Se nos ve el plumero Se nos ve el plumero

"La libertad produce monstruos, pero la falta de libertad produce infinitamente más monstruos"

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Jaime Salinas, «exiliado de sí mismo»

«Esto es de uno», escribió a su familia el hijo menor del poeta Pedro Salinas al llegar al Madrid de los años 50, procedente del exilio.

Jaime Salinas, cuando era Director General del LIbro en los años 80.

En la Residencia de Estudiantes, su sobrino, Carlos Marichal Salinas, leyó anoche, con emoción contenida, varias cartas inéditas que su recién fallecido tio Jaime dirigió a su hermana mayor, Solita Salinas, y a su cuñado, Juan Marichal, al regresar a España en plena Dictadura franquista.

Su prosa espistolar, cargada de nostalgia por la infancia y la adolescencia perdidas en el ex¡lio, muestra las cicatrices descarnadas de un español retornado, de un transterrado, de un expatriado, que fue arrancado de su patria infantil por la Guerra Civil.

Cuando el hombre cosmopolita, trilingüe, habla de los españoles del interior, («no tengo lengua ni patria ni vida interior») escribe a su familia que «nos necesitan y los necesitamos».

El gran salón de la Residencia estaba repleto de amigos, colegas y admiradores de Jaime Salinas, reunidos allí para rendir homenaje a su memoria. Jaime murió el pasado mes de enero, al los 86 años, en Islandia, donde vivía con su compañero el historiador, traductor de El Quijote y escritor Gudbergur Bergsson. Su entierro se realizó, en Islandia, al son de «La muerte de Isolda» de Wagner».

Jaime Salinas

Teresa Guillén, hija del poeta Jorge Guillén y amiga de la infancia de Jaime Salinas, le dedicó un sentido recuerdo que emocionó a la audiencia: «A Jaime le gustaba presumir de que leía poco y de que era poco estudioso. Ninguneaba su propio talento y su gran capacidad de trabajo.  Quería ser actor y en España le descubrieron su gran talento como gestor». Jaime Salinas dejó su enorme huella de editor de libros en Alianza Editorial, Seix Barral, Alfaguara, etc.

Vicente Molina Foix celebró las «coqueterías salinescas»: «¿Leía poco?. Pero si su patria era el libro…» Molina Foix desveló una anécdota que nos muestra un Salinas de otro mundo. Javier Marías, Rosa Pereda y él mismo, reunidos en Bocaccio, corrieron el falso rumor de que Jaime Salinas, recién nombrado director general del Libro por el ministro Javier Solana (sentado anoche en primera fila), había decidido nombrar a Félix de Azúa como director de la Editora Nacional. El rumor llegó a publicarse como algo verosímil. En cuanto Jaime leyó la falsa noticia en  la prensa exclamó: «¡Pero como voy a nombrar a Félix de Azúa si es mi amigo!».

El homenaje a Jaime Salinas concluyó anoche con la presentación de imágenes de su vida a los acordes de «El lamento de Dido» de Henry Purcell. Su compañero Bergsson hizo un relato cálido de su vida y de su obra: «Le faltaba el espacio que va de la niñez a la adolescencia; en España oía chistes que no entendía… y comenzó actuar… a actuar todo el tiempo. Se veía poca cosa de él, como a un iceberg, ya que lo escondido era mucho más». Bergsson nos conmovió a todos con los detalles de la muerte de Jaime con quien había compartido 55 años: «¡Levántame!, me dijo Jaime, ya muy enfermo. «Levántame».

«Asi lo hice. Le levanté y, en ese momento, murió en mis brazos».

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Esta es la crónica del acto que publica hoy El Pais:

Instantáneas de Jaime Salinas

La Residencia de Estudiantes rinde homenaje al editor fallecido

ELSA FERNÁNDEZ-SANTOS – Madrid – 29/03/2011

En uno de los 254 libros dedicados a Jaime Salinas que están en los fondos de la Residencia de Estudiantes, Juan García Hortelano escribe: «A Salinas, ese lujo inmerecido de la edición española; a tito Jaime, ese lujo imprescindible de nuestras vidas». La cita cierra la presentación del pequeño libro que la Residencia de Estudiantes ha editado para homenajear al que fuera hijo menor de Pedro Salinas y editor clave en los años de la Transición en Alianza Editorial, Seix Barral y Alfaguara.

