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¿Medicamos demasiado a nuestros niños?

Cartel_campana_Sanidad-b422bDebe ser casualidad, pero lo cierto es que me estoy topando últimamente con muchos contenidos sobre el exceso medicamentoso que nos rodea. Desde Autismo Diario con el uso de Risperdal y fármacos semejantes en niños con trastornos del desarrollo (algún día habrá que hablar de la infructuosa búsqueda de la pastilla milagrosa contra el autismo) hasta mi compañero César Javier Palacios hablando del abuso de los antibióticos y las súperbacterias,  pasando por la web de divulgación Materia y varias entradas en la página de I Fucking love science tratando el mismo tema.

Es francamente fantástico que el avance de la ciencia médica haya puesto a nuestra disposición multitud de tratamientos que convierte en llevaderas dolencias extremadamente molestas o graves. Es evidente y sería absurdo ignorar lo mucho que nos sirven los medicamentos, todo el bien que hacen. Pero la verdad es que creo que en muchos casos se abusa y tengo que confesar que soy de la cuerda de medicarnos poco a nosotros y a los niños. Solo tiro de botiquín cuando me parece relamente necesario, que a mi juicio es muy pocas veces.

Mis hijos, que reconozco que no han tenido nada especialmente grave (catarros, alguna gastroenteritis, una otitis…), solo han tomado aquello antipiréticos (Dalsy o Febrectal, son los únicos medicamentos infantiles que tengo en casa) y antibióticos las pocas veces que lo ha recetado su pediatra. He visto asombrada la alegría con la que se dispensan fármacos a niños en otros hogares, incluso en plan guerra preventiva, lo llenos que tienen sus botiquines y el intenso conocimiento que muchos tienen sobre los medicamentos de niños y adultos. Al menos cinco veces que recuerde me han soltado en plena conversación el nombre de uno como si por ser madre tuviera que conocerlo y no me ha quedado más remedio que poner cara de «no sé de qué me estás hablando».

De hecho no pasa solo con medicamentos, también suplementos vitamínicos que tampoco son precisos. Mi compañero nutricionista y biólogo Juan Revenga ha escrito en varias ocasiones sobre el tema.

Y no solo es que crea firmemente que medicamos demasiado a los niños con jarabes para la tos, antimucolíticos, antidiarréicos y mil historias más completamente innecesarias en la mayoría de los casos, es que sé a ciencia cierta que muchos pediatras recetan historias de estas solo para quitarse de encima a los padres recientes. Si necesitamos un placebo, mejor usar alguno más inocuo o placentero. El placebo oficial en mi casa son los caramelos Pez. Uno de ellos y Julia se queda tan contenta tosiendo mucho menos.

Insisto, que si toca tomar medicinas, pues perfecto. Para eso están. Pero al tomarlas no estamos ingiriendo agua, que sea realmente cuando se necesite o cuando lo dicte un profesional. Con los antibióticos hay que tener especialmente pies de plomo y hacerlo siempre según sus indicaciones, sin interrumpir tratamientos antes de tiempo ni darlos sin pasar por el médico.

 

Antes de dar a mis hijos homeopatía les daría un vaso de agua, que al menos hidrata

Yo soy de las que tengo una farmacia de cabecera, una farmacia en la que son encantadores, les considero buenos profesionales, me conocen desde hace 20 años, saben mi nombre y el de mis hijos, me hacen favores y siempre me atienden con cariño y sapiencia. Y eso que no nos ven demasiado el pelo, por suerte mis hijos apenas pisan el pediatra salvo para vacunarse (estoy tocando madera mientras escribo) y yo no soy nada dada a tomar alegremente medicamentos ni a dispensárselos a ellos. Ibuprofeno o paracetamol para niños y adultos sí, siempre que haya fiebre. Y poco más.

Por eso ayer me llevé un buen chasco. Fui a otra cosa (también compro allí medicamentos para mis animales), comenté que Julia estaba algo afónica y pregunté si tenían algún caramelito que le suavizara la garganta (y al mismo tiempo le gustara). “¿Está afónica? Puedes darle esto” me dice poniéndome sobre el mostrador una cajita de un producto homeopático.

GTRES.

GTRES.

Fue una pequeña decepción la verdad. Cualquier farmacéutico bien informado tiene que saber que vendiendo homeopatía o bien está colocando un placebo (algo que en determinadas circunstancias que no eran las mías puedo entender) o bien simplemente quiere hacer caja.

“No gracias. Antes de darle eso le daría simplemente un vaso de agua, que le iba a hacer lo mismo”.

