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Vuelo de infarto: Un diez para Aerolíneas Argentinas

Anoche regresé a Madrid, procedente de Buenos Aires en un enorme Boeing 747 de Aerolíneas Argentinas con 460 personas a bordo.

Varias horas después del despegue, sobrevolando el Atlántico Sur, obersevé, no sin inquietud, que la inmensa aeronave perdía algo: una nube blanca, reluciente en la oscuridad, caía hacia el océano. No sabía muy bien si era humo, nieve o combustible.

Enfrascado en la lectura de un novelón emocionante de Almudena Grandes (El corazón helado, que les recomiendo) no me había enterado de nada. La megafonía no era muy buena y no me había puesto los auriculares para escuchar música o videos. Vi moverse gente nerviosa a mi alrededor. Sin embargo, los tripulantes se comportaban con total tranquilidad, sin escatimar sonrisas a los pasajeros. Traté de llamar su atención, sin éxito, moviendo mis brazos.

Entonces, pregunté al vecino de asiento, al que señalé por la ventanilla el rastro de lo que caía hacia el mar y le dije que me había parecido notar algo raro, quizás un cambio de rumbo.

En portugués, pronunciado lentamente y con claridad, entendí lo que me dijo el pasajero amable que venía de Puerto Alegre (¡qué nombre tan bonito -pensé- para una ciudad!):

-«No se preocupe»- me dijo. «Lo ha explicado el comandante. No es humo sino combustible. Lo estamos tirando al mar para poder hacer un aterrizaje de emergencia en Río de Janeiro. Un pasajero, unas filas detrás de nosotros, ha sufrido un infarto. Los pasajeros médicos que han acudido a atenderle han dicho que si no le llevan pronto a un hospital puede llegar muerto a Madrid».

Me levanté y, efectivamente, observé un cierto barullo de gente en medio del pasillo. Me puse los auriculares. A los pocos minutos, el comandante confirmó de nuevo que el pasajero enfermo estaba siendo atendido por cuatro médicos que formaban parte del pasaje y que la aeronave estaba regresando al continente americano para aterrizar en Río de Janeiro, el aeropuerto más próximo. Volví a mirar por la ventanilla. El combustible arrojado al mar, iluminado intermitentemente por las luces del avión, me pareció más nieve que humo.

Cuando el avión quedó sin apenas combustible, aterrizamos en Río. En cuanto se abrió la puerta, entraron varios paramédicos con material sanitario y, a toda prisa, sacaron al paciente del avión. Pasó por mi lado. Era un hombre con pelo canoso, de unos cincuenta y tantos años, con mala cara. Estaba salvando su vida, camino de la ambulancia. Le seguía una mujer, muy nerviosa, cargada de bolsas.

El Boeing 747 volvió a cargar sus depósitos con 100 toneladas de combustible y, una hora más tarde, ahora con sólo 458 personas a bordo, despegó de Río con destino a Madrid, donde felizmente aterrizamos sin problemas.

Es costumbre aplaudir al piloto cuando hace bien el aterrizaje de un vuelo transoceánico. Anoche, el piloto de Aerolíneas Argentinas , cuyo nombre lamento no recordar, recibió seguramente el aplauso más grande de su vida, un aplauso doble: por aterrizar bien y por haber decidido salvar la vida de un pasajero por encima de las pérdidas económicas que el cambio de rumbo y la pérdida del combustible pudieran suponer para su compañía. Llegamos a nuestro destino con cinco horas de retraso. Nadie protestó. Entre el pasaje del Boeing se podía percibir la satisfacción solidaria de haber compartido con el comandante de la aeronave una obra bien hecha.

Enhorabuena, comandante. Y un diez para Aerolíneas Argentinas.

Hoy estoy de nuevo en Barajas y me voy a embarcar en un avión mucho más pequeño (de Iberia) con rumbo a Asturias donde esta madrugada va a nacer una estrella: la edición impresa número 15 de 20 minutos: «20 minutos Asturias«.

Era nuestra asignatura pendiente desde hace mucho tiempo. Mañana estará por primera vez con sus lectores asturianos. Y esta noche correrá la sidra por Oviedo, Gijón,… Y mañana, las fabes. Faltaría más.