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"La libertad produce monstruos, pero la falta de libertad produce infinitamente más monstruos"

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¡Bravísimo!: una orquesta sin director

Actualizado el 28 de febrero: El próximo sábado día 1 de Marzo a las 8:00 horas será retransmitido por TVE 2 y TVE CANAL INTERNACIONAL el concierto celebrado en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional de Madrid,ofrecido en homenaje al profesor Tomás y Valiente por la UAM. Orquesta bandArtGordan Nikolic, Concertino/director. Solista: strong>Javier Perianes, piano Obras de L. van Beethoven. Saludos, PRESJOVEM LUCENA.www.presjovem.com.info@presjovem.com

Lo nunca visto. Al menos, para mí. Fue un concierto de música en libertad, no encorsetada, dirigida por el oído de cada cual. Un ejemplo: en el último movimiento de la 7ª de Beethoven (Allegro con brío), el concertino-director, Gordan Nicolic, (uno de los mejores del mundo, nº 1 de la Sinfónica de Londres) rompió una cuerda de su violín (un Storioni de 1776) y siguió tocando, como si nada, atrapando sobre la marcha el instrumento del primer violinista, David Ballesteros. En pleno “Allegro con brío” (¡y con qué brío!), David cambió la cuerda y afinó el Storioni, en cuclillas y con la oreja pegada al arco. Sólo así pudo recuperar su violín de manos del gran Nicolic y concluir –¡pin, pan, pan, pun!- la Sinfonía Romántica con sus colegas. Siguieron aplausos emocionados del público, bravos, bravísimos, zapateados a favor y abrazos entusiastas entre los músicos. Como digo: lo nunca visto en España. El primer viola, David Quiggle, rompió, cambio y afinó dos cuerdas de su instrumento sin que sufrieran ni la orquesta ni él. El público apenas pudo notarlo. El arco, como el todos los de cuerda, quedó deshilachado, con los pelos al aire.

Esto ocurrió el sábado pasado, en el Auditorio Nacional, adonde acudí para escuchar un concierto de “bandArt”, una orquesta singular, que interpretaba (no se limitaba a “tocar”) la 7ª Sinfonía de Beethoven, el Concierto para piano y orquesta nº 4 del mismo genio y la Sinfonía 96, en Re Mayor, de Haydn. Era un homenaje al profesor Tomás y Valiente, patrocinado por la Universidad Autónoma de Madrid y por varias empresas privadas y públicas (Telefónica, BBVA, Caja Madrid, RTVE, etc.) entre las que no faltó 20 minutos, que se suma con facilidad a experiencias innovadoras y/o rompedoras asociadas a la cultura.

Fue un acontecimiento tan emocionante que, por eso, me gustaría compartirlo con los lectores del blog, pese a que me reconozco incapaz de transmitirlo fielmente, en toda su extensión. No obstante, perdido el sentido del ridículo y no sin cierta osadía, lo intentaré.

Debo empezar advirtiendo que no sólo no soy crítico musical sino que no tengo ni idea de música (salvo dos años de solfeo y clarinete en el Conservatorio de Madrid, de donde salí huyendo por malo). Mis vecinos del barrio odian los ejercicios rutinarios que practico con mi viejo clarinete comprado en un rastrillo de Pennsylvania, hace casi 30 años, a una chiquilla desanimada. También me echaron del Coro Aulencia (donde era bajo) por mi escasa perseverancia y pobre tesitura.

Y, sin embargo, con tan escasos méritos, reconozco que la música me ayuda a vivir, a sentir, a emocionarme y a despertar las pasiones humanas más alejadas del raciocinio. “¡Qué gran delicia para el corazón!” (¡Ay, mi Verdi!). O sea, que me gusta la música, casi todas las músicas. Y envidio a los músicos, a casi todos los músicos.

Desde el sábado, admiro sobretodo a los que escuché en el Auditorio Nacional. Y me propongo explicar por qué. Acabo de regresar de Noruega, donde estuve con los dueños de 20 minutos, y he rebuscado en los diarios españoles de pago, cuyos críticos musicales asistieron al concierto, alguna mención al acontecimiento que tanto me había impresionado. ¡Ni una línea, por ahora!

Ya me lo dijo uno de los organizadores:

“No se atreverán a publicar en la prensa ni una línea sobre algo tan heterodoxo, tan sorprendente, tan revolucionario y tan emocionante, como “bandArt”, una orquesta sin director que interpreta la música desde el sentimiento con lo mejor de su técnica”.

Efectivamente, ni una línea. Este silencio de los críticos oficiales de la Corte, sordos a la innovación, al riesgo y a la verdadera interpretación musical, me autoriza ahora a decir lo que me de la gana. ¿O no?

Para ser completamente honrado, incluso con los críticos, diré que “bandArt” es una orquesta sin director “ma non troppo”. Gordan Nicolic, el concertino, es el que pone (ya sea con el arco, con el codo o con todo su cuerpo en danza) el entusiasmo necesario, marca la cadencia e instruye en esforzados ensayos (a uno de los cuales asistí el viernes anterior en el espléndido Auditorio de El Escorial) a unos músicos que le admiran, le respetan y, sobre todo, desean reunirse en torno a “bandArt” para compartir su pasión: la música.

A diferencia, de una orquesta “habitual”, el concierto termina en abrazos entre los músicos, sonrisas y guiños de complicidad (por los mejores momentos o fallos resueltos), y no con el tradicional saludo de arriba a abajo del director al concertino: de sumisión y respeto, pero en un solo sentido.

