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Y a los niños no se les insulta

Unos familiares tienen unos vecinos con dos niños pequeños. Dos niños además aparentemente de buen carácter. El padre de esos niños, que es muy dado a los gritos, con frecuencia les dedica todo tipo de insultos. Mis familiares cuando lo oyen se ponen negros. Yo también cuando me lo cuentan.

A los niños no se les insulta. A los niños se les habla con cariño y respeto, incluso cuando tenemos que corregir un comportamiento.

No se les insulta porque no se lo merecen, porque debemos lograr que crezcan queriéndose a sí mismos que es el andamio para acabar siendo adultos equilibrados y felices y porque si les estamos insultando les estamos transmitiendo que eso es un comportamiento aceptable cuando crezcan. Tal vez les encontremos en el futuro insultándonos a nosotros y no tendremos autoridad para decir que no lo hagan.

Y educar creyendo que no se debe pegar ni insultar a un niño no es incompatible con educar con autoridad. Aquí no estoy hablando de que los padres sean colegas de sus hijos, sino de que los traten como seres humanos merecedores de un mínimo respeto.

«¡Lo digo yo y punto, imbécil!»

Subíamos por la escalera al piso de unos familiares y desde el piso de abajo traspasaron la puerta blindada esos gritos.

Llenos de violencia, de soberbia, de superioridad.

Iban dirigidos a alguno de los dos niños, ya no tan pequeños pero aún niños, que viven allí.

Nos hicieron frenar el paso y fruncir el ceño.

Y lo peor es que eso es poco para lo que se oye en esa casa. Los insultos que les dedica el padre a sus hijos son de imbécil para arriba. Y los gritos son frecuentes.

Pobres niños.

Pobres por la violencia verbal que sufren. Y por que no tienen forma de escapar de ella. En un país en el que tantos (muchos sorprendentemente razonables en muchos otros temas y buenas personas) justifican el azote y el tortazo esos gritos tienen mala solución.

Pero sobre todo por lo que pueda estar calándoles.

Ahora callan o lloran, ya veremos cuando pasen cuatro o cinco años y superen en estatura y fuerza a su padre.

Nadie merece que le griten e insulten así, con esa prepotencia y esa agresividad.

Salvo tal vez el padre que haya estado haciéndoselo constántemente a unos niños desde que eran casi bebés.

Ojalá esos niños entiendan inconscientemente el secreto del regalo de los insultos.