Y ahí comenzó a explicarse: “no si ya, si yo también sé que no hay ninguna evidencia de que hagan nada, pero daño no va a hacer. Y mira, a mis hijos se lo he dado alguna vez y no sé qué será, pero la verdad es que luego han estado mejor”.

Otra decepción, me espero encontrar a mi vecina del cuarto o a mi tía Rosa usando el argumento de “a mí me funcionó”, pero no a un profesional de la salud, que a fin de cuentas es lo que son los farmaceúticos que atienden a muchas personas con distintas dolencias cada día.

“Tal vez también hubieran mejorado sin eso o con un simple caramelo de limón. Ya sabes que una experiencia concreta no es prueba de nada, se necesita una muestra y un sistema para demostrar algo”.

“Ya, ya. Bueno, espera. Te voy a regalar unos caramelos de miel y limón”.

Y que conste que sigue siendo mi farmacia de cabecera y mi farmacéutico de confianza, que la charla fue en tono distendido y con confianza, que nos conocemos desde hace mucho. Que «no pasa nada», como se dice con frecuencia.

En un mundo ideal la homeopatía (y muchos otros productos, como la ingente colección de promesas para adelgazar que tanto exacerban con motivo a mi compañero Juan Revenga) no entrarían en las farmacias. Estar allí expuestos les otorga una pátina de credibilidad que no merecen. Pero no vivimos en un mundo ideal así que me limitaré a hacer una petición: por favor señores farmaceúticos, si no les queda más remedio vendan homeopatía, pero no intenten que se la compren. Sobre todo si va dirigida a niños.

Hay muchos motivos para hacerlo, uno también es el prestigio profesional del farmacéutico o médico (alguno conozco que lo hace) que lo recomienda.

Aquí tenéis información de sobra y contrastada sobre los productos homeopáticos. Y os dejo de nuevo con el vídeo de James Randi explicando la homeopatía en Princeton, que merece la pena:

Homeopatía y estimuladores del apetito en niños, no por favor

Entrada polémica la de hoy, me lo huelo. Y me lo estoy oliendo por lo visto en el blog de Juan Revenga: El nutricionista de la general cuando ha hablado de esos temas.

La semana pasada le conté a Juan la escena que acababa de presenciar en una farmacia, y hace pocos días lo recogió en un post. No voy a narrar de nuevo lo sucedido. Os dejo un par de párrafos del post de nuestro nutricionista:

El caso es que la semana pasada estaba ella haciendo cola en una farmacia esperando a que le atendieran. Delante, también como clienta, una mujer de mediana edad, estatura aproximada 1,60m y relativamente entrada en carnes, nada espacialmente llamativo, pero sí “rellenita” como se suele en ocasiones dulcificar, digamos que con unos 70kg a ojo de Madre reciente.

El caso es que cuando le tocó su turno, la mujer iba a tiro hecho:

Quiero Finslim 4.3.2.1 Forte, para adelgazar” pidió, así sin más (el nombre del producto es ficticio, pero en ningún caso ha de imaginarse que se trata de un fármaco como tal).

La farmacéutica, solícita, se metió unos segundos en la rebotica y volvió con una caja de Finslim 4.3.2.1 Forte y sin decir nada más se la entregó.

Acto seguido, la mujer confesó a la farmacéutica que además tenía un hijo de 5 años que pesaba 25kg (de la estatura no dijo nada, así que nos imaginamos que era la “normal” y tendré en cuenta que falta el dato, aunque sería interesante contar con él) Resulta que este año la mamá, es decir ella, había apuntado a su querubín de 5 años y 25kg a fútbol como actividad extraescolar y que… ¡fíjese usté! el chaval había perdido 3kg y además no comía igual que antes ni en cantidad ni en variedad… recetas que antes le gustaban ahora no y todas esas cosas que a muchas mamás les preocupan (con razón, pero muchas veces tambiénte sin ella) y que están tan bien tratadas en el libro del pediatra Carlos González “Mi niño no me come”. Por estas razones, y para sorpresa de… de cualquiera que tenga un poco de conocimiento sobre el tema la madre pidió en la farmacia algo, unas vitaminas, unos minerales, lo que fuera, algo, para que su niño siguiera comiendo como antes, recuperara su peso anterior y no le faltara de nada. Y va y la farmacéutica vuelve de la rebotica sin mediar tampoco palabra con una caja de gominolas vitaminadas y fortificadas especiales para niños. Ojiplática, Madre reciente se quedó ojiplática. Y con razón.

