Se nos ve el plumero Se nos ve el plumero

"La libertad produce monstruos, pero la falta de libertad produce infinitamente más monstruos"

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El País y El Mundo, unidos por el toro

Alejado de la blogosfera por reuniones internacionales del Grupo Schibsted (cerca del Polo Norte, donde he sobrevivido a una escalada de locos en el fiordo de Geiranger) y por reorganizaciones internas de «20 minutos España«, aterrizo de nuevo en mi blog, diculpándome por tan larga ausencia.

Al cabo de casi un mes de «novillos» (pellas, campana, pirola o rabona, según la región donde me lean), ayer descargué las portadas de los dos principales diarios de pago y me encontré con que, verdaderamente, «España no hay más que una».

«Si hubiera dos -como dice el chiste- estaríamos en la otra».

Lo primero que me llamó ayer la atención fue la llamativa coincidencia de El País y El Mundo al ilustrar sus sendas portadas con una enorme foto torera ( a cuatro columnas) del apoteósico triunfo de José Tomás en Las Ventas.

¿Qué pensarán mis noruegos -los dueños de 20 minutos- de estas portadas?

Menos mal que muchos no hablan castellano y no podrán entender lo que ambos diarios dicen en letra impresa de «San José Tomás«, canonizado por Lucía Méndez en su columna de El Mundo de hoy (de la que corto y pego un trozo aquí al lado). Incluso el New York Times llena de elogios a José Tomas.La verdad es que, aún hoy, no se habla de otra cosa. Bueno, a excepción de la gran victoria de Vivi y Anabel ayer en la final de dobles del Roland Garros, o de la final individual de mañana entre Nadal y Federer, o de la eurocopa de pasado mañana…

En nuestro diario, ya se sabe, no se habla de toros. Por decisión polémica y, quizás, sabia de nuestro director editorial, Arsenio Escolar, y a petición de miles de lectores, hace años que se desterraron las crónicas taurinas de las páginas de 20 minutos.

La mitad de mi familia (sobretodo la parte bostoniana) aplaudió la medida con entusiasmo. La otra mitad sigue callada, porque en mi casa hace muchos años que tenemos prohibido, por consenso prematrimonial, hablar de toros (a favor, se entiende) delante de los hijos.

Al revés que en 20 minutos (con 2,7 millones de lectores diarios, el diario más leído de la Historia de España, sobretodo por jóvenes de ambos sexos), los diarios de pago (leídos mayoritariamente, según EGM, por hombres y de edad madura) siguen alardeando sin pudor en sus portadas de las esencias patrias taurinas.

Cuando empecé a escribir este blog (en septiembre cumpliré tres años de abuelo cebolleta de la blogosfera), Arsenio me dijo que podía escribir como si fuera libre. Por eso, me atrevo hoy a confesar que lamento mucho no haber podido estar la otra tarde en Las Ventas para gozar y sufrir (con el corazón y el cerebros partidos) las dos faenas orgásmicas de José Tomás, que le valieron las cuatro orejas.

(Aunque mi mujer no lo sabe, yo vi torear a José Tomás en la Plaza Toros de Almería en una gran tarde de Feria. Luego le dimos el «capote de oro» y otros trofeos merecidísimos en la Peña El Taranto.

Cuando me preguntan en el extranjero mi opinión sobre las corridas de toros, procuro cambiar de tema (sobretodo si hablo con clientes potenciales) y tirar balones fuera. Hace mucho que no voy a los toros, pero cuando he ido he seguido la corrida con más corazón que cerebro. Mi razón lo rechaza como algo bárbaro y cruel, pero mi corazón ama el espectáculo emocionante entre el hombre y la bestia, entre la vida y la muerte.

No se cómo explicarlo, pero el toreo tiene una estética tan sublime como temeraria. Puede ser, una vez más, «la razón de la sinrazón» cervantina, tan española. O, simplemente, puede ser fruto de nuestra educación/tradición esa exótica facilidad que tenemos la mitad de los españoles para encontrar gotas de belleza entre chorros de sangre. No se.

