una errata en el índice de la primera página pone Féliz Romeo. Hablas de mundo franquicia y de márgenes. Nombras a Bolaño, Cortázar, Bohumil Hrabal, Raymond Carver, Robert Coover y Marguerite Dumars. Viajo del desierto de los Monegros al Casino Montesblancos de Alfajarín.

Mi ejemplar de Amarillo está dedicado el 12 de enero de 2008. Estábamos en la Estación del Silencio y habías cumplido cuarenta años. Nos regalaste un libro a todos los invitados de tu cumpleaños. La primera edición está fechada en enero de 2008 pero tiene copyright de 2007. En mi blog escribo una entrada el 15 de enero con el texto de una reseña que aparecería en el número 10 de la revista Eclipse en junio de ese mismo año. Lo titulaba En los sótanos del cielo como una canción de Club Eléctrico. Jesús López escribía las canciones de Lágrimas de Mermelada, Club Eléctrico y El Galgo Rebelde: «Un libro que habla de una generación ahogada». No la de esos ochenta tan míticos; en Zeta las cosas se empezaron a mover cuando apenas despuntaba la última década del siglo, unos iban y otros volvían, pero aquí somos siempre un poco más tardanos, el Cierzo aleja las cosas y las enclaustra entre cuatro paredes de las que no salimos más que para buscar una garrafa de vino cuando éste escasea. Félix Romeo habla de un amigo, pero también lo hace de las personas que lo rodearon, unas personas que, como en todas las generaciones, sobreviven a sus fracasos sin manual de instrucciones y deseando con todas sus fuerzas que sus esperanzas no se derrumben presa de las risas de ese monstruo amalgamado que son los padres, la familia, las fábricas y los horarios metódicos de los transportes públicos.

Chusé Izuel escuchaba a Club Eléctrico y -como a mí- le gustaba. Cantaba Jesús López «dónde guardan los versos, tampoco todos es el cielo», mientras Chusé Izuel, distinto como las líneas de los años, como uno de los niños perdidos- en su acepción sajona Lost Boys-, se descubría como un escritor que bebía las palabras y las escupía haciéndolas suyas, como si subrayándolas quedara constancia de lo que pensaba. Félix Romeo no quiere completar ni cantar, ni hacer arabescos de malditismo entre las columnas estrechas del libro. No es un vano ejercicio de alguienteníaquecontar, es el deseo de mantener cerca de los que se han ido mediante el simple hecho de la memoria. Las personas siguen vivas mientras haya quien las recuerde. Es allí donde el autor deja claro que lo más doloroso no es el instante justo de la muerte, lo más terrible es lo rápido con lo uno se vuelve a la normalidad, a la hipoteca, a la novia, al trabajo, a preocuparse de cualquier otra cosa o más bien por todas las otras cosas; las Novias, los Héroes, Zaragoza antes de ser Zeta, Zuma, los tebeos de la Marvel, las bolsas de plástico, Ángel Guinda antes de ser uno más entre los que buscan el destierro, la escritora reproductiva y automática. Es Amarillo un libro violentamente evocador no una biografía al uso. Y allí está su belleza. Mientras, Jesús López sigue cantando aquello de «los ángeles vuelvan bajo mientras juegan las ratas en las estrellas”.

Noche de los enamorados es una novela póstuma. Pediste ayuda a algunos amigos periodistas de Zaragoza para que te echaran una mano con la documentación. El libro cabe en una mano. María Isabel nació en Larache, protectorado español en Marruecos. Mi madre nació en Melilla. No sé cómo se lo explicaré a mi hijo cuando tenga esa edad en la que lo preguntan todo. Por alguna razón todo vuelve a estar conectado. La historia de tu compañero de celda, Santiago Dulong, ya había aparecido en DISCOTHEQUE. Como con los relatos anteriores a la historia de Torosantos habías probado Noche de los enamorados en Discoteque. También hay un momento para una peluca rubia, pero para eso hay que leer mucho a Félix Romeo. Vuelvo a leer la novela y vuelvo a leer Noche de los enamorados. En la primera todo parece más dulce, Dulong parece dejarse llevar por las circunstancias. En tu última novela los culpables se señalan con el dedo. Por eso hay notas de periódico, hay documentos oficiales, hay definiciones sacadas de diccionarios -insolvente, erosión, interfecta, hacer el ganso-. Zaragoza devora lo que queda, cambia, sus siniestros edificios se convierten en ludotecas. Un abuelo republicano, la falange, el dolor de próstata, la cárcel de Torrero, el cementerio.