Con la bufanda cruzada al cuello y una de esas medias sonrisas que solían clavar los galanes de las viejas comedias románticas, Jaime Salinas saludaba desde la portada del pequeño libro, sembrado de fotografías y recuerdos y que, sin mayor pretensión y bajo el título En recuerdo de Jaime Salinas, logró convocar en la misma mesa a amigos, colegas y compañeros de una vida que culminó el pasado enero, cuando el editor moría en su casa de Islandia.

Las instantáneas pasaron de página en página y fueron ayer evocadas por los asistentes a un acto, en el que su sobrino Carlos Marichal leyó emocionantes cartas privadas, y en el que participaron, entre otros, su compañero, el escritor y traductor Gudbergur Bergsson, o amigos de épocas y generaciones distintas como Enric Bou, Teresa Guillén, Miguel Aguilar, Luis Revenga, Vicente Molina Foix, Juan Cruz o Alicia Gómez-Navarro, directora de la Residencia, cuyos archivos -junto al libro de memorias de Salinas, Travesías– han servido para el esbozo de una vida que ayer fue celebrada.

Se habló de su ironía, de su manera de darse poca importancia («Pese a ser íntimo amigo y compañero de juergas de leyendas de la edición como Ledig Rowohlt y Giulio Enaudi», recordó su joven amigo Miguel Aguilar); a la vez de su enorme compromiso editorial («Fue un ejemplo de hacer cultura editando libros, un caballero editorial en el que había un pensamiento y una poética», dijo Juan Cruz); se habló de su identidad («Ni cosmopolita, ni apátrida, me gusta la palabra expatriado, algo que le daba la posibilidad de sentirse cómodo en diferentes lugares», continuó Molina Foix) y se habló de los recuerdos de infancia y adolescencia de un hombre que, como resumió con gracia Teresa Guillén, le gustaba «ningunear» su propio talento y su capacidad de trabajo: «En el año 33 él tenía 10 años y yo 7. Pasamos ese curso en Madrid y todos los fines de semanas íbamos al cine con unos amigos que estaban aún más mimados que nosotros. Todavía hoy recuerdo como agarraba del brazo a Jaime para que no se cayera por el balcón del cine con los ataques de risa que le daban viendo a Harold Lloyd. Luego, en la adolescencia, estuvo un poco perdido. Flirteaba con la idea de ser actor, pero un viaje a España le cambió para siempre cuando descubrió su talento para ser gestor».

«¿Es el dedo con el que nombró a Rajoy?»

Alguien podrá pensar -y no le faltará razón- que el ex presidente Aznar no me cae bien. Sin embargo, hace años que dejé de afilar un hacha personal contra él. Tenía mis legítimas razones: por venganza. Afortunadamente, hace tiempo que le perdoné. La venganza sólo hiere a quien la desea. Y aquel miserable -creía yo- no merecía tanta atención.

Al terminar la entrevista preelectoral que le hice a Aznar en TVE, un par de días antes de su primera victoria, salí del estudio de Prado de Rey con cierto desasosiego. No sabía muy bien por qué. No era por razones ideológicas ni políticas, pues media España estaba ya harta de los escándalos de corrupción de los últimos años de Felipe González.

La alternancia en el Poder me parecía saludable. En 1996, no voté a Felipe González pese a que le profeso admiración y afecto. Desde luego, en aquel momento, Felipe merecía perder el Poder. Sin embargo, tuve, de pronto, la impresión de que su competidor, José María Aznar no merecía sucederle en el cargo. Mi desconfianza hacia aquel candidato presidencial carecía de base política: era puramente personal, física.

No me gustó su forma de mirarme ni de sonreirme. No me fiaba un pelo de ese hombre. Me recordó al ex presidente Richard Nixon: sencillamente no le compraría un coche usado a José María Aznar.

Las cámaras de televisión (especialmente en directo, sin montaje) no engañan: emiten lo que reciben. Y el lenguaje corporal es el 80% del mensaje. Las palabras apenas alcanzan al 20%. (Pueden comprobarlo si repasan la entrevista que le hice a José María Aznar en 1996 en la web www.rtve.es).

Por eso mismo, la imagen de Aznar con el dedo corazón estirado, buscando el culo de los airados estudiantes, nos dice más sobre personaje que todos sus discursos. ¿Quién recuerda ya lo que dijo en la Universidad de Oviedo?.

