Madreperla de la vida o cómo atrapar el fuego en unas hojas de papel (sobre ‘Anatomía de un dandy’, vida y obra de Francisco Umbral)

Necesitaba una excusa para volver a llamarte, Paco. Necesitaba acariciar los lomos de los libros y soñar con uno de los ejemplares de Interino en el fondo de tu piscina. Necesitaba agradecerte la adjetivación nutritiva, el foulard de colores cálidos, las gafas de pasta, la manzana en la boca que camufla el aliento a whisky. Necesitaba verte, saberte, probarte como una fruta que crece entre alquitrán y fuegos de artificio, negrita para un paisaje. Paco, te tuteo con el atrevimiento del cobarde, con el hermetismo de la lejanía. En la provincia, más Manuel que Antonio, ya lo sabes tú bien, contemplo en una especie de éxtasis pagano Anatomía de un dandy, el magnífico documental realizado por Charlie Arnaiz y Alberto Ortega. Estoy en la provincia porque mi camino es el inverso, de la ciudad que en mi ausencia traiciona al pueblo donde lo único que de mí conocen es el nombre. Anatomía de un dandy es uno de los más bellos documentales que he visto en mi vida. A la altura de 20.000 días en la Tierra de Iain Forsyth y Jane Pollard o Searching for Sugar Man de Malik Bendjelloul. La emoción pura, como un eclipse en la vida, dura un tiempo y te deja una marca indeleble en el alma.

Paso la mano por tus libros, que son míos y tuyos, como son las cosas que uno deja en herencia a un desconocido, y la electricidad sigue allí, presente. Salta una chispa que hace arder en la distancia un bosque y en la planicie que queda solo habrá un nicho. A veces imagino qué hubiera sido de mi vida sin Francisco Umbral. No hay vida sin Umbral porque no hay vida sin palabras y si la hubiera todos estaríamos mudos y al final el silencio como metáfora no es más que muerte. Cada libro de Umbral lo he leído en un estadio de avanzada soledad. Umbral es el Ratoncito Pérez de los prosistas españoles, esos que dejan regalos baratos bajo las almohadas cuando se van y te advierten con suficiencia carpetovetónica que al whisky -sí, al whisky otra vez- hay que ir bien cenado, como a las mujeres. Leí encendido de fiebre Madrid 650, enfermo de las últimas anginas de mi adolescencia, en esa pesada edición de Planeta que se hacía difícil de sostener en la debilidad de la enfermedad. Leí Las señoritas de Avignon en trance casi cachondo por el sexo furtivo y filial que describe con la tía tísica. Ya comprado con mi propio dinero, llegó El giocondo, llegó Un carnívoro cuchillo en esas ediciones con tus ojos miopes y el amago de melena presidiendo la solapa. Llegó la antología La prosa y otra cosa, editado en 1977 y que tiene fragmentos de sus libros más sólidos, un libro que son recortes de cimientos. Abro el libro y en su interior aparece un bonobús de cartón. Consumido. ¿Qué viajes se alimentaron de estas escrituras? ¿Quién era aquel chico que leía a Umbral en el transporte público? ¿Se parecerá a mí o me he abandonado en el camino?

Recorrí España, el norte y la meseta, sobre todo, a lomos del recuerdo de los poetas falangistas que se quedaron, resistencia más o menos pasiva, a la intelectualidad oficial. En el libro La leyenda del César Visionario el personaje de Franco es un exabrupto puntual para dar soporte a las contradicciones de los Ridruejo, Pemán y Foxá. Siempre pienso en Gijón -la ciudad, no el Café-, cuando vuelvo a este libro. Dos ejemplares iguales, repetidos como en un espejo, como si fuera la metáfora perfecta de España. Las dos Españas y en el medio, ahogada, la que yo amo. Tú amabas España y la engañabas, cabalgabas a sus espaldas muchachitas ciegas de anfetaminas y whisky y yo, cebado de katovit y JB, arrastraba carpetas con ejercicios de termodinámica en una facultad técnica de provincias. Pero todo era España. La tuya, la mía, la nuestra. Porque en 2003 la prensa anunció que tocaba leer ¿Y cómo eran las ligas de Madame Bovary? y yo le hice caso, porque entonces yo pensaba que la revuelta estaba en leer a Umbral, leer El Mundo, así, en general, porque en El Mundo escribían Federico Jiménez Losantos y Luis Antonio de Villena y Luis Alberto de Cuenca. Y yo no necesitaba más mundo que eso y un ordenador viejo sin impresora para cabalgar contra el vetusto régimen felipista. En aquel libro de fantasmas, Paco, hervían los complejos, la falta de universalidad de tu literatura. ¿Quién te va a querer más que yo, Paco? Un españolito del 78, profesor de instituto en un pueblo, lejos de la capital de provincia. ¿Dime, quién? Yo que cuento a todo el mundo que mis abuelos nacieron en La Nava de la Asunción como si eso me acercara aunque fuera un poco a Jaime Gil de Biedma. Leer a Umbral por política, leerlo en Memorias de un niño de derechas y leerlo en Diario de un snob, leer a Umbral que quiere orden en la noche para poder desordernar las camas y tener preferencia en los accesos a los últimos garitos permitidos. Umbral en su impostura, dejando al espejo elegir el color de la corbata y los calcetines. Umbral que sueña con pisar la serpiente mientras extraña su veneno. En el documental Umbral habla de la olivetti portátil y mi mujer me dice que guarda una en un sótano o en un armario o en alguno de esos lugares donde se guardan las cosas que no se quieren marchar de una casa. Como Pío XII, la escolta mora y un general sin un ojo en edición de lujo y que me escapó la primera vez que llegué a casa de mi suegra entre los libros de su biblioteca. Explorar la biblioteca de los demás, dejar de ser un extraño cuando uno la conoce por completo. Algo así debe de ser parte de la familia. Juntas las dos, la edición y la máquina de escribir portátil, para dar más fuerza a este texto.

