Me llamo Sara y no soy pecado

Por Maribel Maseda

Sara es musulmana, comprende y comparte la libertad de culto y se rebela contra la alienación de la mujer -y más aún cuando se obliga a aceptarla como prueba de fe-. Su historia de abanderada de los derechos de la mujer comienza, sin saberlo, en el seno de una familia en la que se entrega a las hijas al hombre llegada la edad apropiada para ello.  Sara se niega a ello y se enamora de un hombre que: “me deja que estudie y que vaya a la Universidad. Me trataba con importancia”.

“Si las mujeres fuéramos un pecado, Dios no nos hubiera creado. Si solo quisiera a los hombres, no nos habría hecho a nosotras”. Imagen de Maribel Maseda.

Poco tiempo después se casan y, en uno de sus viajes al país de él -y embarazada de su primer hijo-, le comunica que no volverán a Europa. A partir de ese momento todo comienza a cambiar aunque Sara tarda en reconocerlo. En casa los gritos y los insultos se suceden y poco a poco él comienza a incorporar actitudes propias de un secuestro. No se le permite utilizar el teléfono ni siquiera para comunicarse con su familia, tampoco asomarse a la ventana, que debía mantener cerrada. Embarazada ya de su segundo hijo, permanece encerrada en la casa día y noche, sin comida ni mantas. Tampoco puede ver a su hijo mayor, que se había llevado su familia política. Pasaba así días enteros hasta que el marido volvía por la noche y ella debía mantener relaciones sexuales con él.

Un día convence al marido para viajar a su país. En su mente estaba la idea de poder escapar, pero cuando llega el momento del viaje, de nuevo le informan de que su hijo mayor, de dos años, no viajará con ellos. De esta manera renuncia a la idea de la huida y continua su cautiverio, esperando la ocasión para intentarlo pero sin separarse de sus hijos. Es golpeada y amenazada de muerte, y las escasas veces que puede salir a la calle debe hacerlo cubriéndose con los ropajes tradicionales a los que ella no está acostumbrada. Debe sujetar la tela con la boca, por lo que no puede hablar libremente y, si se le cae mostrando su rostro o su pelo, será castigada severamente.

Pasa meses alimentándose solamente de leche materna. Y recuerda como una vecina ataba mendrugos de pan a un palo y lo deslizaba por su ventana hasta llegar a la de ella, cuando alguna vez podía abrirla. Una vez él olvida la llave en la puerta. Pero ya le ha quitado su voluntad, está muy débil, en los huesos y asustada. Ve la llave pero se preguntaba qué hará si sale a la calle, a donde acudirá, quien la ayudará.

Decide salir e ir a denunciar que le han quitado a sus hijos. Las autoridades contactan con el marido, quien promete dejarle la llave y verlos. Y todo se olvida. Nada cambia. Vuelven a llevarse a sus hijos y vuelven a encerrarla. Pero no se rinde. A pesar de su muy deteriorado estado físico, la idea de conseguir huir con ellos le da la paciencia necesaria para esperar. Uno de los días en los que la suegra la encierra,  ella se abalanza sobre la mujer hasta que le quita la llave. Se enfrenta de tal manera a su suegra que nunca más se atreve a encerrarla. Sara ya no puede perder nada más.

No tiene ningún plan de huida, pero necesita dinero para comer y para cuando llegue la ocasión de escapar. Han pasado ya casi 4 años. Por más que lo pide, nadie se atreve a ayudarle a ver a sus hijos; su familia política amenaza de muerte a quien lo intente.

Pero una noche, el marido por fin trae a los dos niños y, tras mantener relaciones sexuales con ella, se marcha y los deja allí, convencido de que ya no tiene ni voluntad ni fuerza ni recurso para salir de aquella casa.

Sara cree firmemente que aquella puede ser la única ocasión en la que poder huir con sus dos niños. A las 6 de la mañana está lista a pesar de no tener ningún plan, ninguna ayuda, ningún amigo o familiar. Ha preparado dos biberones, pan, pañales y algún dinero que ha podido esconder. Se viste con  prisa.  La frontera está a casi 200 kilómetros, por lo que se dirige al lugar donde hay taxis y,  en su desesperación, pide abiertamente ayuda para cruzar la frontera. Al oírla, todos los hombres quieren devolverla a su casa. Pero Sara no está dispuesta a perder lo que está convencida de que es la salvación para ella y sus hijos y, como si hubiera perdido el control sobre sí misma, comienza a gritar: “o me decís por donde se cruza  la frontera o me mato aquí mismo”. Le indican con un dedo “ por allí”. Se introduce en un bosque sola, sin saber orientarse, con sus dos hijos en brazos y camina y camina esperando ir en la dirección apropiada. Un soldado la frena poniendo una metralleta en su pecho, ella aparta un poco su ropa y muestra a su niño… el soldado entonces baja el arma y le indica como llegar a su país.

Camina durante 24 horas.  Cuando para, no quiere cerrar los ojos y quedarse dormida temiendo por sus hijos. Pero en un vagón de tren el sueño le vence y cuando despierta, se da cuenta de que le han robado el poco dinero que llevaba. Por suerte, durante el viaje siempre encuentra a alguien que, compadecido, la ayuda. Es una ruta durísima en la que el cansancio, el hambre, el terror de no conseguirlo, de que sus hijos no lo consigan, convierten en una tortura, pero nunca pensó en echarse atrás.

