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La desigualdad hecha norma

Por Sandra Martín Tremoleda

Cada día, me levanto y como un ritual inconsciente me ducho y me paro delante del armario para escoger la ropa que me pondré. La mayoría de los días este pequeño acto es, en mayor o menor medida, espontáneo, pero hay momentos en que este gesto se convierte en una pequeña decisión política: según el lugar al que vaya a ir, de qué personas vaya a estar rodeada y por dónde transcurra el camino de vuelta a casa, elegiré (o al menos dudaré) de si ponerme minifalda, si llevar o no sujetador y analizaré cómo mi imagen puede ser sexualmente leída.

Imagen de la Guía de la buena esposa

Si pienso en cuándo empecé a tener en cuenta el entorno para decidir mi atuendo podría retroceder a la adolescencia, pero seguro que desde la infancia ya estuve digiriendo sin procesar los millones de mensajes que, a través de la publicidad, las películas y series, los juguetes, las leyendas, los cuentos, y un largo etcétera, cosifican y sexualizan el cuerpo de las mujeres. Pero es en la adolescencia cuando aprendí que como mujer yo tenía la responsabilidad de escoger “adecuadamente” mi indumentaria porque si algún hombre me manoseaba en el metro, me seguía de camino a casa de noche o un grupo de desconocidos me piropeaba y rodeaba al estar tranquilamente paseando, podía tener algo que ver con alguna parte de mi cuerpo más visible, más ajustada o más escotada. Y este mensaje culpabilizador se repetía como un mantra en los artículos de prensa donde se hablaba de cómo vestía la mujer que había sido violada, en las normas de vestimenta del instituto que penalizaban que la ropa interior asomara por cualquier costura, en los comentarios de algunos padres y madres que exigían centímetros de más en la ropa, y en las miradas ajenas de adultos desconocidos. Y al final aprendí que vestirse “adecuadamente”, más que una opinión compartida por algunas personas, era una norma socialmente aceptada y que interiorizarla no sólo reducía los riesgos cotidianos sino también mi sentimiento de responsabilidad.

Es cierto que como seres simbólicos y sociales necesitamos normas que nos faciliten la convivencia, y que cada grupo, comunidad o sociedad las va creando a lo largo de su historia y las transmite de generación en generación a través de su cultura y de la educación. Pero también sabemos que, además de normas sociales que regulan nuestras interacciones y responden a necesidades funcionales reales (por ejemplo, ponernos de acuerdo en el sentido por el que los coches deben circular), también existen aquellas que ordenan la jerarquización social en capas superpuestas en las que unos están por encima de los otros creyendo tener acceso y derecho sobre los cuerpos y vidas del resto.

Cada persona, y la sociedad en su conjunto, somos responsables de ese universo mental que colaboramos a mantener de manera irreflexiva con cada una de nuestros pequeños gestos, valoraciones, juicios, e interacciones con otras personas, pero tenemos el maravilloso poder de aceptar acríticamente el legado de cada una de esas normas y naturalizarlas como verdades incuestionables, o evidenciar que existen normas injustas que excluyen y discriminan a grupos de personas y que es imprescindible denunciarlas para que la sociedad cambie. Y en este dilema la educación tiene un papel imprescindible y no es gratuito que se haya concebido como uno de los campos de batalla más disputados históricamente.

Desafortunadamente, pasar una media de 16-20 años como estudiante en la educación formal no garantiza que se aprenda que algunas normas sociales y creencias no son ni más ni menos que justificaciones ficticias para legitimar el abuso, la exclusión, la discriminación y la violencia contra diversos grupos sociales para mantener el estatus quo de unos pocos. Por eso, es imprescindible que la educación tenga un enfoque crítico que promueva la curiosidad y el descubrimiento y la capacidad de cuestionar el mundo en el que vivimos y los mecanismos (como lo son las normas sociales) que sustentan las desigualdades, para que puedan libremente re-construir su realidad social y cultural a partir de la propia experiencia.

Enseñar a reflexionar sobre que la realidad está mediada por una cultura patriarcal, capitalista y colonial, que es injustamente arbitraria, es una de las mejores herramientas de comprensión de un mundo complejo que una docente (71,9 % del profesorado de enseñanzas no universitarias en mujer, según datos del Ministerio de Educación) puede transmitir a su alumnado. “Pónganse como meta enseñarles a pensar, que duden, que se hagan preguntas…” así lo resumía Fernando a sus estudiantes de Magisterio en la película de Aristarain Lugares comunes. Y pregunta tras pregunta, quizá lleguen a comprender que la responsabilidad de la violencia sexual es únicamente del hombre que la ejerce y que nada tiene que ver con la manera de vestir ni el camino escogido para llegar a casa, o que la exclusión social, la pobreza y la desigualdad social no son inevitables como si de un reparto de cartas de juego de rol se tratara.

Sandra Martín Tremoleda es responsable de educación para zona este de Oxfam Intermón.