Las cárceles más terribles del mundo son la que salen en las canciones o en las películas. Las de las islas. Fernando Poo aparece en Joselito de Kiko Veneno y también la Guayana Francesa, los departamentos de ultramar, Papillon. La prisión de Salto del Negro, en Gran Canaria. Allí estuvo Troitiño, que era palentino y estuvo 22 años en la cárcel por 24 asesinatos. Antonio Troitiño salió de la cárcel el 19 de abril de 2011. Seis meses antes de que se te parara el corazón. Miguel Mena habla de él en su libro Piedad. A Miguel le mandabas cartas desde la cárcel como si fueras un preso de dibujos animados, con una bola de acero atada a la pierna con una cadena. Tus amigos sabían que estabas muy asustado por entrar en la cárcel, aunque bromearas con ello. Troitiño no intentó fingir ser buena persona, no intentó arrepentirse. Hablas de fingir la muerte como de fingir estar dormido. No sé si cuando escribías Noche de los enamorados pensabas en el arrepentimiento de Dulong. Falangista y de una cofradía, como Eric, el de los Planetas, que se metió para aprender a tocar la batería. “Sabemos que no había perdido la capacidad de sentir culpa y además se atrevía a pedir perdón”. Ella sí que mostraba arrepentimiento, se disculpaba con sus vecinos. “El fuego sin fuego”, a Chusé Izuel y a María Isabel fueron los bomberos los que certificaron su muerte. ¿Qué hizo Santiago Dulong cuando salió de la cárcel? ¿Volvió al mismo piso donde había asesinado a su mujer? ¿Cómo se lo encontró? ¿Había restos del crimen o alguien lo había limpiado? ¿Quién lo podría haber limpiado? En las películas americanas, en sus series, cualquier nimiedad relacionada con la violencia se convierte en historia, tienen detalles para todos los procesos desde el primer momento hasta el final. En España no hay moteles, hay hostales y en España la sangre y el pelo de una víctima de asesinato lo puede llegar a recoger su propio asesino una vez que ha cumplido condena o los de la inmobiliaria si quieren volver a alquilar el lugar o algún familiar muy lejano de la muerta, alguien que casi no la conoce y a la que la ley le obliga a trasladarse a Zaragoza y recoger los restos de una vida. ¿Qué es mejor? ¿Hay algo de dignidad en cualquiera de las opciones?

Cuando apareció Noche de los enamorados ya estabas muerto. Imaginé tu muerte. Tumbado en el sofá de la casa de Aloma. Dando la vuelta en mitad de la noche. Escuchando el camión de la basura. Te habías quedado dormido muy tarde. Te quedaban tres o cuatro horas de sueño más como mucho. Piensas en San Sebastián y en Lisboa. Piensas en aprender a tocar la guitarra eléctrica y en tatuar sobre tu piel algún recuerdo. Buscas el lado fresco del sofá y te viene a la mente Yocasta, como en una canción de Rafael Berrio. Los pechos de metal y la vagina plateada. Recuerdas a todos esos boxeadores que contemplaban las marea esperando mejorar sus pasos de baile al acercarse la luna. Si subías la manta para cubrirte la tripa, las pantorrillas se quedaban solas frente a la noche. Libia, Paolo Conte, Morrissey. Piensas en México. Tus ojos se han acostumbrado a la oscuridad del cuarto de estar y la luz de la calle, las farolas de Madrid entran por las ventanas. Buscas un vaso a medio beber sobre la mesa y tragas con avidez el agua tibia que queda. Sé que te enterrarán tan profundo tu corazón que no podré escuchar cómo se despide.

‘No me Judas, Satanás!!!’ y otras vidas al límite: biografías y excesos

La recopilación de artículos de César Martín ha ido apareciendo desde el comienzo de los años 90 hasta bien entrado el siglo XXI en la señera revista de rock y cultura Popular 1 y ha tenido que ser el encierro y el aislamiento provocado por esta distópica pandemia lo que ha hecho que su autor se decidiera a seleccionar, ordenar y editar una recopilación de las vidas de alguno de los santos apócrifos más interesantes del panteón del arte y los excesos.