Ese dedo le perseguirá ya toda su vida, junto a su foto con el ominoso George W. Bush en las Azores, antes de lanzar la invasión y la matanza ilegal contra Irak.

Ya no podrá engañarnos más haciéndose pasar por un líder de la derecha civilizada. Derecha sí, pero no civilizada. La derecha civilizada española siempre presumió de buenas maneras, de cierta urbanidad. ¡Si Cánovas, Maura o Dato levantaran la cabeza!

La derecha actual, en cambio, saca lo más guarro de sus entrañas para responder a los insultos universitarios. Llaman «criminal de guerra» a Aznar, uno de los invasores de Irak, y el invasor les manda, gestualmente, a tomar por culo. ¿Dónde se ha visto tal cosa?

La derecha actual llama «hijos de puta» a sus colegas de partido. Así lo hizo la lideresa Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid y aspirante a sustituir con su dedo al dedo de Aznar.

¿Adonde vamos a ir a parar?.

¿Hay alguien en la derecha educada capaz de reeducar a Aznar y a Esperanza Aguirre? Después de ocho años en el Poder, sería saludable para la democracia que se produjera la alternancia entre la derecha y la izquierda. Pero, por el camino que llevamos, Zapatero podría jubilarse en La Moncloa. Los votos no los dirige el estomago ni la cartera, la crisis económica ni la expansión. Estoy convencido -por experiencia- de que no votamos con el cerebro. Lo hacemos -mal que le pese a algunos- con el corazón. La política -dicen los estudiosos del cerebro- ocupa el mismo lugar que la religión o el deporte: está en el rincón privilegiado de las emociones, no del razonamiento. Votamos -y me alegro- con el corazón. Con el corazón, sí. Pero no, precisamente, con el dedo corazón, señor Aznar. Ese puede usted destinarlo a menesteres más nobles que el culo de sus detractores.

El titular de este post no es mío: lo escuché a no se quién en la radio y lo adopté para archivar con él la foto del dedo ya indestructible de Aznar en este blog que tengo tan abandonado.

Como con las portadas de El Jueves, también yo tenía otro titular con el que archivar la foto, pero me pareció de mal gusto, impropio para lectores de la derecha civilizada.

Era éste:

¿A qué huele el dedo de Aznar?

Menos mal que, por urbanidad, lo quité.

El dedo

Juan Cruz en El Pais (20 2 10)

Aznar es muy inteligente. Ha levantado el dedo corazón de la mano izquierda y todo el mundo se ha puesto a mirar hacia ese dedo. Cuando en realidad tendríamos que estar mirando lo que dijo.

Pepa Bueno (TVE-1) lo subrayó enseguida: lo que había sucedido no era tan sólo que unos estudiantes maleducados impidieran hablar al presidente, ni que éste levantara el dedo corazón de su mano izquierda. Lo interesante es lo que dijo, mientras pudo hablar, en medio de su melodrama patrio. A Zapatero lo llamó pirómano. Y dijo que hacían falta muchas brigadas de bomberos para recoger los escombros de este país fundido. Dijo «fundido». Y dijo que Zapatero lo había hecho escombros. Tiene derecho el español sentado a preguntarse qué ha tenido que ocurrir en esa cabeza para que anide en ella ese odio que parece una lengua de fuego. El dedo sirve para enmascarar el odio, porque ahora hablamos del dedo y no del odio.

Wyoming (La Sexta) se lo tomó a broma, que es su función en El intermedio. Quizá los bomberos que busca Aznar están, dijo el excelente humorista, posando desnudos para los calendarios. Fernando Garea ha recogido en su blog de ELPAÍS.com una frase de Carlos Fuentes (de su novela La voluntad y la fortuna) que explica muy bien el ceño fruncido del Aznar tronante. Dice Fuentes, acerca de uno de sus personajes: «Sólo será visto como un buen presidente si sabe ser un buen ex presidente».

Fernando Vallespín (Hoy, CNN +, con Gabilondo) fue por el mismo lado en su ponderado silencio sobre el exabrupto: «Un gobernante ha de mantener unos mínimos». Esos mínimos pueden haber sido destruidos por el famoso dedo. Pero lo cierto es que si uno atiende al discurso con el que el ex presidente chorreó a Zapatero, Aznar ha decidido dejarse los mínimos en casa. Dijo Esteban González Pons, el portavoz del PP, que en lugar de insultarle tendrían los estudiantes que admirarle, porque él nos solucionó el pasado y podría solucionarnos el presente. Quería Pons que no miráramos al dedo. Pero el dedo está enhiesto; ya no lo podrá borrar nadie. Es una firma que borra más que un incendio.