Leer a Umbral de manera desordenada, leer a Umbral cuando toca, que es siempre, leer a Umbral siendo hijo y siendo padre, siendo hijo y padre a la vez, siendo amigo y amante, siendo un proyecto y una realidad, un error y un acierto. Leer a Umbral en plena pandemia, porque has encontrado en las cajas de una mudanza Trilogía de Madrid y escribir un mensaje de madrugada al poeta Enrique Cebrián y prometerle que se lo ibas a regalar y encontrarte que llega la vacuna y no hay regalo. Leer  Trilogía de Madrid porque amas a tu mujer y tu mujer ama Madrid y la cuesta de Moyano. Leer Trilogía de Madrid e intentar explicar a las once de la noche, con tu hijo finalmente dormido y los dos aturdidos de correcciones y lavadoras, la belleza de sus páginas, el narrar tempestuoso, la sangría vital de un autor al que solo retenían los callos castigados por las teclas. Leer El día que violé a Alma Mahler por vicio y adicción en la edición de Destinolibro y no recordar nada. Tener Las ninfas en edición del Círculo de Lectores y no tener La noche que llegué al Café Gijón a pesar de recordar fragmentos completos. Una adolescencia con una reproducción de la Tertulia del café de Pombo en el cabecero de la cama, como quien tiene un Cristo de Antonio Saura, pensando que Ramón Gómez de la Serna me iba a susurrar por la noche las habilidades con la papiroflexia de Ramón Acín. En el Café Gijón, con una batería de una banda de rock y una bolsa llena de tebeos, con la boca abierta y el café con hielo, nada de esos vasos altos para chulapos y turistas. En el documental Francisco Umbral me parece hasta guapo. Belleza de dandy, de cantante de boleros, de miope con los cristales de las gafas sucios, belleza de alergia a la muerte, de tranvía y caminata, redacción a redacción, billete a billete.

Cuando llegamos a la parte de Mortal y rosa no puedo contener las lágrimas. Mi hijo duerme en la habitación de al lado. El pavor de la luz que va y viene, como en un parpadeo de un Dios cruel que parece jugar. En la vieja edición de Mortal y rosa, la de Cátedra-Destino, manoseada como se manosean los libros que definen una vida hay una fecha, Zaragoza, 24 de noviembre de 97 y en un cuadrito una inicial, M. ¿Quién sería aquella mujer? Hay hojas dobladas, la 140, la 158, la 165, marcadas, pero sin subrayar. Citas que se han perdido, citas del tiempo en el que leía a Dámaso Alonso y su Madrid, ciudad de un millón de cadáveres. Un cadáver bello el que cultiva la tierra que no es sagrada, Mortal y rosa se vino conmigo durante los años de quemar los ojos bajo la luz de un flexo, una veintena de libros que eran como botes para un hombre que ya se ha ahogado. Años de estudio y más estudio, de búsqueda del hijo, de un hijo donde abandonarme y poder descansar. En el corazón se oscurece el rosa hasta mutar al rojo de la sangre. Escribía sobre un hijo olvidado, buscaba la paz en la rutina, en lo que ya está inventado. Soñaba con Miguel Delibes escribiendo en los bordes de las pruebas del Norte de Castilla, escribía en los márgenes vacíos de exámenes conservados, números y cuentas que calcularon alumnos que se marcharon hace tiempo. Cuando nos esforzábamos en olvidar al hijo yo te creía, Paco. Sabía que habías visto lanzar dos dados contra corazón de Pincho y ver cómo sumaban trece. Mordí mis labios para que fuera la sangre la que hablara y la lágrima la que ahogara mi voz cuando ella comenzó a marcharse. En aquellos meses huíamos de nosotros mismos: en la Alcarria buscaba a Camilo José Cela, al Cela que fumaba negro y pasaba frío, como nosotros en la pensión que alquilamos. Llorábamos hacia dentro, sin lágrimas, porque el silencio es eco de tristeza como la ausencia de noticias es una muerte que no se ha vivido todavía. Había un Centro de Interpretación, patochada ilustrada de estos tiempos de paneles e iluminaciones. En las fotos la gente fumaba. Ya solamente se fuma en las fotos antiguas. Rostros como teas encendidas entre calada y calada. Qué fácil arde el papel de las antiguas películas fotográficas. Blanco y negro o sepia. El blanco y negro se agrieta con el tiempo, como la piel cuando sostienes un ducados durante demasiados años. Pensé en el escritor que agarraba la pluma y dejaba un rastro de tinta y ceniza mientras emborronaba pruebas de imprenta desechadas. Yo, como él, dejé el tabaco, pero no me adentré en la pólvora. Los viajes son purgatorios de las agresiones de la vida. Ella me pregunta ¿qué piensas? En una librería de lance compro Madera de boj y San Camilo, 1936. Compro La cruz de San Andrés y Oficio de tinieblas 5. Los coloco al lado de Mazurca para dos muertos y escribo a Juan Luis Saldaña, novelista y guionista, le cuento, le recito más bien, le hablo de que mis manos huelen a madera mojada, casi podrida. Esos libros son como experimentos encuadernados, son tus hermanos mayores, trascendentes y pesados, porque tú eres hijo y eres nuestro padre. En el trastero de mi vida hay unas cintas de cassette grabadas por mis padres. Está mi voz infantil, atrapada entre bromas y risas. En la cara A pone “Niño”, en la cara B, “Golpe de Estado”. Contradicciones en la vida de mi padre que registraba los primeros juegos de su hijo en un lado y en el otro parte de la historia de España. Las cintas como ese ámbar del que nos alimentamos, como esa caja de caudales en un tebeo de posguerra.