La lectura de No me Judas, Satanás!!! -así, con tres exclamaciones- es un viaje a través del tiempo, el espacio, los vicios y las distintas edades de oro, plata y bronce de la música, el cine o las variedades que te deja exhausto, pero con ganas de mucho, mucho más. El libro, por cierto, solamente se puede obtener a través de la propia editorial P1 Books (hacedme caso, escribid a popular1book@gmail.com y acabaréis saciados, todos sus protagonistas tienen desde hace tiempo reserva en las habitaciones del Motel Margot) y después de que me lo recomendaran dos auténticos gourmets de las vidas extremas -gracias Juan y Arturo-, tuve que sumergirme en su lectura: No me judas, Satanás es uno de esos libros de los que es difícil hablar porque César Martín ya lo cuenta todo, así que es mejor dejarse llevar por las emociones y, de paso, me vais a permitir recomendar algunos otros libros que pueden hacer las delicias de los amantes de la contracultura. Pero eso, eso será al final del viaje. Empecemos pues, sumerjámonos y descubramos que, a través del tiempo y el espacio se extiende una red de vicio, incomprensión y talento que se repite, infectando, pero también curando, algunas de las personalidades más estrambóticas de los últimos ciento cincuenta años.

Errol Flynn, conocido por su capacidad de tocar piano con su miembro viril representa uno de esos ejemplos de personalidad y personaje, de héroe en tecnicolor y sociópata fuera de las pantallas. No sabe que, mientras devora naranjas inyectadas en vodka, varias generaciones de niños imitan sus hazañas como héroe de acción utilizando piedras, tirachinas y palos afilados como espadas, unos niños que acabarán creciendo con cicatrices y convirtiéndose en adultos asustados de sus propios hijos subidos a un columpio. Infantes del mercurocromo mutados en padres de lo políticamente correcto mientras Brad Pitt esconde una botella de bourbon tras una réplica del Óscar por Erase una vez en Hollywood.

Seguimos con los payasos tristes, Lenny Bruce, con el alacrán jugando sobre su piel, escupiendo sus chistes; Andrés Pajares armado con una pistola hecha de jabón; Andy Kaufman fingiendo su propia muerte; Robin Williams asfixiado por el fantasma de un zarpado John Belushi; Alberto Olmedo saltando de una terraza en un hotel en Mar del Plata minutos después de saber que iba a ser padre; Richard Pryor prendiéndose fuego… el humor es un incendio que hace de los payasos seres tristes, eso lo sabe el mejor que he conocido, Luis Cebrián. Bob Dylan en su disco Shot of love canta: “Quizá tuvo algunos problemas/quizá había algunas cosas con las que no supo tratar/pero lo que está claro es que era divertido, siempre decía la verdad y sabía de lo que estaba hablando”.

El siguiente es Lon Chaney. Si tenéis mi edad igual coleccionasteis unos cromos que se llamaban Historias de terror. Pues en todos salía Chaney. Bueno, no es cierto, pero haceros la idea. Chaney es como un personaje de Emilio Carrere, pero no necesita llevar una calavera en el bolsillo porque es capaz de convertirse en una con su maletín de maquillaje. Un acólito del Doctor Caligari, la musa sombría de Tod Browning, un salvaje clown, un aragoto desencadenado que prendió fuego a la Notre Dame antes de esconderse entre los personajes de Sombras y niebla de Woody Allen. Sus caracterizaciones han trascendido por su autenticidad al tiempo y César Martín consigue animarte a revisar todas sus películas. Eso dice mucho de la calidad del libro.

Cuando viajaba a Salou en el viejo Renault 12 de mi padre nunca faltaba una cinta de casete de Roy Orbison. La noche en blanco y negro, como todos los que les robaron el rock a los negros, electrificando el blues al son que marcaba Sun Records, fueron condenados por Robert Johnson en un cruce de caminos a cambio de una guitarra de diez dólares a ser perseguidos por todos los demonios de los pantanos. Pastillas y armas, menores de edad, racismo, tristeza y tragedia, el circuito europeo de las viejas glorias del rock clásico donde la cerveza estaba tan caliente como helados los colchones, las versiones de los Cramps, Bono sentado junto a David Lynch intentando quitar el mal de ojo que había caído sobre el pobre Roy. La película más hipócrita de la historia con el título de una de tus canciones. Bono dormido mientras Dennis Hopper y Jerry Lee Lewis le susurran maldades al oído. Bono que se despierta entre terciopelo. Una máscara de oxígeno. Fuego. Si os digo que os leáis el número 2 de Planetary, de Warren Ellis -que pronto tendrá su habitación en el Motel Margot– lo hago por darle un toque apócrifo a la biografía de Yukio Mishima, capaz de resucitar a Godzilla para hacerse con el control del Japón. Dos de los elegidos por el autor son músicos John Cougar, uno de esos remedos de Elvis que son perseguidos por Bubba Ho-Tep hasta el final de los tiempos y los Grand Funk Railroad, banda de rock con todos los compromisos adquiridos y cumplidos en la psicótica década de los setenta. Cougar está unido por la raíz del Coronel Parker con Phil Ochs y también podría acompañar a Bruce Campbell en la película de Don Coscarelli, bien alimentado de mantequilla de maní, plátano frito y panceta o esperar que su yo pasado viaje en el tiempo dispare a su yo futuro mientras conversa con el Bob Dylan de los ochenta, con sus chalecos sin camisetas y sus pantalones metidos dentro de las botas.

