Poetas

Por Eva Guillamón

Cuando en 2015 vi el documental Se dice poeta, de Sofía Castañón, comprendí por qué siempre, y de una manera inexplicable, me había molestado que me llamaran poetisa. No es una palabra malsonante o despectiva. Ni siquiera me parece una palabra fea. La Isa es un canto y baile del folclore canario que, como el sol o el mar, te dan ese puntito de alegría que a veces no encuentras en otro lado. Poeta + Isa no es una mala combinación, pero a mí me arañaba sin saña, como mis gatos jugando o esa canción con la que aún te escuece el pecho. Al escuchar la reflexión de otras compañeras, comprendí que a veces las cosas que más molestan o duelen no son las más evidentes. A veces es lo invisible lo que se clava, poco a poco, sin poder evitarlo, porque desconocemos las consecuencias de ese filo. Así que voy a hablar de poetas que han sabido atravesar su propia frontera para llegar al mundo de afuera.

La creación es un misterio inmenso que parte del estar aquí. Sin importar la disciplina que utilice como canal, la creación se apoya en ese concreto con el objetivo de alcanzar lo universal, la comprensión más allá de esa propia frontera. Entonces se deshace del estar para ser, para perdurar cuando tú ya no estés. En todo ejercicio de comunicación hay voluntad de transgredir, de aportar, de romper, de arrojar conciencia, de comprender… La transgresión se puede referir a los límites sociales, culturales o éticos, pero también a la propia dimensión de una misma en tanto un trozo de carne sobre la Tierra.

Porque crear es sacar a la luz, hacer resurgir. Y digo resurgir, porque el magma es siempre el mismo. Vivir o no en un estado de fertilidad en la mayoría de los casos es una decisión. Libertad, compromiso y resistencia son tres ingredientes imprescindibles en todo trabajo de creación. Como el camino es de una soledad que por momentos puede resultar insoportable, es conveniente crear comunidades, más o menos tangibles, donde no sentirnos excesivamente solas. Y si la comunidad no puede apoyarse en lo físico, que se apoye sobre la misma creación. El trabajo que otras han hecho es el mejor de los mástiles donde agarrarse cuando empieza la tormenta, o cuando no llega esa ola que consiga llevarnos a buen puerto. “Hay una fila de mujeres detrás de mí”, dice Ana Pérez Cañamares, “No estamos calladas, aunque no hablemos. / No olvidamos, aunque miremos al frente”. Cuando descubrí ese poema encontré una comunidad de desconocidas que guardan silencio y presencia, y que me acompañan desde ese inconsciente colectivo que también es la identidad.

Elena Medel vino en mi ayuda cuando mi madre enfermó gravemente, para decirme:

“En todos los lugares podré besar sus mejillas limpias de

cristal, aunque ella duerma lejos:

sus mejillas cercanas que me llevarán allá donde acaricie

su nombre escrito”.

Y sé que ahí seguirá cuando el final vuelva, ya de una manera irreversible. Porque la existencia es aprender a irse, a morirse, y aprender a quedarse, a vivir, con todas las cicatrices de las despedidas que arrastramos.

“No hay cicatriz, por brutal que parezca,

que no encierre belleza.

Una historia puntual se cuenta en ella,

algún dolor. Pero también su fin.”

Con estos versos Piedad Bonnett me ayudó a aceptar que el adiós es inevitable; mientras que Ida Vitale me decía:

“Sólo acepto este mundo iluminado

cierto, inconstante, mío.

Sólo exalto su eterno laberinto

y su segura luz, aunque se esconda”;

y Wislawa Szymborska me recordaba mi fortuna, porque pude haber sido

“Alguien mucho menos feliz

criado para un abrigo de pieles

o para una mesa navideña,

algo que se mueve bajo un cristal de microscopio”.

Comprometerse con la fecundidad es una decisión. Una decisión muy trabajosa que hay que mantener con todo el cuerpo y más allá.

Eva Guillamón es poeta y autora de Quiero oírte decir mi nombre, Ediciones La Lucerna.

 

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