Se nos ve el plumero Se nos ve el plumero

"La libertad produce monstruos, pero la falta de libertad produce infinitamente más monstruos"

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Obama:¡No nos falles… tan pronto!

La reverencia (doblando el espinazo casi 90 grados) del presidente Omaba ante el rey Abdulá de Arabia Saudita canta mucho.

La derecha norteamericana ha aprovechado la ocasión para acusar a Obama de mulsumán oculto, de falso cristiano (dicen que no ha ido a la Iglesia desde que vive en la Casa Blanca). Su acercamiento al mundo islámico es notable y muy loable. Sin embargo, me parece inaceptable la reverencia que ha hecho ante un rey medieval que mantiene a su país sometido a leyes coránicas anacrónicas y costumbres crueles inadmisibles para el mundo civilizado del siglo XXI. Es el primer fallo grave que observo en Obama desde que gobierna el Imperio.

La imagen ha circulado por numerosas televisiones de todo el mundo y se encuentra con facilidad en Google o en Youtube. Hoy está en la portada y en página completa de El Mundo. También está, naturalmente, en 20 minutos.es.

Sin embargo, hoy me ha costado trabajo encontrar esa imagen, o alguna noticia sobre ella, en el diario El País. Ha sido imposible. No hay ni rastro en sus páginas.

1.- ¿Será porque no se han enterado del asunto?

2.- ¿Acaso está protegiendo El País la buena imagen del presidente Obama?

En cualquiera de ambos casos, El País está haciendo gala de mal periodismo al privar a sus lectores (y yo soy uno de ellos, decepcionado) de una imagen muy relevante: el líder de Occidente mostrando vasallaje a uno de los peores líderes de Oriente.

La imagen me ha escandalizado. No acabo de comprender el porqué de esa vergonzosa reverencia hecha por un líder demócrata -el más poderoso del mundo- hacia el jefe de una dinastía tiránica y medieval.

John Stewart, presentador del Daily Show, un telediario cómico con más éxito de audiencia que los «serios», lanzó un grito de horror («¡¡¡NOOOO!!!») al ver la reverencia que Obama hacía en Londres al rey Abdulá de Arabia Saudita.

Ante las burlas merecidas de los conservadores, y de algunos medios demócratas, la Casa Blanca ha desmentido que se tratara de una reverencia. El portavoz del presidente norteamericano lo explica diciendo que Obama es mucho más alto que el rey Abdulá y que, al estrechar sus dos manos, no tuvo más remedio que inclinarse. La diferencia de estatura es notable, ya que el saudí no supera -según la imagen- al pequeño Sarkozy.

La pregunta que queda en el aire es si Barack Husein Obama hizo esta reverencia de forma premeditada, como un mensaje de respeto al mundo islámico, o fue una simple reacción espontánea, una torpe respuesta de novato en el protocolo internacional, impresionado por el oropel, los ropajes exóticos o el turbante del rey saudí.

Ya sabemos que los norteamericanos no son especialmente finos -¡si lo sabré yo!- en asuntos de protocolo en las relaciones internacionales y especialmente con la realeza. Su informalidad y naturalidad es conocida y/o envidiada en otras partes del mundo.

Ese mismo día de la recepción del G-20 en Londres -el pasado 1 de abril- la primera dama de EE.UU., Michelle Obama, le echó el brazo al hombro de su graciosa majestad, la reina Isabel II de Inglaterra. La reina inglesa -que tiene más conchas que un galápago y menos altura (física) que el rey saudí- correspondió a la familiaridad de la señora Obama cogiéndola por la cintura. Fue una foto majestuosa de primera página.

¡Qué día para el señor Metternich! El cochero de la Europa tradicional solía decir -en plena revolución francesa- que había que morir por el protocolo.

El primer ministro inglés, Gordon Brown, también se llevó otro chasco cuando, al entrar en su domicilio del 10 de Downing Street, Barack Obama le tendió la mano al guardia que, firme e impasibe el ademán, vigilaba la residencia oficial del premier británico. Aturdido por el gesto tan inesperado, el policía estrecho la mano de Obama y dejó a Gordon Brown sin saber qué hacer, o sea, colgado de la brocha y sin escalera.

No es la primera vez que las maneras poco versallescas de los presidentes norteamericanos generan polémicas diplomáticas. El presidente Jimmy (que es como decir «Jaimito«) Carter nunca supo muy bien cómo acabar con las inclinaciones de cabeza en Japón. Trató de ser simpático con el emperador nipón y, sin conocer bien el complejísimo mundo de las reverencias del Imperio del Sol Naciente, se enredó con sucesivas inclinaciones de réplica y dúplica, interminables, hasta que le dijeron que ya era suficiente. Su Majestad Imperial– casi un dios viviente- no pudo evitar una sonrisa de perdón y complacencia ante aquel surense productor de cacahuetes.

