Se nos ve el plumero Se nos ve el plumero

"La libertad produce monstruos, pero la falta de libertad produce infinitamente más monstruos"

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Se fue Carrillo cuando más falta nos hacía…

Desde que le conocí personalmente en la clandestinidad, Carrillo me ha parecido un hombre coherente. ¿Se puede decir hoy día algo mejor de un político? Y esos son los hombres que más faltan nos hacen hoy dia en España.

Santiago Carrillo en un mitin

Nunca he sido comunista. Sólo alcancé a ser simpatizante del PSOE, el partido de mis padres, que hoy está tan lejos de la realidad como los demás. A veces, sí, contra la Dictadura (Cambio 16, Doblón, Historia Internacional, Junta Democrática, Platajunta, etc.) fui compañero de viaje de algunos comunistas y socialistas. Y me alegro.

Hoy ha muerto Santiago Carrillo, que fue líder del Partido Comunista en el exilio y en España. Su muerte me ha revuelto muchos recuerdos que es de justicia mencionar en este blog que ya es propio de un abuelo cebolleta camino de la jubilación. A Carrillo, como a Fraga, también le ha llegado el día de las alabanzas.

He empezado por reconocer que, desde que entró en España con su peluca, o sea, desde que le conocí personalmente en la clandestinidad, Santiago Carrillo me ha parecido un político coherente y, por ello, admirable. Equivocado o no, actuaba de acuerdo con sus ideales. Lo comprobé cuando la invasión rusa de Checoslovaquia en el 68. Y cuando alentó el eurocomunismo, lejos de la ominosa dictadura soviética. Y cuando apostó por la Democracia en España. Y, ya en democracia, lo volví a comprobar durante las entrevistas que le hice en televisión o en debates y tertulias.

Carrillo es lo que antes se llamaba un hombre cabal. Me consta que esta expresión ya no está de moda. Más tarde comprobé que también era generoso. Capaz de perdonar. No de olvidar. Por eso, tuvo el valor de renunciar a la bandera tricolor de la II República, por la que tantos españoles dieron su vida en la guerra y otros sufrieron tantas atrocidades durante la postguerra.

Por ayudar a una transición en paz, por el paso de la también ominosa dictadura franquista a la Democracia sin más luchas fratricidas, Carrillo aceptó los colores de la bandera del Franquismo (sin la gallina, eso sí) a pesar de remover, con ello, las tripas de muchos de sus camaradas.

Los franquistas siempre le acusaron y aún le acusan (basta con leer los comentarios on line) de haber participado, como miembro de la Junta de Defensa de Madrid, en ordenar los fusilamientos de Paracuellos en plena Guerra Civil. Carrillo lo negó siempre. Dificil saber lo que ocurrió, de verdad, en plena guerra.

Carrillo y Fraga, dos hombres de la Transición

A todos nos consta que hubo barbaridades, paseillos y crueldades sin límite en los dos bandos de la contienda. Por eso mismo, durante la Transición, y aún ahora, a mi me ha gustado siempre separar muy claramente los acontecimientos bárbaros de la Guerra Civil, por parte de ambos bandos, de los que ocurrieron en la postguerra, durante la larga Dictadura del general Franco, por parte del bando vencedor contra el bando vencido. Son dos mundos muy distintos. Dos violencias muy diferentes. Crímenes incomparables.

Hasta el juez Baltasar Garzón considero que se equivocó al mezclar los crímenes del franquismo durante la guerra y durante la postguerra. Están o deberían estar perdonados (no olvidados) los crímenes de la Guerra Civil de ambos bandos. Lo que falta por revisar son los crímenes de la postguerra, crímenes de Estado, juicios sin garantías, fusilamientos a discrección, torturas, secuestros, delitos contra la humanidad, que aún están pendientes de investigar.

No son comparables, como digo, los crímenes de la guerra con los de la postguerra. Y hombres como Santiago Carrillo lo entendieron muy bien. Gracias a ellos fue posible la Transición.  Aunque ahora, desde la barrera, es fácil decir que la ruptura hubiera sido mejor que la reforma, les debemos enorme gratitud. Gracias a hombres como ellos se hizo la «ruptura pactada» con el pasado. Y los franquistas, algunos de ellos arrepentidos, pudieron salir de sus cuevas sin miedo a ninguna revancha. Por muy merecida que la tuvieran. Gracias a hombres como Santiago Carrillo, no hubo revancha. Ni otra guerra civil.

Por eso le dimos, en 2003, el Premio a la Concordia de la Fundación Abril Martorell. Lo tenía más que merecido. Gracias, Santiago.

