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«¡Lo digo yo y punto, imbécil!»

Subíamos por la escalera al piso de unos familiares y desde el piso de abajo traspasaron la puerta blindada esos gritos.

Llenos de violencia, de soberbia, de superioridad.

Iban dirigidos a alguno de los dos niños, ya no tan pequeños pero aún niños, que viven allí.

Nos hicieron frenar el paso y fruncir el ceño.

Y lo peor es que eso es poco para lo que se oye en esa casa. Los insultos que les dedica el padre a sus hijos son de imbécil para arriba. Y los gritos son frecuentes.

Pobres niños.

Pobres por la violencia verbal que sufren. Y por que no tienen forma de escapar de ella. En un país en el que tantos (muchos sorprendentemente razonables en muchos otros temas y buenas personas) justifican el azote y el tortazo esos gritos tienen mala solución.

Pero sobre todo por lo que pueda estar calándoles.

Ahora callan o lloran, ya veremos cuando pasen cuatro o cinco años y superen en estatura y fuerza a su padre.

Nadie merece que le griten e insulten así, con esa prepotencia y esa agresividad.

Salvo tal vez el padre que haya estado haciéndoselo constántemente a unos niños desde que eran casi bebés.

Ojalá esos niños entiendan inconscientemente el secreto del regalo de los insultos.

Los carritos en los portales

Ayer por la tarde, cuando regresamos del paseo con los peques, nos encontramos con una nota firmada por la comunidad que decía que estaba prohibido dejar carritos de bebé en el portal.

La nota ya no está. No la puso el presidente. Desconozco quien la colocó allí. Tal vez directamente un vecino molesto y demasiado impulsivo.

En cualquier caso en un par de semanas toca cambio de presidente y por tanto reunión, así que saldrá el tema seguro.

Como propongan votarlo creo que me va a dar la risa.

El tema me ha molestado. Y eso que la silla de paseo de mi hija jamás está en el portal. Ya me busqué una pequeñísima, que me costó bastante, para no verme obligada a hacerlo.

Y es que el ascensor, además de viejo, es diminuto. Si entran dos adultos, van a estar de lo más íntimos ahí dentro.

Pero es que para que la cosa sea más sangrante aún el portal es muy grande. Hay un hueco bajo la escalera en el que no molestan los carritos. No se ven desde la calle. No impiden para nada el paso.

Así que me fastidia porque la única explicación es que hay gente que es muy prepotente, que está muy aburrida o que directamente es mala persona.

Sólo nosotros tenemos niños. Ya ya he dicho que nuestra silla nunca está abajo. Hay alguna pareja joven sin hijos y sobre todo muchos mayores.

Y sí, alguna vez hay algún carrito durante un rato. Algún nieto que viene a ver a un abuelo, algún familiar o amigo con bebé de visita.

A veces las visitas han sido nuestras. Mi cuñada por ejemplo viene mucho a ayudarme. Cosa que le agradezco enormemente. Tiene un carro enorme y una niña de cinco meses.

No es raro que, como es para un rato, el carro se quede abajo y os aseguro que se va a seguir quedando cuando venga a verme.

La cosa es que hoy toca en mi portal, pero he oído esta historia muchas veces.

Creo que la ocasión en la que más me indigne fue cuando una de mis mejores amigas me contó que sus vecinos la increparon por dejar su carrito un rato abajo, viviendo en un tercero sin ascensor.

O cuando otros amigos se encontraron con vecinos molestos por los lloros de un bebé.

Os juro que no lo entiendo.

La que se os avecina…

Una pareja de treintañeros que conozco tienen un recién nacido. Un bebé de pocos meses que está sufriendo y les está dando noches toledanas por culpa de los terribles cólicos del lactante, esos que nadie sabe exactamente por qué se producen.

Quien no sepa lo que es, esa suerte que tiene. Mi peque tuvo una temporadita de llantos inconsolables y era terrible. Menos mal que nos hablaron del milagro de la campana extractora y conseguimos mantenerlos a raya.

Estos pobres padres recientes se mudaron a su actual domicilio poco antes de tener el niño. En realidad hasta que no pudieron permitirse una casa como esa, tuvieron que aplazar la paternidad.

Y tan contentos estaban en su nueva casa, hasta que un vecino ha decidido empezar a quejarse de los lloros del niño.

En plena crisis de llanto les ha tocado aguantar golpes en la pared y que se presente al día siguiente en la puerta de su casa para decirles que tiene que haber alguna manera de callar a ese niño, ofreciendo inmediatamente toda una serie de consejos del tipo: «¿a qué le cogéis en brazos cuando llora? Pues eso es lo que le pasa. Que son muy cabritos aunque sean tan pequeños.»

No son exactamente broncas. Es un tipo amable que dice que entiende que es un bebé y que tiene que llorar, pero que él tiene que trabajar y no puede dormir. Así que mucho no lo entiende pienso yo.

Y en cualquier caso un vecino tan poco comprensivo es lo último que necesitas que te pase cuando estás en pleno puerperio y con un bebé colgado de la teta.

«La que os espera» pensaba yo mientras uno de ellos me lo contaba. Por que si es capaz de protestar por los llantos de un bebé, qué no dirá o hará cuando sea mayor y juegue, chille y trote por el pasillo.

Los niños son niños. Y quien no tiene un bebé que llora tendrá un perro que ladre, un anciano con demencia que chille, alguna juerga de vez en cuando o gustará de mover los muebles de tanto en cuanto.

Qué difícil es a veces vivir en estas, nuestras comunidades.