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TRIBUNA:

Sobre el catolicismo

GUSTAVO MARTÍN GARZO en El País24/07/2007

«Sólo la gente buena», escribió Mary McCarthy en Memorias de una joven católica, «puede permitirse el lujo de ser religiosa. Para la demás gente es una tentación demasiado fuerte, una tentación a los pecados mortales del orgullo, la ira y la pereza». No hay más que ver la actitud de una buena parte de los católicos de nuestro país para concederle la razón a la gran escritora norteamericana. Claman ruidosamente contra esa aspiración irrenunciable en un Estado moderno de separar religión y sociedad civil, forman rebaños airados que toman ruidosamente las calles, se empeñan en decirnos cómo debemos vivir y educar a nuestros hijos. Es el problema de los que tienen una fe, que tienden a expresarse con la violencia e impunidad de los que se creen portadores de la verdad. Al escucharlos, no puedo dejar de imaginarme lo distinto que habría podido ser este país si hubiera optado por el ateísmo y el agnosticismo. Un país de plácidos y comprensivos ateos, ¿puede haber un sueño mejor para la convivencia?

Y es que pocas cosas han tenido una influencia más nefasta sobre nuestra historia que este catolicismo militante. Muchas veces me he preguntado qué podía haber en el pensamiento de aquellos religiosos a cuyos colegios todos los de mi generación acudimos durante años. Recuerdo la perversidad de sus sermones, el silencio amenazante de sus iglesias y nuestra angustia al escucharles. Unos adultos aterrorizando a unos niños, ¿nos hemos parado lo suficiente a considerar todo esto? El país en que vivíamos no era distinto a esos colegios oscuros. ¿Acaso los obispos actuales lo han olvidado? No, no lo han podido olvidar, y la pregunta es por qué entonces no se han vuelto más prudentes. ¿Tal vez porque en el fondo de sí mismos siguen añorando esos tiempos y el poder que tenían en ellos? Pero nosotros no podemos añorar tiempos así y por nada del mundo quisiéramos regresar a ellos.

Queridos obispos, os recordamos rigiendo la vida entera de este país. Diciéndonos cómo debíamos comportarnos, las películas y libros que podíamos ver y leer, hasta dónde podían llegar nuestras caricias. Recordamos vuestras lúgubres Semanas Santas, vuestros colegios clasistas, vuestra feroz persecución del deseo, vuestras terribles amenazas, vuestra malsana obsesión por los asuntos de alcoba. Os recordamos introduciendo a Franco bajo palio en las catedrales y, sin embargo, hemos guardado un respetuoso silencio para no disgustaros. Pero eso lejos de bastaros os ha servido para envaneceros y volver a clamar contra todo aquello que no se pliegue a vuestros preceptos. Creo que va siendo hora de que os calléis. Hora, por ejemplo, de poner fin a los insensatos privilegios económicos que seguís reclamando, y de volver a la idea de una educación laica, ajena a cualquier creencia religiosa. Se habla de los derechos de los padres a decidir la educación de sus hijos, pero por encima de estos derechos están los de los propios niños, sobre todo, el derecho a ser educados en los valores universales de la razón y la tolerancia.

Y sin embargo, yo, que no soy creyente, estoy agradecido al catolicismo, porque escuché sus historias de labios de mi madre. Claro que mi madre nunca nos imponía nada y se limitaba a transmitirnos su fe a través del amor, que no busca atemorizar sino la complicidad y el consentimiento. Sí, eso era el catolicismo para ella: una religión de la vida y de la belleza. Pues si un dios había sido capaz de morir por nosotros ¿cómo era posible que nuestra vida pudiera no tener sentido? Ese catolicismo dio a mi infancia exaltados momentos de altruismo, ritos raros y carentes de utilidad práctica, el sentido del misterio y la maravilla. Me enseñó a respetar a la mujer, a amar a los animales, a permanecer vigilante ante el mal y a creer, mientras fui niño, en la resurrección de la carne, que puede que sea una de las historias más disparatadas y hermosas que el hombre haya concebido jamás.