Descanse en paz.

 

 

 

 

 

 

 

 

«Pero el Gobierno se aferra…» ¿Es información o análisis?

La paz, ¿el sueño de una noche de verano?

SANTIAGO CARRILLO en El País

15/01/2007

La bomba de Barajas ha sorprendido dolorosamente a casi todo el mundo, incluidos algunos dirigentes de Batasuna, si damos fe a sus declaraciones. Llevábamos más de tres años sin muertos. La atmósfera política de Euskadi se había vuelto más respirable, había llegado a parecer casi imposible que ETA repitiese horrores que se daban ya por terminados. El presidente Rodríguez Zapatero, lanzaba mensajes que animaban a la esperanza. ¿Acaso el proceso de paz fue sólo el sueño de una noche de verano?

El 11-M, con sus consecuencias monstruosas había como desplazado al terrorismo de ETA. Fue algo tan brutal que pudo influir hasta el núcleo dirigente de ésta, precipitando una reflexión sobre la flagrante inutilidad de estos métodos. Yo soy de los que piensan que en el momento de la declaración del «alto el fuego permanente», por lo menos los dirigentes que la tomaron creían en la necesidad de la paz negociada y habían llegado a la conclusión de que la táctica seguida hasta entonces había desembocado en un callejón sin salida. Creo que Otegi en Anoeta expresaba un deseo real de encajar al movimiento abertzale en el juego democrático. La dinámica de quienes poseían voluntad de ser un partido electoral aunque hubiera nacido como el brazo político de una organización terrorista, tenía que llevarles cualquiera que fuese su pasado, a la convicción de que en uno u otro momento, en una sociedad democrática sería imposible armonizar ambas tácticas: la lucha por el sufragio y el terror. En un movimiento de las características del abertzale, con una importante base social, pero en cuyo desarrollo la estructura terrorista tuvo un papel dominante, debía llegar un momento en que el estancamiento por la esterilidad de la fórmula plantease a los dirigentes más realistas la necesidad de optar entre las dos tácticas. Y era natural que en el momento de plantearse esa opción surgiera una grave crisis en todo el movimiento.

A veces tengo la duda de si la negociación se llevó pensando que ETA es como un partido político corriente y si no subestimaron las complejidades propias de una organización terrorista clandestina. Un partido político corriente puede disolverse fácilmente, con una simple decisión de su dirección. Sus miembros pueden hacer dos cosas: quedarse en su casa o acercarse a otro de los partidos existentes.

Pero una organización como ETA es algo muy distinto. Se trata de varios centenares -cuando menos- de personas organizadas en comandos, con diversas funciones dedicados a organizar y realizar atentados. La mayor parte, por lo menos la más decisiva, se convierten en profesionales que viven fuera de la ley, a veces hasta con su familia. Las condiciones de tal género de existencia les llevan a crearse un mundo propio, alejado del real, un mundo de ficciones y quimeras, que se alimenta de éstas y termina perdiendo todo contacto con la realidad. El hombre cuyo trabajo consiste en preparar atentados, aunque en el pasado haya tenido inquietudes políticas, termina perdiéndolas, obsesionado por la disciplina a que fuerza una labor que exige concentrar su pensamiento en la obsesiva necesidad de mantener su propia seguridad, de autoprotegerse frente a la sociedad y los servicios de policía que le acechan permanentemente. Y hay terroristas que se acostumbran a vivir así, hasta el día en que fatalmente terminan cayendo.

La dirección de una organización así, que llega a comprender el sinsentido de su existencia y hasta a hacer pública su voluntad de abandonar el camino anterior, tiene por delante un duro trabajo: convencer a esos cientos de clandestinos que se han acostumbrado a un género de vida nada fácil de cambiar. Puede tropezar hasta con grupos de la organización que le acusen de traición. Hasta puede correr el riesgo de que las pistolas se vuelvan contra ella.

Además, ETA soporta la presión de centenares de presos, condenados a largas penas que a veces, en las cárceles, aislados, lejos de sus familiares y vecinos, perpetúan ese mundo aparte, de ficción. Y cuando no tienen esperanza de liberarse pueden ser más extremistas que nadie y exigir que la organización en la calle siga atentando. Y no nos engañemos, el ciudadano corriente puede considerarles criminales, pero ellos en su mundo, se consideran héroes y mártires de una causa incomprendida y suscorreligionarios pueden considerarles también así.