Y llegamos a un clásico Aleister Crowley, el mal hecho carne, o el hombre puro atrapado en la materia. Mr. 666 en su dualidad de hechicero real con un proceso de aprendizaje largo y el embaucador que vende limonada pasada como si fuera ayahuasca. Estudioso del mal, como un personaje de videojuego en el siglo XIX, sube de nivel pasando de Rasputín a Charles Manson para acabar siendo una reliquia que compran los rockeros pesados de los setenta cuando se han cansado de quemar billetes o de beber láudano en el ombligo de las grouppies.

Hablando de estrellas de la música, el más rockero entre los crooners, los ojos azules más mafiosos de la historia…el libro no puede por menos que dedicarle dos capítulos al tío Frank, Sinatra para los amigos. Obviando tabiques de platino y dejando claro que los tortellini le gustaban aderezados con sangre, Sinatra es una pala excavadora arrasando la historia de América. JFK, camel sin filtro, discos y más discos, dos o tres al año, uno por Navidad, no había suficiente Jack Daniels ni suficientes villancicos para Sinatra. El hombre que se casó con Mia Farrow y amó a Ava Gardner, el hombre que pagó a Elvis Presley por salir en su programa de televisión. El hombre que tenía una mujer a sueldo para que le llevara en una maleta sus pelucas. Porque Sinatra podía conseguir lo que quisiera de la Mafia menos un buen implante de pelo. Quizá podría haberle pedido un truco de magia al Gran Houdini si el escapista no hubiera sido un descreído de la magia y el espiritismo, enfrentándose incluso a Arthur Conan Doyle, que era un adepto de las hermanas Fox. Houdini era un mutante antes que existiera Charles Xavier, pero también un estudioso de la mecánica, un relojero de las cerraduras y las esposas, un híbrido lovecraftiano que podría haberse incorporado sin problemas al Medicine Show Revue sustituyendo a Allen Ginsberg.

El siguiente capítulo del libro nos adentramos en el reverso luminoso de Candle Cove, las series de marionetas realizadas por Gerry y Sylvia Anderson, carne de la ciencia-ficción más pulp, un Doctor Who pasado por Monchito con un punto de sensualidad y nombres rimbombantes como la maravillosa Thunderbirds. ¿Para qué necesitaban a Chucky en los 60 si tenían a Lady Penelope Creighton-Ward?

El siguiente es uno de los espíritus más atormentados del Hollywood dorado, el gran Montgomery Clift, Monty Clift. Siempre que Cliff entra en mi vida no puedo evitar acordarme de la canción de un grupo aragonés, los Proscritos, liderados por el carismático Jose Lapuente, que decía “Monty Cliff me está mirando/colgado de la pared/ahí fuera los perros ladran/aquí dentro todo empieza a arder”. Clift, uno de los exclusivos eslabones que unen a Marlon Brando con James Dean en el panteón de los grandes, sufrió un accidente cuando estaba en lo más álgido de su carrera. Su rostro ensangrentado, sostenido por su enamorada Elizabeth Taylor -el amor de su vida, nunca correspondido por Clift-, es la metáfora perfecta del abismo de la fuerza infinita de lo inalcanzable. Píldoras y vodka, alejado de la voracidad de las claquetas y únicamente buscando el reflejo de la gloria en papeles extremos cuando James Dean era un ángel que ya nunca envejecería, Monty era un hombre que disfrutaba de Chejov y los barbitúricos a partes iguales. Recordarle, tembloroso, en sus siete minutos de ¿Vencedores o vencidos? puede ser un resumen de una existencia plena de angustia e intensidad artística.