En Cuenca pienso en el cuello arrugado, el cuello de gallina de Brigitte Bardot, pienso en Enrique dominando con mano dura Sol de España. Pienso en Francisco Umbral trasegando coñac con Raúl Cimas mientras hacen tiempo para el concierto de Esplendor Geométrico. Pienso en todo eso mientras leo Un ser de lejanías en la habitación. Por primera vez no temo ya los sueños, porque los sueños terminan disipándose como agua pesada, que sabe dónde marchar. En el documental Anatomía de un dandy hablan del libro como el último gran libro de Umbral. Paco, solamente llegué a la página 45. Quizá aquel fue el comienzo de una historia, una sencilla. Una breve. Una historia con final feliz. Aquel viaje con sordina de tristeza. En aquellos cuadros había duques y marqueses que con sus estornudos amenazaban con desnudar a mi mujer.

En el verano de la distopía, estábamos en Soria, en una casa rural en Garray. Mi padre había amado tanto que su corazón tenía saltos inconclusos y habilidades propias. Mi padre me abrazaba cada noche como yo abrazo a mi hijo, porque los abrazos son transitivos cuando uno es hijo y padre a la vez. En una preciosa librería de Soria yo buscaba libros de Peter Handke, seguía la pista de Félix Romeo e Ismael Grasa en los años noventa y terminé comprando Capital del dolor. Y pensé en todo aquel frío de Valladolid cuando fuimos a finales de los ochenta y supe que España tiene rojo y azul en las venas como cualquier animal noble. Mi padre y su corazón. Una vez más te encontré cuando buscaba otro muerto en el camino de la vida. El desorden de tu obra es siempre tan nutritivo, eso ya lo he comentado antes o lo comentaré más tarde.

 

La historia tiene final feliz, Román duerme en la habitación de al lado y yo acumulo poses frente al espejo, cada vez más hinchado, cada vez me sienta el chaleco peor, leo La forja de un ladrón y esbozo una sonrisa pensando que cuando la vida florezca iremos en talgo hasta la Granja de San Ildefonso y en Iberlibro, por menos de tres euros, me hago con los Los helechos arborescentes con los fusilamientos goyescos en la portada. Más de cien libros. Todavía tantos pendientes. Mi vida, la de mi hijo, la nuestra. Tiempo todavía para volver al vaso largo y las librerías de viejo en las capitales de provincia.

 

Gracias a Enrique Cebrián y José Luis Melero
Gracias a Beatriz de Flamingo Comunicación y a la productora Malvalanda

3 comentarios · Escribe aquí tu comentario

  1. Dice ser Raúl Gómez

    Memorable tu escrito. Lleno de sensibilidad y memoria feliz.Encanta su lectura y el modo de tu poética prosa.Impresionado

    05 diciembre 2020 | 5:49 pm

  2. Dice ser Pau B.

    Yo he venido aquí a hablar de mi libro. Y si no se habla de mi libro me voy. ¡Qué pobreza de espíritu…!

    05 diciembre 2020 | 10:33 pm

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