Otra pauta, considerada heterodoxa, es que los músicos interpretan en la postura más apta para cada instrumento. Así, los violines, violas e instrumentos de viento se tocan de pie, y el piano, los violonchelos y los timbales, sentados. Se comportan como una banda en marcha y se mueven con naturalidad. Esto no solamente permite presenciar un espectáculo estéticamente más apetecible sino que le da al músico la libertad de expresar con su cuerpo y su instrumento -integrados- lo que interpreta. Pero el experimento no está exento de dificultades, pues -además de la gimnasia- la orquestación exige que cada uno afine el oído para que suene la pieza como un todo armónico. (Hay un alto riesgo de que, con el corazón en vilo, las notas se caigan del trapecio). Y aquí esta la genialidad: ¡lo consiguen, mejorando incluso a las mejores orquestas del mundo a las que, por cierto, individualmente pertenecen!

Viéndolos moverse tan libremente, con el tempo que marca el compositor, recordé una larga conversación que tuve el privilegio de mantener con el gran Pablo Casals en su casa de Malboro (Vermont, EE UU) ya había cumplido los 93 años.

Le pregunté cómo había conseguido dar tanto sentimiento a las suites de Bach que él interpretaba como nadie con su violoncello. Me recordó que sus maestros le habían enseñado a practicar esas suites con el cuerpo firme y erguido y sosteniendo un libro en su sobaco derecho.

“Un día –me dijo el maestro- decidí tirar el libro lejos de mi y empecé a tocar aquellos severos estudios de Bach moviendo el arco y mis brazos como me daba la gana. Rompí con la tradición, sí, pero era lo que me pedía el cuerpo. Y desde entonces toqué aquellas suites, en libertad, con todo mi corazón”.

Siguiendo los movimientos, casi gimnásticos, del gran Gordan Nicolic y de sus colegas, el sábado pasado tuve el mismo sentimiento que cuando escuché al maestro Casals en el Malboro Music Festival.

El Concierto para piano y orquesta nº 4 de Beethoven fue casi dirigido magistralmente por el pianista andaluz Javier Perianes. Si no hay nadie con la batuta en la mano, el pianista es el que manda y si no hay pianista manda el concertino. Eso quedó claro cuando Gordan Nicolic dejó su violín del XVIII y fue personalmente a la tramoya para traer una botella de agua mineral y ponerla a los pies del pianista. Aquel sencillo gesto –“captatio benevolencia”- cautivó al público que le aplaudió espontáneamente.

Javier Perianes nos regaló después una mazurca de Chopin que nos dejó con la carne de gallina. Fue –según nos dijo más tarde- su personal homenaje al profesor Tomás y Valiente, asesinado por ETA.

La mayor tensión y brío orquestal fue, en mi opinión, durante los “crescendos” del 2º y el 4º movimiento de la 7ª Sinfonía de Beethoven. No me extraña que Wagner se refiriera a ella como “apoteosis de la danza”. Jamás había sentido en el Auditorio Nacional un climax tan íntimo y, a la vez, tan compartido por todos los presentes, ya fueran músicos o espectadores, conectados por cientos de oídos atentos. Y es que estaban tocando para divertirse y para divertirnos. Y -¡vive Dios!- lo consiguieron!

¡Bravísimo!

Aquí está un servidor (sin la boina) junto al gran maestro Gordan Nicolic, primer violín de la Sinfónica de Londres y concertino director de bandArt, al término del ensayo general en el Auditorio de El Escrial.

Allí daba instrucciones a la orquesta desde el patio de butacas y, de vez en cuando, brincaba de un salto al escenario para expresar físicamente toda su energía musical… tan contagiosa.

Aquí están María José Baum, directora general de Presjovem y de bandArt, junto a Eduardo Díez Hochleitner, predidente de la Fundación que da vida a Presjovem y bandArt y vicepresidente de «20 minutos España S.A.», a quien agradezco mucho las invitaciones que me dió para asistir al ensayo general en el Auditorio de Escorial y para el concierto que acabo de comentar en el Auditorio Nacional, homenaje al profesor Tomás y Valiente. Fue un privilegio.

P.S.

1.- Vergüenza para los críticos clásicos que asistieron al concierto y no han abierto todavía el pico, quizás por puro miedo a ser tomados por heterodoxos y condenados por herejes.

¿Se habrá visto un atrevimiento igual en este mundo: una orquesta sin batuta?

Pues, sí señor, como los de antes. Una orquesta sin batuta y, por tanto, sin sometimiento, sin rigidez, sin celos, sin envidias, sin zancadillas, sin desaires: un paréntesis revolucionario. Después, cada uno de los músicos de bandArt vuelve a tocar a su orquesta habitual (entre las mejores del mundo) pero bajo la autoridad del director, que ordena y manda por encima de sus oídos y de la eventual fusión de cada instrumento con el cuerpo de su dueño.

2.- Vergüenza también para los abonados al Auditorio Nacional que deciden no asistir al concierto sin antes ofrecer sus entradas a la taquilla para que puedan ser vendidas (o regaladas) al público. En países más civilizados que el nuestro, los asientos de los abonados, no cubiertos por ellos, se ponen a la venta media hora antes de que comience el concierto. Daba verdadera pena ver tantos asientos vacíos dentro y tantos amantes de la buena música, en la calle, sin posibilidad de conseguir una entrada. Lo mismo ocurre con la ópera en el Teatro Real.

¡Qué vergüenza tan española!