A continuación, un bloque de actrices que se relacionan de manera compleja, tanto en sus formas como en sus fondos. Por supuesto están los maravillosos capítulos dedicados a la relación entre Joan Crawford y Bette Davis, la primera una bomba sexual y la otra actriz carismática, ambas enfrentadas como niñas en una época en la que las estrellas vivían de verdad entre los humanos. La Crawford y la Davis, que acaban confluyendo en la explosión de arte e histerismo durante el rodaje de ¿Qué fue de Baby Jane? pero que previamente han dejado un reguero de amantes, vodka -sí, de nuevo el licor del demonio, que no produce mal aliento-, un póster de Bogart tatuado en el alma, los espejos y quién se acostaba con quién jugado a la carta más alta. Todavía conservo un póster de Johnny Guitar en un armario del sótano con uno de los más grandes diálogos de la historia, uno que resume el amor, espíritu básico de la existencia humana.

Saltar de dos actrices del Hollywood clásico a una estrella del cine para adultos puede parecer un ejercicio muy atrevido, pero nada lo es en demasía en No me judas, Satanás!!! Tracy, que rodó sus primeros largometrajes siendo menor de edad, engañando a toda la escena del valle de California, fue la única capaz de traspasar los límites de la pornografía y ser conocida como actriz en películas de serie B de calidad media-baja e incluso segregar una sexualidad salvaje como secundaria en Cry baby de John Waters, junto a un joven Johnny Depp y un sacadísimo Iggy Pop. Tracy es parte de los ochenta y sus discos tienen un sitio privilegiado junto a los de Sabrina, Estefanía de Mónaco o Bruce Willis. Además, si Leonard Cohen pudo aparecer en un episodio de Corrupción en Miami, Johnny Cash en uno de la Doctora Quinn y Boy ‘Cowboy’ George en otro de El equipo A, nuestra querida Tracy tenía su sitio en la sexta temporada de MacGyver, en el episodio Las mujeres de MacGyver o, incluso, en uno de Las chicas GilmoreTracy Lords en una adaptación televisiva de Stephen King o haciendo de vampiresa en la primera entrega de Blade, un papel con el que entró con fuerza en los noventa para desaparecer de nuestras vidas. Desde aquí, Tracy, siempre tendrás una habitación reservada solo para ti en el Motel Margot.

Las raíces que unen a los referentes de la cultura pop son complejas e inescrutables, hay que estar muy atento para detectar las distintas ramificaciones, pero, otras veces, te lo pone la vida en bandeja. De Tracy a la dupla John Waters&Divine no hay demasiados grados de separación. Divine en Zaragoza, actuando con un radiocasete a modo de primitivo karaoke en la sala En Bruto, carteles que lo demuestran en bares que habrán cerrado mañana, John Waters en Los Simpsons comiendo bombones con sabor a cactus. En esta red, Divine y Charles Manson aparecen unidos. Manson, en un tebeo apócrifo inspirado en La noche de los muertos vivientes con guión de John A. Russo se convierte en el presidente de los Estados Unidos y la serie, con muy pocas ventas, se cancela con el arco argumental inacabado en un cliffhanger épico en el que se ve la frente de Manson y la estática que luce en primer plano. Sid Vicious en la retina de John Waters llorando en su juicio con el pavo frío metido en el cuerpo, sonando en su cabeza. Leyendo a César Martín te parece que John Waters y todo lo que le rodeaba era como una parodia de la Factory de Andy Warhol, donde permanecen los travestidos, pero desaparece el sadomasoquismo y las modelos alemanas tocando la pandereta, cambiando las anfetaminas por mantequilla de cacahuete caducada. Aunque el postureo de Lou Reed casi da más autenticidad a la gente que acompañaba a Waters. Lo mejor de la Factory es John Cale y lo que quedaba de Nico en 1987 -y para eso faltaban muchos años-.

Peor que el postureo de Lou Reed es el de uno famoso escritor -famoso ahora, menos famoso entonces-, que por ahorrarse la entrada de un concierto de John Cale prometió hacer una crónica para un periódico de provincias y se pasó todo el recital pidiéndole al galés canciones de Velvet Underground. Cuentan las crónicas profesionales que Cale, harto, hizo una versión de I´m waiting for the man que mejoraba los treinta últimos años en directo de Lou Reed. Pero deberíamos volver a Waters y sus actrices fetiches, una de las cuales tenía solamente cinco dientes y era a su vez una versión en miniatura de Divine -como antes lo fue Hervé Villechaize lo fue de Felipe González, ya ven que las habitaciones en este motel se comunican-, otra era Deborah Harry, que lo cuenta en su estupenda biografía -de la que hablaré hoy o quizá la próxima semana-, Waters y Divine en Pink Flamingos haciendo de la escatología arte transgresor. Sin más. Porque Waters -y volvemos a las raíces que unen el panteón pop-, acabó haciendo Cry baby y allí ya saben quién salía.