Pero ¿qué tiene que ver todo esto con las consignas de las autoridades eclesiásticas? Nada. Siempre he pensado que estas autoridades, y su corte de vociferantes ejércitos de moralidad, son como esos maestros sin vocación que teniendo hermosos cuentos no los saben contar a los niños. O no se molestan en hacerlo, tal vez porque son los primeros en no creer en ellos. Sin embargo, son cuentos traspasados de romanticismo que hablan de cosas tan esenciales como la responsabilidad individual, la igualdad entre los hombres y la posibilidad del milagro. Que critican el poder y el afán de riqueza, que nos dicen que los niños son sagrados y que el encuentro entre un hombre y una mujer puede ser lo que fue en el edén. Pero también, como todos los verdaderos cuentos, que reclaman el silencio para cumplirse. Es eso lo que percibimos al entrar en los bellos templos católicos, que allí se entra no para vociferar o hacer proclamas sino para estar en silencio. No hay más que contemplar las imágenes que nos reciben. Ángeles aturdidos, santas que se derriten de amor, obispos absortos en la lectura de misteriosos libros, cuerpos que, aun llenos de heridas, gimen de gozo, madres que lloran. Todos guardan silencio, ninguno sabe decir lo que quiere o lo que le pasa. La Biblia está llena de historias así. La historia de la burra de Balaán, que vio un ángel, la de Agar y su pequeño Ismael, la del discreto Noé, preparando su arca, la del obstinado Job, la de Raquel y sus ovejas, y por encima de todas la de la silenciosa María. Una muchacha que en un pueblo perdido recibe la visita de un ser alado que le anuncia que será la madre de un rey. ¿No es el comienzo de un cuento de hadas? Gran parte de la religión católica se centra en este ser adorable, que representa el misterio de la bondad, y cuya contemplación ha dado lugar a alguno de los más hermosos cuadros que se han pintado nunca.

Pero ni siquiera a ella la dejan tranquila. ¿Podemos imaginarnos a Hamlet regentando un negocio de pompas fúnebres, al capitán Achab con un puesto de pescados congelados, o a la Celestina dando cursos para reforzar la autoestima? Pues es lo que hacen esos supuestos devotos de María, llenan su boca de palabras que nunca pudo pronunciar, transformándola en poco más que en una antecesora de Rappel. No les basta que se aparezca a unos pobres pastores, sino que quieren que les hable de la conversión de Rusia, que profetice el atentado de Juan Pablo II o nos advierta de los peligrosos abismos a que nos encaminamos. Pero María es pura y hermosa y ficción, ¿por qué habría de venir al mundo para ocuparse de lo real? El camino debe ser el inverso: es lo real lo que debe mirarse en el espejo de lo verdadero. De haber entregado algo a aquellos pastores de Fátima habría sido esa página en blanco a que se refirió Isak Dinesen, pues la verdad necesita el silencio, un mundo de encinas, niños pobres y animales somnolientos para manifestarse. No los palacios arzobispales. No sus procesiones, sus cónclaves, su obsesión en decirnos lo que tenemos que hacer y pensar.

Sí, es cierto lo que dice Mary McCarthy, la religión sólo debería estar permitida a las gentes apacibles y bondadosas, a esas gentes que no desean imponer sus ideas a los demás y se limitan a detenerse ante las imágenes de su devoción buscando sólo belleza y consuelo. Pero una religión así ¿por qué habría de estar en contra del matrimonio de los homosexuales, del uso de los preservativos, de que las parejas se separen cuando huye de ellas el caprichoso amor, o del encuentro libre y gozoso de los cuerpos? No entiendo la obsesión de todos estos guardianes de la moralidad por el sexo, como no entiendo su complacencia con los poderosos. Deberían hacer como Francesco de Asís: construir iglesias diminutas, hablar con los pájaros y los lobos, bailar bajo la lluvia, llamar hermanos al dolor y a la muerte. Sólo así estarían a la altura de las historias que dicen guardar. Por ejemplo, de la historia del encuentro entre santa Clara y Francesco. Santa Clara era una muchacha noble que llevada por la devoción al santo de Asís lo abandonó todo, incluso se cortó su melena dorada, para seguirle. Y muy pronto otras muchachas se unieron a ella y formaron una comunidad atenta a las enseñanzas del pequeño santo. Y cuentan que santa Clara sólo vivía para imitarle y añorar su compañía, pero que, Francesco, siempre tan ocupado, apenas la iba a visitar. Y que una de las veces que lo hizo quedaron en una casa situada en una colina. Nadie supo qué hicieron ni de lo que hablaron esa noche, pero todos los que andaban por los alrededores vieron un resplandor y, al acercarse, supieron que lo que ardía era la casa en que Francesco y santa Clara estaban juntos.

Eso debería ser la religión, un mundo de delicadezas, desatinos y misterios. Contemplar esa casa incendiada en la noche, hacernos creer que también a nosotros puede estarnos destinado un lugar así en este mundo. Lo demás es silencio.

Gustavo Martín Garzo es escritor.