Mucha más enjundia tuvo el debate que precedió al saludo oficial entre John F. Kennedy, el primer presidente católico de EE.UU., y el Papa al entrar en el Vaticano.

Si Kennedy hacía reverencia y/o besaba la mano al Pontífice podría ser interpretado como un gesto de vasallaje y sumisión ante su jefe religioso. Este gesto podría influir en la política interna de los Estados Unidos . ¿La dictaría el Papa en lo que se refiere al aborto, el sexo, a la educación religiosa en las escuelas, etc.?

El presidente Kennedy se sabía observado por todo su país y mantuvo el tipo. Ni reverencias ni besos en el anillo papal. Sólo estrechó la mano del Papa: de jefe Estado a jefe de Estado.

Por favor, que alguien le muestre a Obama esa imagen de Kennedy, en pie, estirado y firme, ante el Papa. Y que, antes de saludar Obama a reyes medievales, le cuenten lo que hacen en Arabia Saudita, por ejemplo, con las mujeres o con las niñas de la edad de las suyas. Y, de paso, que manden copia al diario El País. A ver si se enteran.

«¡El sueño americano vive!» Y mi suegra rompió a llorar…

El 4 de noviembre, después de votar, Geraldine (Benson)Westley, la abuela americana de mis hijos (89 años) se rompió la cadera y la llevaron al hospital de Exeter (NH) donde fue operada urgentemente y con éxito.

El viernes pasado salió de la UVI y reconoció al instante el rostro de su hija, Ana Westley Benson, recién llegada al hospital procedente de Madrid.

-«¿Qué ha pasado?»

, preguntó la abuela.

-«Te has roto la cadera y ha ganado Barack Obama»,

le respondió mi esposa, en ese orden.

Grandma se olvidó de la cadera y le replicó:

-«¿Qué me dices? ¿Obama es presidente de los Estados Unidos? ¡No me lo puedo creer!»

-«Sí, mamá. Obama ha sido elegido presidente de los Estados Unidos»,

le dijo su hija mientras le mostraba la portada del diario The Boston Globe con la foto del presidente electo.

(Esta es una foto de Grandma, de hace unos años, con sus adornos de Dakota de Norte, de origen noruego).

Con la garganta aún molesta por los tubos del quirófano, la voz un poco ronca y con lágrimas brotándole ya de los ojos, contestó a su hija:

«Entonces, el sueño americano no ha muerto. ¡El sueño americano está vivo!».

Y, llena de emoción, la abuela yanqui de mis hijos rompió a llorar.

Esta señora de mirar tan dulce -que es mi suegra- tiene mucho coraje cuando se trata de defender principios éticos. Uno de los más arraigados en ella es el de luchar contra la injusticia y, por tanto, contra el racismo.

Conozco muy bien su historia y en la familia estamos muy orgullosos de ella y del abuelo, Alph Westley, que falleció poco antes de caer el Muro de Berlín y sin haber visto -¡qué lástima!- a Obama en la Casa Blanca. De ambos, recuerdo hoy algunas anécdotas que explican esas lágrimas tan emocionantes.

Hacia 1957 (escribo de memoria), mi suegro, Alph Westley, oficial de la Fuerza Aérea norteamericana, fue destinado como profesor de Telecomunicaciones a la Escuela Militar de Montgomery, la capital del estado sureño de Alabama donde hizo amistad con uno de los pocos oficiales negros de su Escuela.

Tan sólo tres años antes (1954), el Tribunal Supremo había declarado inconstitucional la segregación racial enlas escuelas.

Hacía dos años que una vecina de Montgomery, la heroica Rosa Parks, se había negado a ceder su asiento a un blanco en un autobús de su ciudad. Fue arrestada por ello. Mi familia política recuerda el rescoldo -aún muy vivo cuando se instalaron allí- que había dejado la gran protesta, liderada con éxito por el reverendo Martin Luther King, que se dio a conocer entonces gracias al boicot contra los autobuses de Montgomery durante un año.

En ese ambiente, pasó mi mujer tres años de educación pública y de hegemonía racistas. No me extrañó que, siendo aún adolescente, Ana participara personalmente en la Gran Marcha de Washington (1963), en la que el ya famoso luchador por los Derechos Civiles, Martin Luther King, pronunció su discurso histórico y promonitorio «Tengo un sueño».

Al año siguiente ganó el Premio Nobel. (Lo dejo escrito aquí para que mis hijos no lo olviden).