Los dos últimos personajes son, como el resto, hipnóticos. Hank Williams, el gran ídolo del country en los años cuarenta, dipsómano, adicto al sexo, con un complejo de Edipo de manual, pero capaz de ser la versión fuera de la ley de Frank Sinatra antes de la aparición de Elvis Presley. Hank Williams, además de escribir un puñado de estándares de la música honk tonk es el protagonista, y eso nunca debemos olvidarlo, de una de las canciones más evocadoras de la historia, Tower of song de Leonard Cohen: “Le pregunté a Hank Williams si se siente solo/Hank Williams aún no me ha respondido/pero le escucho toser todas las noches/unos cien pisos más arriba/en la torre de la canción”. El libro se cierra con Burt Lancaster, que además de servir como portada y estribillo de un tema de Hombres G -perdonen la boutade-, hizo Veracruz con Sara Montiel, como se encargará Javier Gurruchaga de recordarnos en una canción; fue trapecista; tuvo miedo a que se dieran cuenta de que no era un actor de verdad, un actor del método; besó a Deborah Kerr al borde del mar, con las olas cubriéndoles, en una escena que si no conoces no has vivido en este planeta o tienes un problema grave de cultura básica; fue amigo y rival de Kirk Douglas y le sirvió a César Martín para terminar su libro de recopilaciones con un texto inédito escrito en pleno año distópico.

El libro está documentando de manera extenuante, generando un placer exacerbado en completistas y obsesivos como yo, además de utilizar una prosa sagaz y cáustica, una forma de escribir detallista que demuestra un periodismo donde la historia es la vida y la vida la historia. Una deconstrucción de la mitología de una elegancia sobresaliente. Háganse con él y después, si quieren algo más, permítamente recomendarles algunas otras biografías al límite. Pero eso será en una próxima entrega.

  • Collages: @Rosina Abós

La ciudad dentro de la ciudad: el mito de la Avenida de la Luz

“Hay una casa sola sin luz
Donde yo logré ocultarme
Y ente mis sueños yo me vi
De pie
En la nueva calle
Buscando la puerta del amor”
Nino Bravo

En su relato Paseo repentino, Enrique Vila-Matas describe un diálogo de padre e hijo bajo un paraguas caminando por Cáceres una noche cualquiera: “Papá, hay casas en este paseo que hablan solas, ¿o es que el viento que las hace hablar? Paremos a escuchar un momento”. A lo que el padre contesta: “En tiempos lejanos esto era un lugar selvático. Mas tarde un lugar de ventanas ciegas, pasadizos ocultos y sucios patios”.

El Paseo de Cánovas es el acceso extremeño a la ciudad dentro de la ciudad. Este es hoy la razón para abrir el Motel Margot, el mito de la ciudad sumergida, la ciudad que existe de espaldas a la ciudad, la ciudad que puede ser o que pudo haber sido, la que es y la que será.

Dos series de televisión recientes abordan el tema de las ciudades en paralelo, las construidas una sobre la otra: Counterpart, en HBO, juega con la idea de las dimensiones paralelas en una ciudad que recuerda al Berlín anterior a la caída del Muro y donde el juego de los espejos y esa manera de entender borgiana de los senderos que se bifurcan construyen una trama de la que solamente hemos podido disfrutar dos temporadas. La otra, una miniserie en realidad, se puede ver en FILMIN y de su título original The City & the City se ha traducido a La ciudad y la ciudad. Basada en la obra de China Miéville, premio Hugo a la mejor novela (igualada con La chica mecánica de Paolo Bacigalupi, novela que aparecerá por el motel en algún momento, no se preocupen, tiene habitación reservada desde que abrimos), juega con la idea una ciudad dentro de otra, Besźel y a su «ciudad gemela», Ul Qoma. Situadas en el mismo espacio físico los habitantes de una y otra han crecido educados para obviar la existencia de la otra. Un planteamiento que remite realidades más prosaicas, desde Jerusalén a, de nuevo, al Muro de Berlín.