FIN

Solita Salinas ha muerto. Era tan dulce y firme…

Al regresar del País Vasco, he encontrado un mensaje escueto de Carlos Marichal en el que me informa de que su madre, Solita Salinas, había muerto el viernes, a consecuencia de un infarto.

Al final, le falló el corazón de tanto usarlo.

El mismo viernes (¿será telepatía?), hablando de los preparativos para cocinar el pavo de Thanksgiving (el último jueves de noviembre), recordábamos en casa los versos que Solita componía y nos leía cada año, en torno al pavo del Día de Acción de Gracias o en nuestros cumpleaños (ambos lo celebramos en enero). Eran versos deliciosos, tiernos y simpáticos, en el filo dificilísimo que divide lo sublime de lo chistoso, que ella titulaba “Aleluyas”.

Hoy busco por toda mi casa esos folios manuscritos, que guardaba como oro en paño, con ánimo de releerlos en la hora de su muerte, y no los encuentro. Voy deambulando por los archivos familiares, sin hacer nada de provecho, pasando un día muy triste, aunque lleno de bellos recuerdos.

Y no paro de darle vueltas a la memoria, para regodearme con los momentos más alegres que hemos pasado con Solita Salinas y con Juan Marichal en Estados Unidos y en España: mis paellas, que ella alababa con desmesurada generosidad (quien las probó lo sabe), las comidas, cenas y tertulias en nuestra casa, en la de ellos o de otros amigos, los paseos por el campus de Harvard, por las playas Plumb Island (Newburryport, Mass), por los encinares de Villanueva de la Cañada hasta el Castillo de Villafranca, los comentarios sobre nuestras lecturas o sobre cómo arreglar España

Siempre estaba España en sus pensamientos y en sus sentimientos, como si tuviera prisa por recuperar los años perdidos en el exilio. El penúltimo libro que nos regaló trataba precisamente de “España en la poesía hispanoamericana”. Nos lo dedicó, con su modestia habitual, como si fuera un libro “de juguete”.

Ya se que nadie inmortal y que Solita, nuestra Solita, tenía ya 87 años (había nacido el mismo año que mi madre), estaba muy delicada de salud, amó y fue amada, pudo elegir -aunque no siempre- la vida que quiso y, en cualquier momento, podía producirse su muerte. Sin embargo, cuando ocurre lo inevitable, cuando se confirma en un ser querido la única y tremenda certeza que todos tenemos en esta vida, reaccionamos con sorpresa, incredulidad, mucha pena y hasta con rabia. Como si la muerte no fuera con Solita. Como si la muerte fuera incompatible con su dulzura y su generosidad. Gustavo Adolfo Bécquer debió pensar en ella cuando escribió el verso “poesía eres tú”.

Su padre, Pedro Salinas, un poeta inmenso del 27, nos legó una potentísima batería de versos amorosos (sobretodo “La voz a ti debida” y “Razón de amor”). Solita heredó la sensibilidad poética de su padre. Escribía maravillosos poemas para los amigos, pero no necesitaba escribir ni publicar (aunque tiene obras magnificas, que ella llamaba “obritas”) para transmitir y contagiar amor: ella misma era un amor como persona.

Cuando era una niña, y antes de que yo naciera, lo descubrieron genios como Juan Ramón Jiménez (que le dedicaba poemas a Solita) o Federico García Lorca (que se zampaba lo que encontraba en su fresquera) o Rafael Alberti (de quien ha sido grandísima especialista) y tantos otros poetas de la generación del 27 que frecuentaban su casa antes del Golpe de Estado del general Franco y de la Guerra Civil que la arrojó al exilio.

Regresó a España con la democracia y nos trajo toneladas de aire fresco y de orgullo por la recuperación de los ideales republicanos de libertad y solidaridad.

(En esta foto antigua, tomada en el comedor de mi casa, Solita da cuenta del pavo de Thanksgiving, entre Al Goodman, de CNN, y mi chica, Ana Westley, entonces del New York Times. Juan Marichal está frente a Solita , sentado a la derecha de Baltasar Garzón, y su cabeza sobresale por encima de la de David White, entonces corresponsal del Financial Times).

