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¿Te harías una escultura en 3D de tu embarazo?

Hoy os traigo algo de cuya existencia supe ya hace meses, pero que aún no tengo claro si me gusta o no. Hay días que por nada del mundo querría algo así en casa y otros en los que me parece algo curioso y perfectamente razonable: ¿No me hice acaso un porrón de fotos de mi cuerpo en sus distintas fases del embarazo? ¿No hay quiénes pagan a fotógrafos profesionales con resultados preciosos? ¿No guardamos las ecografías e incluso nos hacemos ecografías 3D?.

Probablemente a Julia le hubiera encantado ver algo así. Le chiflan las fotos en las que se me ve embarazada y sabe que ella estaba dentro. Y sé de alguna madre reciente que se hubiera vuelto loca con un regalo así. Aunque el capricho me parece caro: entre casi 70 euros y casi 300, dependiendo del tamaño.

Pero, independientemente del precio, yo sigo sin saber si me convence. No sé vosotros.

Se trata de ‘Tu tripita’. Un servicio de esculturas en tres dimensiones de tu embarazo, a modo de recuerdo. Hay que ir al estudio a posar, algo que lleva pocos segundos. En dos o tres semanas está lista la escultura en color.

Os dejo un par de ejemplos:

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Y tienen también la opción de salir ya con el niño emergido. Menos mal que el posado es cuestión de segundos.

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El alzheimer

Tres de mis cuatro abuelos aún viven.

La que falta era la madre de mi madre, una extremeña lista que se enorgullecía de sus bonitas manos y siempre llevaba las uñas pintadas, que nunca se tiñó el pelo, que fumaba pese a que en su generación pocas mujeres lo hacían, que manejó su dinero y tomo sus decisiones en la vida sin depender de ello para nadie, que a veces juzgaba a la gente demasiado rápido pero siempre tuvo buen corazón. Era creyente, no perdía una misa, y le encataba el ver baloncesto en televisión. Tenía mucho carácter, aunque no un pronto explosivo. Simplemente iba por la vida teniendo claro lo que quería y actuando en consecuencia. Se equivocó muchas veces, como cualquiera que se atreve a afrontar la vida, pero acertó al menos otras tantas.

De esa mujer heredé las manos, aunque yo no las adorno con oro ni con esmaltes. Tal vez también los ojos negros. Mi madre, que salió más dócil, dice que saqué en parte su personalidad. Puede que sí, aunque también puede ser sencillamente que a mi madre le consuela recordar a su madre en su hija.

Teníamos en común el gusto por las fotografías. Cuando quería complacernos a ambas le pedía que me sacara su caja de viejas fotos. Ella me iba narrando los paisajes y los protagonistas y yo la escuchaba.

En total sumó seis hijos, tres niños y tres niñas. Pero como madre no tuvo mucha suerte. Sus dos primeros hijos murieron siendo muy pequeños. Nadie sabe de qué. Al segundo le puso el mismo nombre que al primero. Y al tercero el mismo que a los dos anteriores. Pocas madres lo hubieran hecho, pero ella parecía querer desafiar al destino.

Tampoco tuvo suerte al final de su vida. Sus últimos años los pasó sucumbiendo al alzheimer. Olvidando quien era, olvidando los nombres de sus seres queridos, las palabras cotidianas, convirtiéndola en un apagado reflejo de la enérgica anciana que fue.

El alzheimer, que no siempre elige los mismos frentes, atacó con fuerza la expresión oral. Logró lo que nadie ni nada antes: la enmudeció

Si hubiera visto su caja de fotos, no habría reconocido a nadie. El alzheimer no sólo la enmudeció, también la borró.

En algo fue clemente el alzheimer. Ganó la partida definitica a los pocos años. No padeció tanto como otros enfermos de esta maldición.

Murió pocos meses después de que naciera mi hijo, su primer bisnieto.

Las veces que acudimos a visitarla sé que fue feliz tomando, con ayuda, a ese bebé en brazos. Cuando veía a mi madre sonreía y movía los brazos como si acunara un bebé. Lo recordaba. El alzheimer no pudo anular del todo el amor que despierta un recién nacido.

Este fin de semana su bisnieto ha metido unas moneditas en una hucha que recaudaba fondos en nombre del alzheimer.