Los pasajes, esos estrafalarios conductos urbanísticos, arabescos comerciales de una época pasada, preludios artesanales de los centros comerciales. Los pasajes, en el corazón de la ciudad, negándose a una vida de aburrimiento y horario cerrado, son parte del alimento de José María Spinola que en los setenta retrataba la luz mortecina que daba voz a la afónica ciudad de Barcelona. Lo descubro tarde, muy tarde, como la entrada a la ciudad sumergida. Spinola era como un Edward Hopper patrio. Volveremos a Hopper pero ya hemos comenzado a intuir que tras los bares 24/7 había entradas desconocidas a las otras ciudades, las de las profundidades.

La Avenida de la Luz, inmortalizada por Loquillo y Trogloditas en la canción que se cerraba su EP ¿Dónde estabas tú en el 77?, fue una galería comercial subterránea en la Barcelona preolímpica, cerca de la Plaza Cataluña, al lado de los ferrocarriles de la Generalidad. Estuvo abierta desde los años 40, cuando se convierte en la primera galería subterránea dedicada al comercio de toda Europa. Es el verdadero mito de ciudad sumergida, la que utilizan los que no pueden vivir en ella mientras los demás duermen. En aquella Avenida de la Luz había locales de apuestas para carreras de galgos, una churrería, un cine para adultos, una tienda de máquinas de hacer punto y una expenduría de vinos que en su puerta tenía un muñeco vestido de baturro que escanciaba de forma continua un chorro de tinto. El final del sueño, la avenida de la luz, la que ata el subsuelo de una ciudad sin lazos hasta los años 90, cuando la decadencia del lugar es absoluta, convertida en vertedero emocional de una ciudad que se prepara las olimpiadas. La escritora María Zaragoza publicó en el año 2015 un más que olvidable libro con ese título, donde trataba de otorgar un cariz sobrenatural, de agujero temporal a aquel sueño arquitectónico y futurista, el Heartbreak Hotel de la aquella Barcelona.

Está claro que para este recorrido por la ciudad dentro de la ciudad el tema popularizado por Elvis Presley es una elección perfecta, pero si hubiera que elegir, me quedaría con la versión de de John Cale en su directo de 1974 en el Rainbow Theatre de Londres, sobre todo la parte que dice: “Ellos han estado mucho antes en estas calles solitarias/ellos que nunca miran atrás/habitan esta hotel hecho para los corazones rotos/y el empleado de la entrada va vestido de negro”.

De la Barcelona de Spinola y Sabino Méndez al Madrid de Emilio Carrere y su Torre de los siete jorobados. La capital del reino en plena bohemia de final del siglo XIX mezcla ludópatas, rentistas, cabareteras y funcionarios. Todos ellos simples fantasmas en búsqueda de una excusa para continuar en el plano terrenal. La novela revela la existencia de una ciudad bajo la ciudad, un Madrid de jorobados, de lumpen y científicos alucinados, de exiliados del racionalismo, de menoscabados quijotescos. Pero es que además la novela es una reescritura por encargo y motivos puramente lucrativos de otro libro de Carrere La calavera de Atahualpa y que, además, se sospecha que no está escrito en su totalidad por el autor, sino que contrató los servicios de un doble, más rápido y dotado para la literatura que él para entregar en tiempo y forma el manuscrito. Así que el juego de engaños y espejos se multiplica. La película de Edgard Neville, que toma elementos del texto y lo reinterpreta de una manera muy libre, es una de las joyas ocultas -cada vez menos, y espero que este foco sirva para avivar el interés por ella- de nuestro cine.

