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La aventura de vender ropa usada

Si eres una apasionada de la moda estarás más que familiarizada con ese momento en el que tu armario amenaza, literalmente, con desplomarse sobre ti y por tanto morir sepultada bajo kilos de ropa hecha en Vietnam. Solo hay dos opciones una vez se llega a ese punto: o la das de manera gratuita a una asociación benéfica/contenedor de Humana/amiga buitre que se tira todo el año pidiéndote esa falda o la vendes.

Las apps nos facilitan este trámite. Ya no tienes que hacer un mercadillo en la puerta de tu edificio al estilo Confesiones de una compradora compulsiva (además, seamos sinceras, tampoco tienes ropa tan interesante) sino que desde casa (¡e incluso en pijama!), puedes subir a cualquier aplicación de segunda mano las cosas en las que no estás interesada.

Respiras hondo, coges el montón de ropa a desechar y te propones dejar la página más petada con tu ropa que la web de Zara en rebajas. Empiezas convencida pero al poco te da el ataque de ysiísmo. ¿Y si se vuelve a llevar? ¿Y si me apaña para una boda? ¿Y si…? Asúmelo, tuvo su momento y lleva más de tres años cogiendo olor a madera en el armario. Es hora de hacerle un Next.

Al final, como eres muy apegada a ese bolso que te regaló X y has recuperado alguna cosa que otra con el ysiísmo te quedan tres prendas. Pero bueno, que el ánimo no decaiga, que aún puedes hacer negocio y sacarte unos dineros. Feliz e ingenua cuelgas tus tres prendas como tres soles y te dispones a esperar el aluvión de ofertas. Pero las ofertas nunca llegan. «No lo entiendo» piensas anonadada, «Si es de Mango de 2012 y está como nuevo».

Al final acabas recibiendo una oferta de mierda unos dos meses después, más o menos el tiempo que te ha llevado olvidar que colgaste la ropa en Internet, la misma que después de tanto tiempo de espera, ha vuelto al armario. Pero como has seguido sin ponértela, haces el esfuerzo y quedas para venderla.

Finalmente, después de acabar convenciendo a la persona de que se lleve tu producto, ya que siempre te ponen alguna pega («tiene pelotillas en la manga, la suela está despegada, tiene una mancha de lejía, son la talla 38 y en el anuncio pusiste 39…») acabas consiguiendo tus 10 o 20 euros. Esos que, nada más recibir tan frescos en mano, sabes que irán destinados a esa camiseta de la nueva temporada que fichaste el otro día.

Porque a fin de cuentas, aunque hayamos hecho el intento de vendedoras compulsivas, seguimos siendo compradoras compulsivas.

Cuando Balmain me comió el cerebro

Me han roto el corazón solo una vez en mi vida. Os puedo asegurar que lo pase casi tan mal como esperando a que Balmain sacara su colección exclusiva para H&M.

Durante dos noches, me acosaban sueños en los que la temática era la misma. No llegaba a tiempo a comprar nada, todo se agotaba. La segunda noche me desperté a las cuatro y lo primero que hice fue meterme en la web de la tienda para ver si la colección seguía ahí. Cuando vi que en la versión del móvil no la tenían era como si no hubiera salido de la pesadilla.

«Me han comido el cerebro» le dije a mi madre cuando se levantó. Ansiedad, estrés y náuseas constantes por los nervios. Lo único que podía pensar era en las ganas que tenía de que todo acabara, de que pasara de una vez el día de compra para recuperar mi vida y, sobre todo, mi sueño.

¿Cómo era posible que una marca de lujo se hubiera metido tanto en mi cabeza hasta el punto de ser lo único en lo que podía pensar? Porque si aún tuviera los medios para permitirme sus prendas, podría darse el caso, ¿no?

Marketing. Puro marketing. El lujo, a fin de cuentas, es otro negocio. Un negocio que te hace sentir mayor satisfacción que si compras algo que no pertenece a él.