Hace cuatro años, dejó “El Mirador de Solita” (como ella llamaba a su terraza florida de la Calle Caracas, de Madrid) y se marchó a México con su marido, Juan Marichal (mi maestro en la Universidad de Harvard), para estar cerca de su hijo Carlos (prestigioso profesor de Historia Económica) y de sus dos nietas, Ana Esperanza y Andrea.

Desde entonces, los mensajes navideños de su hijo Carlos, con las fotos de familia, eran muy bienvenidos. Por teléfono, notábamos su pérdida paulatina de energía, a causa de la edad, pero también percibíamos su alegría innata, su ternura y su afecto. Eso nos confortaba. Este último mensaje de Carlos, huérfano, ha sido escueto y contundente. Lo siento mucho, Carlos. Lo siento muchísimo, Juan, ya viudo.

Ahora, ya veis, no se qué decir y, sin embargo, percibo que si no digo algo sobre la vida y la obra de Solita, habiendo tenido el privilegio de conocerla y quererla, habré cometido una injusticia. No se puede morir sin más ni más. Muchos jóvenes no saben nada sobre ella y es una pena porque Solita representa una parte importante de lo mejor de España, de la España errante del exilio, de la España en libertad que nos robaron los generales golpistas del 36.

La crema de la inteligencia, de la ciencia y del arte español del primer tercio del siglo XX salió de nuestro suelo, expulsada por la Dictadura, y, junto con la familia Salinas, fue nutriendo la cultura y el progreso de los países de acogida.

Los troncos robustos de científicos, técnicos, escritores, profesores, artistas, soñadores, etc., de la España de la II República fueron cortados en seco, a ras de suelo, casi por la raíz, como se hace con los olivos centenarios.

Han pasado 70 años desde la barbarie militar de 1936, que provocó el exilio de nuestras mejores lumbreras, detuvo el progreso durante casi dos décadas y alargó la noche interior con una ominosa y humillante Dictadura. Aquellos troncos, cortados violentamente hace 70 años, apenas lucen hoy unos brotes tiernos, como la ramita que, con la primavera, le salió al olmo seco de Antonio Machado.

Se fueron los mejores y nos quedamos sin el poso fértil de los auténticos maestros. Nos quedamos huérfanos de modelos, sin referencias éticas ni históricas. Por eso, cuando conocí a Solita y a Juan en su exilio de la Universidad de Harvard (Cambridge, Mass), y a su entorno de amigos y colegas, recibí un impacto muy singular, equivalente a la recuperación de décadas de privación de mi propia historia e identidad.

Recuperé entonces a algunos maestros que nunca pude tener en la España franquista. Y fue algo glorioso. Dejé de avergonzarme de ser español. Y ese sentimiento de orgullo por la vida y la obra de otros compatriotas del exilio, se lo debo, en gran parte, a Solita, dulce y auténtica patriota republicana.

Era profesora de Literatura pero también fue mi compañera de pupitre, durante un semestre, en un curso magistral que nos dio Vicente Llorens (secretario que fue del presidente Negrín y autor de grandes obras sobre liberales y romanticos). Otro exiliado de lujo, acogido por la Universidad de Princeton, de cuya sabiduría disfrutamos antes de su regreso a su Valencia natal ya en democracia.

He visto que Juan Cruz, que conocía muy bien a Solita, le dedica un bonito obituario en El País de hoy (que agradezco, copio y pego inmediatamente en el blog). Lo titula, con mucho acierto:

Solita Salinas de Marichal

Una hija del 27

Y lleva una foto de Luis Magan que ha captado un gesto (sonrisa contenida) muy característico de Solita. Yo tengo en casa fotos de ella muerta de risa. En confianza, se reía mucho y era muy graciosa contando anécdotas de su vida tan rica, tan amorosa y -¡cómo no!- también tan dolorosa.

Juan Cruz cuenta la mayor catástrofe que marcó la vida de Solita: sobrevivió a su hijo Miguel, quien ahora tendría mi edad. Jamás pudo ni quiso perder la marca doliente de esa tragedia. Sonreía, pero a menudo lo hacía con un cierto velo de melancolía, como si quisiera compartir la sonrisa con su hijo ausente.

