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Me entristece la muerte de Mahfuz, el faraón de la lengua árabe

Cuando llegué, hace algunos años, a El Cairo, tenía un objetivo muy claro, una visita obligada. No eran las Pirámides de Keops o de Kefren, ni la Esfinge, ni los tesoros deslumbrantes de la tumba de Tutamkamon.

Quería encontrar nada más y nada menos que el callejón de Midaq, donde transcurre toda la trama de «El callejón de los milagros«, cerca de la mezquita de Al Hussain.

También deseaba tomar un té hirviendo en el viejo Café Al Fishawy, por si veía por allí al maestro o husmeaba en sus recuerdos con quienes le frecuentaron. No encontré el callejón, pero pude, al menos, sentarme en la mesa donde solía escribir el mayor escritor del mundo árabe.

Hoy pongo fin a mis vacaciones (que terminan mañana) con una nota bien triste. Ha muerto ese hombre que yo busqué sin éxito en El Cairo.

He regresado a mi casa en Madrid, me he contectado a 20minutos.es y así he conocido la noticia de la muerte, a los 95 años, de Naguib Mahfuz, uno de los hombres que, por su vida y su obra, más he admirado en mi vida.

Desde que leí la noticia en 20minutos.es no he dejado de pensar en su gran humanidad y en su obra inmensa. Me ha entristecido su muerte más de lo que yo mismo hubiera pensado, pero me ha reconfortado el recuerdo de sus novelas y de su comportamiento heroico para adelantar la civilización en su Egipto natal y en todo el mundo, tanto árabe como no árabe.

Para quienes no hayan tenido aún la suerte o la oportunidad de compartir sus escritos, les diré que sólo se me ocurren algunas obras clásicas para compararlas con las suyas y unos pocos grandes escritores que le igualen: La «Fortunata» de Galdós, «La regenta» de Clarín, la «Madame Bovary» de Flaubert, la «Karenina» de Tolstoy, y no sólo de personajes femeninos -que los bordaba- sino también de crónicas brillantes de una época en declive del estilo de «Cien años de soledad» de García Marquez, de «El rojo y el negro» de Sthendal y de algunas pocas más.

La última novela que leí de Mahfuz, hace apenas un año, «Akenatón» -aquel primer faraón monoteista que topó con la iglesia del momento y así le fue- me dejó un poso de ternura, de comprensión y de amor al género humano nada sorprendente en este pesimista empedernido. Sobresaliente la figura, de tragedia griega, de la bella Nefertiti, esposa de Akenatón.

(En esa foto, estoy tomando té en el Café Al Fishawy, donde escribía Naguib Mahfuz)

Era pesismista sí, por su fina inteligencia, pero optimista también por su portentosa voluntad para mejorar el mundo. Tuvo el valor (y la suerte) de vivir entre nosotros hasta los 95 años. Pero su obra perdurará por los siglos de los siglos.

He visto un comentario a la noticia de 20 minutos sobre la muerte de mi escritor árabe favorito subrayando una fabulosa errata que mis colegas han corregido al instante: Mahfuz, Premio NOBLE de Literatura en 1988. ¡Qué mágnífica y oportuna errata!

Si Mahfuz hubiera sido europeo o norteamericano, otro gallo cantaría. Pero escribiendo de las grandezas y miserias humanas de El Cairo sólo se convirtió en el único Premio Nobel del mundo árabe y en uno de los mejores de toda la historia de esos premios.

He buscado por toda mi casa algunas de sus obras, en busca de algún párrafo significativo para reproducir aquí, como homenaje póstumo, o de notas en la solapa de sus libros que me trajeran el recuerdo de sus lecturas. No he tenido éxito.

Sus novelas son de esas que, en cuanto las terminas, te ves impulsado a buscar a alguien para que las lea y las comente contigo. En algunos casos, como «El callejón de los milagros», casi me traen la ruina. He comprado esta novela varias veces para regalarla a todos los amigos que comentan que aún no la han leido o que aún no conocen a Mahfuz.

Tampoco he podido encontrar ni rastro de su trilogía impresionante: «Entre palacios«, «Palacio del deseo» y «La azucarera» (no estoy seguro de que las dos primeras vayan en ese orden, porque las leí hace muchos años). Sí recuerdo, desde luego, que la primera parte retrataba la familia egipcia con una mezcla de alegría y tristeza, con personajes que se debatían entre un mundo decrépito y otro emergente. Entre ambos mundos sobresalía la figura inmensa de la madre de aquella familia. Me recordaba mucho a la España de la postguerra y a mi propia madre. El barrio era como el mío y sus gentes, tan humanas, débiles y grandiosas como las de mi barrio, entre el Quemadero y la Plaza Toros de Almería.

La segunda parte era un canto inigualable al primer amor y al florecimiento de un nuevo orden cargado de dramatismo. La tercera, donde los personajes maduros se muestran descarnados en sus costumbres, miedos, vicios, resistencias al cambio, me pareció la más pesimista.

Ha escrito una obra enorme y amplia, pero no tengo ninguno de sus libros a la vista. Claro que buscar un libro concreto en mi casa es como persegujir una aguja en un pajar.

Tendré que comprarlos de nuevo para releer al maestro Mahfuz, de quien tanto aprendí, desde muy joven, y a quien tanto debo de mi propia concepción del mundo, y de mis ganas de vivir para cambiarlo, siquiera sea una miagita, para mejor.

Descanse en paz el maestro de las letras árabes. Su obra y la primera guerra del Golfo -que tanto me costó entender- me incitaron a estudiar la bellísima lengua árabe durante un par de años. Ahora, apenas puedo garabatear cuatro frases o intercambiarlas con los emigrantes venidos de Marruecos. Ya es algo. Recuerdo que, al escribir mis primeras frases en árabe, aprendí a perderle el miedo a lo desconocido. Gracias, maestro Mahfuz, también por eso.

Ahlam wa sahlam, sayidi. Salam Alaikum.

P.S.

Es triste que el escritor más grande de la historia de Egipto tenga aún prohibida parte de su obra en el país que le vió nacer. ¡Ay, Egipto! Se parece tanto a la España negra de antes…