Y yo he recordado a mi abuela.

Sabores perdidos y reencontrados

Tener hijos te hace reencontrarte con tus propios recuerdos de infancia. Es algo que ya ha ocupado algún que otro post en este blog.

Uno de los muchos despertares que vivimos un buen número de padres recientes es el de los sabores olvidados de la infancia.

Durante estos dos últimos años, gracias a mis hijos, he disfrutado de nuevo con las galletas María untadas de nocilla, las fresas con leche condensada, los flash bien fresquitos, el pan con chocolate con leche o con mantequilla y azúcar, los yogures congelados, el regaliz de rosca, los sandwiches de queso fresco y mermelada e incluso con unos sencillísimos guisantes con jamón…

Sabores perdidos y reencontrados. Pequeños placeres que vuelven. Alimentos que podría haber seguido tomando, pero que por ser «comidas para niños» habían quedado relegadas.

Seguro que también os ha pasado…

Desde el otro lado del espejo

Cuando tienes hijos es frecuente encontrarte en el otro lado del espejo.

Me explicaré mejor: hay situaciones que conocías perfectamente desde el punto de vista del niño y de repente pasas a encontrártelas desde la perspectiva de tus padres.

Según tus hijos van creciendo es algo cada vez más frecuente. Lógico. Vamos encontrando más recuerdos almacenados.

Hoy he ido a matronatación con el peque, que ya está a un mes de cumplir tres años.

La cosa es que esta mañana ha madrugado bastante. Con el calor tiene el sueño más ligero y le ha despertado su padre al irse a trabajar.

Eso sumado a la actividad en la piscina y al runrún del coche camino a casa ha hecho que al entrar en el garaje estuviera profundamente dormido.

Así que le he llevado en brazos a casa, con la cabeza apoyada sobre mi hombro, dormido pero agarrado a mí al tiempo, y ahora se está echando una siestecilla del carnero.

Y mientras iba camino de casa (el garaje está a un par de manzanas) iba reviviendo cuando mi padre hacía lo mismo, esa sensación de estar vencida por el sueño tan a gusto y notar como te sacaban del coche, el balanceo de los tres tramos de escaleras segura en otros brazos y cómo te depositaban suavemente en tu cama.

No se está mal a ninguno de los dos lados del espejo. De momento…

Primeros recuerdos

Recuerdo un viejo piso en Asturias, con una cocina enorme y una habitación sin amueblar dedicada sólo a mis juegos. Recuerdo el pinar que había al lado del hospital en el que estuvo ingresada mi madre y recoger piñas con mi abuelo, aunque no recuerdo haber estado dentro. Recuerdo el 23F en casa de mis abuelos y a mi padre trayéndome unas ceras de colores antes de irse con mi madre al hospital. Recuerdo las siestas que me negaba a dormir en el pueblo extremeño de mi madre, en agosto. Recuerdo haber jugado en la guardería de un familiar con otros niños antes de ir a casa de mis abuelos. Recuerdo a mi gato, demasiado brevemente mío. Recuerdo el primer día de colegio. Recuerdo al niño que me arrancó de las manos un chupa chups en una mercería que hace ya veinte años que cerró. Recuerdo la tienda de ropa infantil que también tuvo mi madre brevemente y lo poco que me gustaba probarme vestidos.

Esos, y algunos pocos más, son mis primeros recuerdos vitales. Lo que encuentro en mi cabeza cuando rastreo en los arcones más escondidos.

No recuerdo grandes cosas. ¿Por qué esos recuerdos quedaron en memoria y no otros? Probablemente los hubo más trascendentes o significativos. No lo sé y nunca lo sabré.

Lo que sí sé, por que me lo han confirmado, es que todos corresponden a mis cuatro o cinco años de vida.

No hay nada antes. Nada.

Mi hijo cumplirá en poco más de un mes tres años. Mi hija acaba de cumplir cuatro meses.

Fiestas de cumpleaños, excursiones al zoo, animales de compañía actuales, lugares que no seguiremos visitando, gente que no veremos más…

Nada que lo que hacemos hoy por y con ellos será recordado.

Pero no me cabe duda de que ahí está. Y es importante que esté.