Juan, que es un profesional de la salud, se quedó sobre todo con la reacción de la farmaceútica y desarrollo el debate sobre la dicotomía existente respecto a las farmacias como dispensadoras de productos cuestionables para hacer caja o/y como agentes activos en el ámbito de la salud. Un debate interesantísimo que, si os interesa leer o aportar algo, podéis encontrar en su blog.

Reconozco que cuando yo vi la escena no me quedé con la lectura farmaceútica, sino con la maternal. Por algo soy madre reciente y no nutricionista de la general.

Conozco, sé de la existencia o he visto a muchas madres que usan día sí y día también productos homeopáticos y aumentadores del apetito. Reconozco que no puedo con ello.  Soy de letras, muy de letras, pero tengo tengo un espíritu crítico y escéptico. Es decir,  científico.

La homeopatía me parece un timo. Así, tal cual (por declaraciones como esa sé que el post va a ser polémico). Al menos parece ser inofensivo para nuestro organismo, aunque no para nuestra cartera. No voy a entrar en argumentaciones. Me remito a la información que podéis encontrar aquí y a este vídeo, que es largo pero merece la pena de principio a fin:

Y tampoco puedo con los estimuladores del apetito. Si un niño sano no come más, es por no lo necesita. No entiendo ese empeño por atiborrarles. Tal vez porque fui muy mala comedora de pequeña y recuerdo perfectamente las guerras para que tragase unas lentejas frías o que me castigaran sin el 1,2,3 por no acabar la cena, jamás insistiré para que mis hijos acaben lo que a mí me ha dado por ponerles en el plato.

En general, lo que me pasa es que creo que medicamos demasiado a los niños sin necesidad, que les damos potingues en exceso en esta sociedad obsesionada por lograrlo todo de manera fácil, tragando una pastilla, desde ser más listos hasta perder peso.

Y una cosa es que un adulto tome vete a saber qué productos por estar más flaco, más despierto, más tranquilo o dormir mejor, y otra muy diferente que ese adulto le suministre esos potingues a su hijo. Sobre todo porque muchos lo hacen sin informarse o asesorarse por alguien capacitado antes.

Por favor, no os perdáis el vídeo.

El subidón del ibuprofeno (o del paracetamol)

Es salgo increíble. Hasta que no tienes niños pequeños cerca no te das cuenta de hasta que punto sorprende su capacidad puntual de recuperación.

Me explicaré: tienes a un niño enfermo, con un catarro o una gripe que le ha dejado hecho un zombi, dormitabundo, sin apetito y con fiebre alta, le das el antipirético de turno (febrectal, paracetamol vía rectal, es mi favorito antes que los jarabes) y en cuanto hace efecto el niño que parecía moribundo empieza a dar saltos por toda la casa, con fuerzas renovadas y tan contento.

Y no es que esté curado: es frecuente que pasado el efecto del medicamente vuelva la fiebre y él a estar mustio.

He oído a diferentes padres recientes, antes incluso de tener yo hijos, referirse a este fenómeno de diferentes maneras: el subidón del ibuprofeno, el jarabe milagroso, la medicina resucitadora… os lo juro.

La primera, me acuerdo perfectamente, fue hace ya unos seis o siete años, cuando la madre de unas mellizas con las que habíamos coincidido en una comida familiar dijo de una de ellas, que estaba para el arrastre, «esto se soluciona con un chute de apiretal«. Efectivamente, al poco estaba como unas pascuas.

Los adultos no tenemos esa capacidad
de regeneración medicamentosa. Si estamos arrastrándonos con 38,5 de fiebre, tomarnos ibuprofeno o paracetamos nos ayudará, pero no nos dejará precisamente con ganas de salir de marcha.

¿Habéis notado este fenómeno rebote en vuestros peques?

¿Tenéis fiebrofobia?

En uno de sus últimos posts Amalia Arce, madre reciente y pediatra, habla de esa enfermedad (mental) tan frecuente entre padres recientes: la fiebrofobia.

He de reconocer que sí, que un poco la padezco.

Cuando mis hijos tienen fiebre no me lo pienso dos veces antes de tirar de un antipirético.
En cuanto rondan los 38, aunque les vea felices y contentos, voy al botiquín. Normalmente les cae paracetamol y normalmente es por vía rectal. A veces ibuprofeno en jarabe mezclado con el yogur. Pero cada vez cazan mejor su sabor y se niegan a tomarlo.