Yo nací y crecí en Almería, entre el Quemadero y la Plaza Toros y, en las tardes de toros, oía los olés y los pasodobles desde mi cuarto. Mi vecina de enfrente, en la Calle Juan del Olmo, era la esposa de «El Ciervanas«, banderillero de la cuadrilla de Manolete, cuyas hazañas toreras oía yo con la boca abierta, desde muy pequeño, tomando el fresquito a la puerta de su casa o de la mía. En esas tertulias callejeras, sobre sillas costureras, la mujer de «El Ciervanas» me cosió un traje de luces que pude lucir antes de vestir pantalón largo. Naturalmente, más de una vez me pisoteó una vaquilla.

Otro vecino mío era practicante y me colaba gratis en la Plaza Toros por la puerta de la enfermería. De modo que, cada vez que veo a un maestro dando capotazos para sentar cátedra, se me remueven las tripas y los recuerdos infantiles. Sólo un siquiatra, especialista en contradiciones, podría descifrar lo que, de verdad, siento y/o pienso sobre la Fiesta (¿Nacional o del Estado Español?) de los toros.

La prensa de ayer me ha recordado aquella otra famosa (y triste) tarde del 1898, cuando España perdió sus últimas colonias ultramarinas en la Guerra hispano-norteamericana.

El Congreso de los Diputados tenía casi todos sus escaños vacíos, la España oficial de Silvela estaba «sin pulso». Los diputados liberales y conservadores del declive español estaban, esa tarde, en la Plaza de Toros, llena hasta la bandera.

Perdimos toda la Armada, con Cuba y Filipinas, pero la España real (también, entonces, de charanga y pandereta) se lo pasó bomba con el triunfo de un matador de renombre. que cortó orejas en aquella tarde de toros.

El Congreso se quedó vacío, sencillamente, porque (quiero recordar) toreaba el gran Marcial Lalanda, el José Tomás de aquel final de siglo. Ahí es nada.

El Mundo y El País coinciden, como digo, en la foto torera de portada. pero, fuera de los toros, difieren en todo lo demás. Las dos Españas, unidas tan sólo por y para los toros. Ya es algo.

Lo que para El País es noticia de primera a cuatro columnas (la victoria de Obama) para El Mundo es apenas una «no noticia» y merece tan sólo un minúsculo sumario sin derecho siquiera a titular.

Todo lo contrario ocurre con el estravagante y escandaloso asunto de esa dudosa jueza que se salta la Constitución a la torera, para perseguir -no sabemos con qué intención- a la presidenta del Tribunal Constitucional.

Para El Mundo y para el PP (como se ve en páginas interiores), eso es cosa primera página y a cuatro columnas. Sin embargo, para El País, el archivo del caso apenas merece un titular a una una columna y un párrafo de texto.

Público no saca en primera ni toros ni Obama ni jueces del Constitucional. Se lanza a degüello contra las mentiras utilizadas por el Presidente Bush para invadir Irak , confirmadas por el informe final de Senado de Estados Unidos.

No puedo evitar copiar y pegar aquí (pues es fin de semana y hay tiempo libre para leer) el artículo de Javier Pérez Royo . Siempre vigilante de las garantías constitucionales, el catedrático Pérez Royo le atiza de lo lindo a esa extraña jueza -por lo que se ve, poco escrupulosa- que, sin antender a lo que manda la Ley, ha estado a punto de desequilibrar ante la opinión pública (ya que no ante el Supremo) al propio Tribunal Constitucional.

El título de su artículo es bastante explícito:

Una canallada

JAVIER PÉREZ ROYO en El País 07/06/2008

Cuando un juez ordena la interceptación de las comunicaciones de un determinado individuo, lo tiene que hacer indicando de manera precisa cuál es el delito para cuya investigación resulta indispensable la interceptación de dichas comunicaciones. Todas las comunicaciones interceptadas que no sean relevantes para la investigación del delito expresamente identificado en el auto del juez deben ser destruidas por orden del propio juez.

¿Por qué en lugar de ordenar la destrucción de la cinta fue elevada al Tribunal Supremo?

