Por Cecilia Ramos Coronil
Un día como otro cualquiera, allá por enero de 2014, mi trabajo me brindó uno de esos regalos que, con el paso del tiempo, valoro más y más. Aquel día supe que tenía que coordinar un proyecto para mejorar la calidad de vida de las mujeres con cáncer de mama. Sólo el nombre ya impacta, pues la palabra cáncer sigue generando inquietud y respeto solo con oírla.
Lo primero que pensé es ‘tiene que ser bonito y enriquecedor ese programa’, ‘un nuevo reto que abordar’, pero ¡uff!, la pregunta era ¿será tan duro emocionalmente como parece?. Las reflexiones iniciales estaban llenas de interrogantes: ¿por qué un programa para trabajar con mujeres con cáncer de mama se aborda desde una perspectiva de género?
Tocaba ponerse al día sobre la enfermedad: ¿qué es?, ¿qué implica?, incidencia en la población, tratamientos, consecuencias etc.., es decir, conocer en profundidad para poder entender a una mujer cuando te habla de su enfermedad. Como bien saben las personas que lo padecen, todas tienen cáncer, pero cada una con apellidos diferentes.
Una vez conocidos los aspectos médicos, me centré en el componente emocional y psicológico de la enfermedad, y ahí es donde adquirí plena conciencia de la importancia de los condicionantes de género a la hora de afrontar el cáncer de mama.
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