De 1957 a 1961, mi mujer estudiaba en una escuela pública de Montgomery, en cuyo coro cantaba (aún canta de maravilla). Por las tardes, Ana iba en autobús hasta la Escuela de Empresariales, donde su madre era profesora de Lengua y Taquigrafía.

Por las ventanas de esa Escuela, en un lugar céntrico, todos los alumnos y profesores pudieron seguir, con el estómago encogido por el miedo y la rabia, las protestas de los racistas y los antiracistas de Alabama que habitualmente acababan con violentas cargas policiales y enfrentamientos callejeros sagrientos.

(Por esas fechas, dos niñas fueron asesinadas por los segregacionistas del Ku Kux Klan, en el interior de una iglesia de Birmingham (al norte de Montgomery), a la que pegaron fuego con los fieles dentro.)

El día de 1957 en que mi esposa debutó en una obra de teatro infantil, en el salón de actos de su Escuela, fue muy especial para sus padres y sus hermanos pequeños. Quien lo probó, lo sabe. Cualquier padre que haya visto actuar a sus hijos en el Colegio lo habrá hecho con emoción contenida.

A mitad de la obra -que trataba, naturalmente, de la Guerra Civil nortamericana- los niños de Montgomery interpretaron en el escenario el asesinato del presidente Abraham Lincoln , que abolió la esclavitud en 1863.

Padres y niños del público estallaron entonces en un gran aplauso y vitorearon (no precisamente por sus dotes interpretativas) al actor que encarnaba al asesino de Lincoln.

Mi suegra saltó de su silla, subió al escenario, tomó a su hija de la mano y la sacó a rastras del coro y de aquel salón infecto, lleno de racistas. Lo explícó diciendo:

«Mis hijos no pueden participar en actos tan vergonzosos»

A partir de ese momento, Geraldine pasó a formar parte de la lista -entonces muy pequeña en Alabama– de los «nigger lovers» («amantes de los negros«), tan despreciados y vejados por los racistas del Sur.

Naturalmente, el día en que los sureños celebraban anualmente el nacimiento de la Confederación y el comienzo de la Guerra Civil (que perdieron), la familia Westley no tenía nada que celebrar en su casa acosada de Montgomery. Ana y Grieg Westley eran niños y vivieron ilusionados los preparativos del Centenario de la Guerra Civil que estalló en 1861. Las niñas debían ir vestidas como princesitas de Versalles («las bellas del Sur») y los niños, naturalmente, con traje militar color gris de soldado confederado.

Mis suegros (ambos de Dakota del Norte) se negaron a confeccionar aquellos trajes y a que sus hijos celebraran la secesión del Sur cuya Confederación defendía la legalidad de la esclavitud de los negros. De hecho, los Westley vivieron en Alabama como si los del Norte hubieran sido los perdedores de aquella Guerra Civil que habían perdido los del Sur. La victoria del Norte permitió la derogación de la esclavitud en los Estados Unidos. Por eso, el abuelo de Michelle Obama, la primera dama electa de los Estados Unidos, pudo crecer como un hombre libre hijo de esclavos.

Mi suegro Alph (en la foto, con traje militar) no le iba a la zaga a su esposa en la lucha contra el racismo. Ana recuerda el día de 1957 en que su padre había invitado a cenar en casa al oficial negro amigo suyo. Mientras tomaban el aperitivo, los vecinos del barrio comenzaron a apedrear la casa y a romper los cristales. Los niños, asustados, tuvieron que esconderse lejos de las ventanas.

A partir de entonces, la vida de la familia Westley -los «nigger lovers«- fue un infierno en Montogomery, Alabama, hasta que mi suegro fue destinado a Boston, una ciudad maravillosa del Norte, donde no te apedreaban por ser «amante de los negros».

Cuando me tocó cubrir en Atlanta (Georgia), en 1988, la Convención del Partido Demócrata que eligió candidato presidencial al gobernador Dukakis, hijo de emigrantes griegos, me acerqué con mi gran amiga (compañera de pupitre en Harvard) Katherine Jonhson al monumento donde reposan los restos de Martin Luther King.

Emocionado y silencioso ante su tumba, recordé a la valerosa familia Westley en su paso por Alabama donde coincidieron con el líder pacifista de los Derechos Civiles asesinado a tiros, como el presidente Lincoln, por racistas del Sur.

¡Que te mejores de la cadera, mi querida y admirada suegra!

¡Qué pena de profesión periodística!

¿Es información u opinión lo que puede leeerse en este párrafo de la portada de El Mundo sobre Zapatero y el G-20?