Lo que no he hecho nunca es lo de alternar antipiréticos.
Los padres que conozco lo hacen con paracetamol e ibuprofeno. Tampoco me obsesiono si algo de fiebre queda coleando tras haberles dado el medicamento.

Pero sí, he de confesar que le declaro la guerra a la fiebre en cuanto da la cara en alguno de mis hijos.

Es difícil verles malitos o saber que la fiebre campa por sus cuerpecillos aunque no se les vea padecer demasiado y no intentar solucionarlo.

Cuando les ha pegado fuerte he abusado del uso del termómetro. O del beso en la frente. Un termómetro natural de lo más fiable.

Y ahora un fragmento del post de Amalia:

La fiebre da miedo a los padres, y lamentablemente también a algunos pediatras. Existe la fiebrefobia. Y existen muchos mitos alrededor de ella sobretodo en relación con la posibilidad de ciertas secuelas neurológicas. La fiebre no es mala -y perdonar la expresión-, más bien es un sistema de defensa extraordinario contra los gérmenes. Si ha existido toda la vida, incluso antes de existir medicamentos para combatirla quizá será por algo.

Y la fiebre no dejar de ser un síntoma. Lo interesante es saber la causa de la misma, aunque sea un diagnóstico tan poco contudente o poco concreto como decir que es un cuadro viral.

Bajar la temperatura se convierte en una obsesión para muchos padres y pediatras.
Y hay muchos niños que a pesar de estar con temperaturas altas están como si nada, haciendo vida más o menos normal. En otros casos no ocurre así y el aumento de la temperatura se relaciona con un empeoramiento del estado general y una hipoactividad marcada. Quizá como referencia para tratar la fiebre, más que un nivel de temperatura en concreto, hay que fijarse en cómo está el niño y tratarle en función de ese dato.

Cuando mis hijas han tenido fiebre, les pongo el termómetro de vez en cuando cuando pienso que tienen fiebre, pero nunca de la manera obsesiva que utilizan algunas personas. En algunas visitas, hay familias que aportan un verdadero diario con las temperaturas horarias. Y generalmente no es necesaria una monitorización tan estricta.

Sobre la alternancia de antitérmicos se han escrito ríos de tinta.
Os he de confesar que va también un poco a modas. A temporadas se impone la combinación de fármacos para la fiebre, mientras que en otras temporadas se leen diferentes artículos que recomiendan el tratamiento con un solo fármaco. Quizá el administrar un solo fármaco evita las equivocaciones con las dosis y también el acúmulo de efectos secundarios de uno y otro fármaco.

Como siempre ya sabéis que abogo por el sentido común: si con un fármaco es suficiente, ¿para qué utilizar dos? Y si el niño está con buen estado general y poco afectado por la fiebre ¿para qué intentar tratarle la fiebre a toda costa? Porque tengo comprobado que la fiebre, a veces, va por libre y baja cuando le da la gana, a pesar de obcecarnos en la administración de antitérmicos. Así que la consigna sería empezar con un fármaco y combinar si con el intervalo necesario entre dosis y dosis no llegamos y el niño se encuentra mal por la fiebre. Y no llevarse las manos a la cabeza por no conseguir la apirexia durante unas horas salvo que otros síntomas nos resulten inquietantes.

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En la foto un pijama llamado Babyglow que cambia de color si el niño tiene fiebre.

El camuflaje de las medicinas

Tengo al peque malito, con algo de fiebre por culpa de la garganta que le tiene completamente aplatanado.

Nada grave, pero nos tiene muy mal acostumbrados a no ponerse malo nunca.

Y como siempre que estamos así, comienza el camuflaje del dalsy (ibuprofeno) y el apiretal (paracetamol).

Sé que hay niños que se lo toman tan contentos, pero a éste es dárselo de golpe y que lo vomite.

Sólo cuando era un recién nacido lo tomaba de buen grado.

Al principio lo mezclábamos con el agua o el yogur, pero refinó el radar y aprendió a localizarlos. Así que se niega a tomárselos.

Con las natillas, que le encantan, sí cuela. Pero claro, tiene que tener apetito para tomárselas. Y comérselas enteritas para que se tome la dosis completa claro.

De momento lo estamos consiguiendo a medias, así que estamos contraatacando la fiebre con baños tibios.

Pastillas aún no me ha tocado darle. Menos mal. No imagino cómo lo haría a menos que supieran a caramelo.

Claro que, pensándolo bien, cuando yo era niña lo único que recuerdo tomar era la ahora repudiada aspirina infantil, rosita y masticable. Y hasta rica y todo.