Los fantasmas de Carrere, que atraviesan espejos y quedan atrapados entre nosotros, son habituales en las ciudades y sobre todo en sus estaciones. En Zaragoza, con la llegada de la Expo, el suelo horadado hace que sus habitantes paralelos colonicen los apeaderos de autobuses y las paradas de tren intermedias, todos aquellos zaragozanos se convirtieron en fantasmas y recuerdos arrastrados por la centralización y el racionalismo de los medios de transporte. ¿Quién soy yo para preguntar nada? Sucede que mi ciudad está inundada por un mar ausente, un mar del que hablaba el poeta Julio Antonio Gómez en su libro Al Oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas, un mar imposible. Pero sucede que las ciudades que carecen de un mar donde caer de bruces no existen. Uno de los últimos en explorar con valentía el subsuelo zaragozano fue el periodista y escritor Juan Luis Saldaña. Uno podía empezar a detectar pistas entre sus primeros poemas, tras el humor había una playa en plena capital aragonesa, un mar visible solo bajo el ángulo correcto. La arena en los zapatos nos llevaba hasta uno de esos comercios regentados por chinos, un bazar que tiene algo de laberíntico, alimento de leyenda urbana. La adaptación al cine de la novela de Saldaña, Hilo musical para una piscifactoría se estrenó con el título de Miau, dirigida por Ignacio Estaregui. Allí el laberinto bajo los pies de Zaragoza, Cesaragusta o Salduba, está controlado por los mismos chinos que han colonizado con sus almacenes baratos y sus tortillas de patata deliciosas, la superficie de la capital aragonesa. No es Zaragoza una ciudad que se quede quieta mucho tiempo. Ahora que uno tiene la responsabilidad de este motel y otras muchas que no vienen al caso, descubre que su ciudad se convierte en otra ciudad, porque la distancia es también semilla de otra ciudad cuando uno vuelve y el recuerdo no se amolda a la realidad. En 1967 se rueda en Zaragoza Culpable para un delito, dirigida por José Antonio Duce. En ella la ciudad tiene un metro falso y un mar, también falso. La niebla, por otro lado, es muy real y sirve desde hace años para ocultar el pasado y dejar siempre la duda, puesto que, acompañando la caída del sol con las emanaciones propias de un río inmenso, uno puede sentirse mezcla y parte de la confusión.

Juan Luis Saldaña. (@Marcos Cebrián)

Más allá del mar, o al otro lado del océano, cualquiera puede encontrar señales de esa misma alteración: los fines de semana, cuando la noche se prolonga lo suficiente, la mezcla es casi completa, visillos cerrados, portales que llevan a entresuelos tapiados o pintadas obscenas que son hilo de seda para huir del minotauro. En Londres, Clive Barker, el escritor de terror inglés, da un paso más, en su libro Books of Blood se incluye un relato corto, The Forbidden, en el que los grafitis en un barrio de casas prefabricadas actúan como tótems de una religión pagana que busca mantener su aislamiento a través de la confusión y la leyenda urbana. Ese relato, donde la desesperación es una enorme boca pintada en un piso-colmena abandonado se convierte en el año 1992 en la película Candyman. El mito se traslada a los Estados Unidos y cuenta con dos secuelas de muy poco valor artístico pero que han alcanzado su lugar en imaginario colectivo. ¿Puede haber algo más mutante que una misma historia en dos continentes distintos? Una historia de sociedades que conviven en el mismo espacio, pero sin llegar a cruzarse. El tema, por otro lado, lo retoma Clive Barker en dos relatos más, ambos también llevados con desigual fortuna a la pantalla grande, The Midnight Meat Train -aquí las líneas de metro que no existen son uno de esos elementos imprescindibles que sobreviven en todos los mitos de ciudad sumergida- y la novela corta Cabal que se convertirá en Razas de noche en su estreno en las carteleras españolas en el año 1990. De esta última se podría escribir mucho más, puesto que su conversión en largometraje de culto en tres décadas habla muy a las claras de la capacidad que tiene el reverso desconocido para inocularse en nuestra propia existencia. ¿Saben ustedes que Baker Street aparece con la caída de la tarde, todos los días, y que su incorporación al callejero londinense es anunciada por el sonido de un violín y unas volutas de opio que salen de las ventanas del 221b?

En su libro La ciudad el uruguayo Mario Levrero es capaz de encontrar el reflejo en el reverso del espejo de Montevideo. Una novela construida sobre la palabra “pero”, donde avanzar y retroceder es un ejercicio híbrido entre lo circular y lo euclídeo, tanto para el lector como para el habitante del relato. Otra manera de entender la ciudad sumergida es no poder entrar ni salir de ella, así lo hacen los que siguen a Alejandro Dolina en sus aventuras por el barrio de Flores, en una ciudad de Buenos Aires que es una mezcla entre la Santa María del Buen Ayre (con y griega, por supuesto) y el ‘Zero hour’ o movimiento final de Astor Piazolla y su idea de la hora cera como el momento después de la medianoche, “una hora de absoluto final y absoluto comienzo”, en palabras del maestro. Cuando salen los habitantes de la otra ciudad, los que han permanecido en letargo durante el día. Mezclándose con los oficinistas, los funcionarios, las amas de casa y los obreros del turno de tarde.

¿Quién fuma en el cambio de clase de un instituto que tiene horario nocturno? ¿Son ellos o nosotros? ¿Quiénes somos nosotros en realidad? ¿Tenemos más derechos que los que esperan nuestra ausencia para hacerse presentes, los que viven sumergidos en una ciudad que también les pertenece?