De toda la colección solo había una prenda que me podía permitir, una camiseta blanca de algodón con el logo de la firma. Nada más. Una simple camiseta de algodón que podía equivaler a 10 horas de mi trabajo como becaria. Y no te haces una idea de cómo la quería, de lo desesperante que era pensar que podría no tenerla. Y ESTAMOS HABLANDO DE UNA JODIDA CAMISETA DE ALGODÓN.

Así que empecé a preguntarme qué podía tener que me hacía desearla tanto. Creo que es el hecho de tener algo de lujo en el armario, algo casi exclusivo. Y es que las grandes firmas juegan con el poder trascendental de sus prendas. A tus hijos no vas a poder pasarles orgullosa un jersey de Lefties, porque posiblemente, a los dos años de comprarlo, esté lleno de pelotillas. Pero ¿una camiseta de Balmain? Una camiseta de Balmain es atemporal. Es algo que si hoy en día tiene valor, en veinte años puede ser un clásico, un peso pesado de las prendas vintage. Ahí reside el juego de las firmas. No compras una camiseta de algodón, compras un billete exclusivo sin fecha de caducidad. Y, para ello, para sentirte exclusiva, tienes que pasar por el trámite de ser tratada como parte del rebaño más dócil.

Democratización del lujo que lo llaman, a mí me parece lo de siempre. Una excusa más para ponernos en nuestro sitio. Parte de una masa que va como borregos a hacer cola a los pocos templos elegidos, y, sino, que está dispuesta a pasarse horas actualizando un servidor. Desde personas haciendo noche dos días antes de que saliera a la venta, a gente perdiendo horas de clase por estar actualizando la página de la tienda para entrar.

Y qué colas…Ni los famosos en la fiesta de preventa pudieron escapar de ellas. Si me hubieran dicho que vería a Mario Vaquerizo cargado de prendas esperando más de 20 minutos para pagar en una tienda no me lo habría creído. Aquí toca hacer cola, nos da igual si estuviste en Eurovisión, si te han dado un Goya a mejor actriz revelación, si hiciste de malo en Pasión de Gavilanes o si eres el hermano de Aída que acabó casándose con Paz en Esperanza Sur.

La actriz Juana Acosta y Carmen Lomana como marujas en rebajas. GTRES

Cuando la cuenta atrás terminó y el primer grupo de famosos se abalanzó sobre las perchas, O Fortuna de Carmina Burana empezó a sonar en mi cabeza mientras me imaginaba a Carmen Lomana sacándole los dientes a Rossy de Palma mientras forcejeaban por un top de la firma francesa. Ni uñas, ni tirones, ni enfados. Eso sí, todos como marujas en rebajas. Y es que el aura de celebrity te dura hasta que ves prendas que podrían costar 3000 euros por 300.

 

Pero somos muchos, demasiados. Cuando solo hay una puerta y quinientas personas tratan de pasar al mismo tiempo por ella, la gente se atora. Así nos sentíamos todos. Atorados, angustiados, pensando que estábamos a una pantalla de la prenda de nuestros sueños sin poder acceder a ella.

¿Es necesaria tanta ansiedad? ¿Tanta presión? Porque, honestamente, una tienda multinacional que no se encuentra preparada para albergar semejante tráfico me huele raro. ¿Y si fuera parte del gran truco de magia, de la estrategia de venta, de generarte más ganas?

Soy consciente. No os penséis que no. Yo, que me considero crítica y sensata, me he dejado arrastrar por esto. De hecho quería dejarme arrastrar. Con esto, trato de redimirme ante mí misma pensando que, al igual que para una prenda, hay gente que hace cola para ver a un grupo mítico de los 70 o para tener el último modelo de iPhone. Porque a fin de cuentas, aunque sigamos siendo rebaño, podemos elegir para qué hacemos cola. Y, por triste que suene, ahí se encuentra nuestra pequeña libertad.