La exigencia de que el levantamiento del secreto de las comunicaciones sea dictada para la investigación de un delito concreto deriva de la propia naturaleza del conjunto de derechos fundamentales reconocidos en la Constitución en general y en el artículo 18 en particular. Puesto que una vez que se levanta el secreto de las comunicaciones con autorización judicial, la policía judicial primero y el juez inmediatamente después tienen acceso a todas las comunicaciones de la persona respecto de la cual se levanta el secreto, es indispensable que solamente puedan ser tomadas en consideración aquellas que son relevantes para la investigación del delito respecto del que existen indicios de criminalidad en la conducta de la persona investigada. El levantamiento del secreto de las comunicaciones no puede ser un instrumento para sacar a la luz nuevas actividades delictivas, sino para investigar una concreta actividad delictiva de la que existen sólidos indicios. La información obtenida mediante el levantamiento del secreto de las comunicaciones no relativa a esa actividad delictiva se ha obtenido porque no puede no obtenerse, porque el levantamiento del secreto no puede ser selectivo, pero no debería haberse obtenido y el juez debe tratarla como si no se hubiera obtenido, es decir, debe ordenar su inmediata destrucción. Si no se hace así, la garantía del secreto de las comunicaciones, que es simultáneamente un derecho autónomo y un derecho instrumental para la protección de todos los demás derechos fundamentales sin excepción, pierde todo su sentido. Un levantamiento generalizado del secreto de las comunicaciones respecto de cualquier individuo no puede tener cobertura constitucional nunca. En mi opinión, ni siquiera mediante una reforma de la Constitución se podría introducir tal medida, porque chocaría con todo lo que la Constitución significa como instrumento de protección de los derechos fundamentales.

Viene a cuento esta introducción de la remisión por la juez de Valdemoro al Tribunal Supremo de una conversación grabada por la Guardia Civil a la abogada María Dolores Martín Pozo con la presidenta del Tribunal Constitucional, María Emilia Casas. ¿Qué tiene que ver esa conversación con el delito que se está investigando y para cuya investigación se ordenó levantar el secreto de las comunicaciones? Esto es lo que la juez de Valdemoro tendría que haber justificado en su auto de remisión de la conversación al Tribunal Supremo, porque si no puede justificar eso, la cinta tendría que haber sido destruida de manera inmediata. ¿Por qué, en lugar de ordenar la destrucción de la cinta, fue elevada al Tribunal Supremo para que determinara si la presidenta del Tribunal Constitucional había cometido «el delito de actos prohibidos»? Ella sabrá por qué lo hizo, pero desde luego no lo hizo en el ejercicio de la función jurisdiccional.

Lo que se le ha hecho a la presidenta del Tribunal Constitucional es una canallada. La presidenta no debe dar explicaciones de ningún tipo sobre un acto que se ha conocido de manera inequívocamente anticonstitucional. La conversación no ha tenido lugar o, mejor dicho, ha tenido lugar, pero nadie debería haberse enterado nunca de que ha tenido lugar. Si hemos tenido conocimiento de ella ha sido porque una juez ha hecho un uso desviado de la función que tiene constitucionalmente encomendada. En consecuencia, entrar a debatir sobre si la conducta de la presidenta ha sido propia o impropia me parece fuera de lugar. Es sobre la conducta de la juez de Valdemoro sobre la que hay que reflexionar. ¿Cómo es posible que haya jueces que puedan cometer una barbaridad como la que esta señora ha cometido? ¿Es que no sabe que el juez es el «guardián natural» de los derechos de todos los ciudadanos, incluidos los de la presidenta del Tribunal Constitucional?

Por último, que sea Federico Trillo, después de lo que estamos sabiendo sobre su conducta en el accidente del Yak-42, el que afirme que la conducta de María Emilia Casas resulta reprobable desde un punto de vista político y estético, no deja de resultar sarcástico. Como reza el estribillo de una de las canciones más conocidas de La Lupe, «siempre el que menos tiene que decir, es el que más dice».

FIN