Yo dudo de que todos los que han mediado en esta situación hayan tenido una concepción clara de lo que se traían entre manos y de que disolver una organización como ETA plantea problemas muy complejos que hay que abordar desde fuera con unas dosis de generosidad muy grandes.

Desgraciadamente, ni el Partido Popular ni la AVT estaban por la labor. Desde el primer día combatieron la negociación con todas las armas posibles e intentaron convertir el tema del terrorismo en un pretexto más para minar el prestigio y la autoridad del presidente Rodríguez Zapatero, influyendo incluso con su actitud en el comportamiento de determinados sectores de la Administración del Estado. Bajo esta presión, en el periodo de la negociación se reforzaron las medidas represivas fortaleciendo objetivamente a los que dentro de ETA se inclinaban a mantener el terror. En cualquier caso, estas actitudes debilitaban la posición del Gobierno y, conscientes de ello, los negociadores etarras pudieron cometer el error de creer que podían exigir lo imposible. Sea como sea, lo que resulta indignante es que haya gente que se dice de orden que ha recibido la bomba de Barajas casi como un éxito propio y un fracaso del Gobierno, aprovechando el desastre para reclamar jubilosamente la dimisión de Rodríguez Zapatero.

Hoy todos los demócratas estamos consternados ante los cadáveres de dos inocentes inmigrantes ecuatorianos, que buscando el bienestar en nuestro país han hallado una muerte ciega y criminal que llena de luto a todos los ciudadanos españoles e invita a la solidaridad con los inmigrantes, que por compartir todo con nosotros, comparten también las consecuencias de nuestras luchas tribales.

De esta desgracia hay unos responsables directos, indudables, para los que no sirve ninguna justificación: los etarras que han decidido, o llevado a cabo el atentado. Ellos han roto el alto el fuego, la negociación. Y en cierto modo nos han retrocedido al pasado, a la situación que teníamos hace más de tres años. Algunos creían que ETA estaba ya en las últimas y no podía volver a matar. Y acusaban a Rodríguez Zapatero de rendirse ante ella, cuando al parecer bastaba con los tribunales y la policía para conseguir su disolución. Desgraciadamente, se ha comprobado que ETA puede seguir matando, puede seguir desestabilizando nuestra democracia.

¿Hay acaso alguien que gane con esta catástrofe? Nadie en absoluto. Perdemos todos, aunque algunos se hagan de momento la ilusión de que esto puede ayudar a su retorno al Poder. Pierde también la izquierda abertzale, a quien vuelven a cerrárseles las perspectivas de competir por sus ideas en el terreno democrático. Lo veo difícil porque haría falta mucha inteligencia política y mucho coraje para hacerlo, en una hora en que se endurecen las posiciones y el orgullo y el amor propio puede dar paso fácilmente al empecinamiento.

Hemos perdido todos; seguimos amenazados por el terrorismo. Las bombas y las pistolas aparecen de nuevo. Lo elemental frente al peligro es que nos unamos y que confiemos al Gobierno la dirección de la lucha antiterrorista. Es indudable que el terrorismo no podrá vencer nunca al Estado democrático y que siempre se estrellará frente a él. Pero no podemos ignorar que cualquier degeneración policial es susceptible de poner límites a los derechos y la libertad de los ciudadanos. Cuando el señor Acebes habla de que él sabe cómo vencer a los terroristas, olvida al parecer que España sufrió el mayor atentado de ese género siendo él ministro del Interior y que ni fue capaz de evitarlo ni siquiera se enteró de dónde venía el golpe. Vencer al terrorismo es curar una enfermedad social contra la cual no basta la fuerza: además -y sobre todo- es necesaria la inteligencia política.

A estas alturas tenemos que constatar que el Estado de derecho, e incluso la unidad de las fuerzas políticas estatales -que fue efectiva hasta que el PP, desmarcándose del resto del arco parlamentario, rompió el consenso-, no bastan para poner fin al terrorismo. En treinta años hemos podido comprobar que afirmar lo contrario es una pura ilusión. A despecho de la intransigencia de la dirección del PP, yo pienso que hoy lo prioritario para lograr el fin del terrorismo en Euskadi es mantener las coincidencias alcanzadas entre el Gobierno y el nacionalismo democrático vasco. Por duro que sea lo sucedido y manteniendo la autoridad del Estado, no debemos cerrarnos ningún camino. Y si es verdad que el presidente Rodríguez Zapatero ha asumido riesgos, no lo es menos que el señor Rajoy se enfrenta a la prueba de mostrar que es digno de dirigir un partido conservador democrático de tipo europeo.

Santiago Carrillo, ex secretario general del PCE, es comentarista político.

FIN