Solita –como dice Juan Cruz– era “hija del 27”, pero también fue nieta del 98 (Unamuno, Machado, Giner…) y madre de la generación democrática del 78, que auspició su regreso a España.

Siempre animosa, dispuesta a dar algo más de sí misma, Solita Salinas tiraba de Juan Marichal o le empujaba para iniciar mil proyectos, ya fueran artículos, conferencias, libros, clases o paseos por El Escorial o el Parque de Rosales.

Ya se que Juan Marichal es mucho Juan. Desde luego, es un gran maestro, en el sentido más profundo y edificante de la palabra. Todos los días que asistí a sus clases de Literatura en Harvard, en 1976-77, (dos veces por semana a primera hora de la mañana), el profesor Marichal era despedido del aula con un fuerte aplauso de los alumnos. Muy pocos catedráticos han alcanzado ese grado de admiración y gratitud de sus alumnos. Juan Marichal era celebrado y envidiado por todos sus colegas. Y ahí están sus obras y sus discípulos.

Con todo su mérito personal, Juan Marichal, ahora viudo, le debe mucho a la energía, a la creatividad, a la originalidad, a la alegría inagotable y al amor de su esposa Solita. Y él lo sabe muy bien. Su vida y su obra (ambas inmensas) se asientan sobre los cimientos firmes y sólidos de Solita.

(En esta foto de hace mas de 20 años en el comedor de mi casa, está Solita junto a mi suegra, Geraldine Westley, y frente a Juan Marichal. Detrás de Solita están Lorenzo Ruiz, José Luis Martínez, Joaquín Estefanía, Emilio Ontiveros, con Sofía Santillana, y Ana Westley. En las rodillas de Juan está sentada Eva Martínez Orbegozoy, a continuación, están Ana Kuntz, Ana Cañil, con su ahijado David en brazos, Marijé Orbegozo y Ana Santillana. Yo estoy de pie con mi hija Andrea en brazos).

Para concluir estos recuerdos emocionados, me cuesta definir y despedir, con justicia, a Solita en la hora de su muerte. Y no quiero repetir lo que muy correctamente ya ha publicado Juan Cruz sobre ella.

Quiero decir que Solita era algo más: un modelo de comportamiento ético y estético. Todo el mundo está de acuerdo en que Solita era frágil y tierna, como si un soplo de aire pudiera quebrarla en mil pedazos. Caminaba despacio, con pasos cortos, y gesticulada con suavidad y elegancia. Hablaba con precisión la lengua castellana, como si la saboreara en cada punto y aparte. Citaba, sin presumir, nombres grandiosos que conoció en España y en el exilio. Y contaba sus anécdotas llamándoles, como si nada, por el nombre de pila:

“Un día vino Federico a casa y me dijo: oye Solita… “.

«Otro día, Juan Ramón vino a leerme un poema que había compuesto para mi…”

Pero esa Solita frágil, dulce, tierna y “blanda con las espigas”, que parecía –como Platero– hecha de algodón, encerraba una potentísima fuerza interior.

Era firme y fuerte como un roble –“dura con las espuelas”- en todo lo que concernía a sus principios. Era apóstol fiel de la ética laica republicana: honrada a carta cabal, respetuosa con las leyes (que en España, a veces, le parecían meras orientaciones) y enemiga acérrima de la chapuza nacional, del nepotismo y de los enchufes para privilegiados que quebraban la igualdad de oportunidades.

Tras su aparente fragilidad física, Solita poseía una fortaleza intelectual y moral digna de encomio. Se revolvía, con santa ira, contra las injusticias y contra la ignorancia. En lo que chocaba con sus principios, era dura e inflexible. Mano de hiero en guante de seda.

Para mi ha sido y seguirá siendo un gran ejemplo, un digno modelo a imitar.

¡Qué pena y qué lástima no haberla tenido en España, por culpa de la despreciable Dictadura franquista, durante toda su larga y fructífera vida!

Fui muy afortunado al conocerla y nunca olvidaré su generosa acogida en Cambridge. Salí de España sin mirar hacia atrás, huyendo del terror que me había producido un reciente secuestro con torturas y fusilamiento simulado, tras la muerte de Franco, y llegué a casa de Solita con las cicatrices producidas por los fanáticos franquistas aún frescas.

Ella fue un bálsamo para reconciliarme con España y, conociéndola, para reconciliarme también con el género humano.

Gracias, Solita.

Descansa en paz.