Ha educado a sus hijos en su religión y tradición. Ha intentado inculcarles los valores de la honestidad y  del respetoPorque la verdad no solo está en lo acertado, sino en aquello que uno puede libremente reflexionar, cuestionar y aceptar o no como tal. Quizá no hay que buscar el error en  la tradición o el culto, sino en el hecho de que su imposición, sin posibilidad de revisión, evita que uno utilice la capacidad de discernimiento. Sara ha decidido mantener su fe, con plena conciencia de que la alienación de la mujer no es parte de ninguna religión. Ha sido y es perseguida por mantenerlo, a pesar de que en su “me deja estudiar” aún podamos ver en marcha parte de su necesario proceso de discernimiento, que antes iniciaron otras mujeres de religiones diferentes.

Conozco a Sara desde hace muchos años. La recuerdo un día que nevaba intensamente. Apareció en mi puerta protegida solamente con una fina camisa blanca y un gorrito en la cabeza; toda su ropa se había destruido en el incendio que se produjo inesperadamente en su casa. Me dio los buenos días con su habitual sonrisa, franca, espontánea, abierta, como si a pesar de las desgracias, el hecho de poder mostrarla hiciera de todo lo demás una mera anécdota. Su vida aún es difícil, “pero puedo ser yo, aquí tengo derechos, porque sé que los tengo. Quiero mi libertad, la de ser como soy, con mi propia naturaleza”.  La libertad para elegir, por igual, para todos, es la señal inconfundible de que la sociedad evoluciona. Pero yo añadiría que debe ir acompañada por la libertad para comprender, para imaginarse momentos diferentes, incluso para imaginarse a uno mismo de forma diferente. Sara es un ejemplo de fortaleza y  valentía; ha perdido mucho, pero mantener sus principios le hace sentirse triunfadora en un mundo que la ha repudiado precisamente por lo mismo. Su mirada es una mezcla de tristeza, cansancio y esperanza, la de ser ella misma. No es la del rencor y la rabia de no poder cambiar a otros, a los que la secuestraron en aras de una ideología o de su propia egolatría.  Y es que la facilidad con la que algunos o algunas ejercen de persona, -no de hombre o de mujer-, en otras, se convierte en “atreverse” a serlo. La conciencia de esta grave diferencia marca a estas mujeres y niñas, pero con el sello de un  valor y certeza en los derechos humanos que los que los reclamamos en un entorno protegido, desconocemos. Personas como Sara son las que se convierten, sin pretenderlo, en portadoras de una verdad irrebatible tan peligrosa para otros que su precio asciende nada más y nada menos que a la propia vida.

El sentirse dueña de la suya, en un país que se lo permitió durante los años que tuvo que mantenerse escondida, hizo que nunca dejara de sonreír; ni el hambre, ni la pobreza, ni la soledad, han podido con ella.

Hay cosas que no por no verlas- desde cualquier “desde aquí”-, dejan de existir.

Admirable Sara.

Maribel Maseda es Diplomada Universitaria en Enfermería, especialista en psiquiatría y experta en técnicas de autoconocimiento. Autora de obras como Háblame, El tablero iniciático, y La zona segura. Coach de vida.

4 comentarios

  1. Dice ser Arthur Plus

    Pues lo tiene fácil, que deje el Islam.

    20 septiembre 2017 | 14:01

  2. Dice ser maria teresa

    Muy buen texto sino fuera porque he visto «quilómetros» que ha hecho que revienten mis pupilas.
    Un saludo.

    20 septiembre 2017 | 17:12

  3. Dice ser joe

    pero si lo primero que ha hecho ha sido meter a sus hijos en la misma religion para que puedan secuestrar a otras mujeres de mayores, que dejen de engañar a los niños el que quiera una religion que la elija a los 18 ya esta bien de crear fanatismos, y de gilipollas que los defienden

    20 septiembre 2017 | 18:04

  4. Dice ser susi

    Una vez que entras en un país islámico, o en cualquier otro, estás bajo sus leyes. Y las leyes de la mayoría de los países islámicos, y otros muchos q no lo son, establecen que el hombre puede controlar a su mujer, siendo esta como una eterna menor de edad. Así que hay que tener muy en cuenta que un viaje a estos países puede ser un viaje sin retorno. Una vez estás allí, tu marido se convierte en tu dueño y señor, así que mucho ojito con donde nos metemos. Ese chaval que era tan majo ¡la dejaba estudiar y todo¡¡¡¡¡, cuando la llevó a su terreno cambió del todo y mostró su verdadera cara. Y mucho ojo, que aunque vuestro marido sea occidental, si vives durante mucho tiempo en un país donde el hombre tiene un poder absoluto sobre la mujer, tenderá a ejercerlo y a enseñorearse. Así que mucho cuidadito, yo cuando veo a esas que van con sus maridos a vivir a Arabia Saudí pq su empresa los ha destinado allí, me pregunto si saben de verdad dónde se meten.

    21 septiembre 2017 | 12:17

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