Eso es lo que dice muchas veces mi hija cuando una o dos veces por semana viene a mi casa Merche.
Llega cargada como una mula de puzles, cuentos, chuches, pictos y sonrisas. Entra con Jaime en la habitación que hemos dispuesto para trabajar con él, colocan los pictos que indican las tareas del día (“primero cantar, después boca (ejercicios logopédicos), después cuento, después jugar, después trileros y por último parejas”) y se ponen manos a la obra.
Siempre que puedo me siento con ellos, observo y aprendo. Me fijo en cómo reacciona, cómo empuja a mi hijo a comunicarse, cómo logra sacar de él nuevos sonidos y palabras, cómo persigue su atención como un sabueso un rastro. Siempre de buen humor, siempre con entusiasmo, siempre creyendo en educar en positivo. Joven y a la vez sabia y responsable. Siempre formándose, siempre pensando en cómo ayudar a los niños. Trabajando por vocación.
Muchas veces medito sobre lo que es trabajar así día tras día, un niño tras otro, cada uno con una problemática diferente incluso dentro del mismo diagnóstico, siempre conservando ese estado de ánimo tan especial, nunca flaqueando. Hay que valer.
Los primeros dos años creo que no falté ni un día. Llevo en cambio dos meses que parece que los hados se confabulan en contra, pero la idea es estar en todas las sesiones. Estar para aprender. Estar para empaparte.
El modelo de la Asociación Alanda es precisamente implicar a los padres para sacar el máximo partido de los niños. Están en contra de ese tipo de terapia en el que los profesionales van por un lado y los padres por otro. Del modelo en el que llevas a un niño a lugar extraño, el terapeuta se lo lleva y los padres se quedan en la sala de espera. Ellos creen en trabajar en el entorno natural del niño, en su casa que es dónde más a gusto está, sin obligarle a desplazarse, muchas veces con sus propios juguetes. Yo también creo en ese modelo de intervención.
Un modelo que introduce en la dinámica de la familia al terapeuta. Es imposible mantener esa fría distancia profesional que a muchos les encanta.
Recuerdo perfectamente la primera vez que conocí a Merche. Era un mayo caluroso. Habíamos estado un buen rato con Jaime, que tenía dos años y nueve meses, y con Julia, que tenía tres meses y estaba dormida en mi pecho, en una sala observando a mi hijo y hablando con Laura Escribano, la directora de Alanda. Era la primera vez que acudíamos a la asociación por recomendación de Inma Cardona. No tuvimos que pensarlo, tras esa charla quisimos empezar la terapia cuanto antes y Laura nos dijo: “¿Vivís en Getafe? Entonces os toca con Merche. Creo que está por aquí, voy a presentárosla”.
Ayer estuvo en casa y se fue diciendo que había sido el día que mejor había trabajado Jaime. El día que más atento había estado.
Jaime cumplirá cinco años en agosto. Julia tiene dos años y cuatro meses. Estoy convencida de que para ellos Merche es una más en la familia.
Hoy el post va por ella. También por Ruth e Inma de su cole (te echaremos de menos el año que viene Inma) y por sus terapeutas del centro de atención temprana.
Realmente va por todos los profesionales (PTs, AyLs, logopedas, auxiliares, fisioterapeutas, monitores de piscina, psicólogos…) que trabajan con niños con alguna discapacidad con esa misma entrega, con humildad, muchas veces luchando contra los pocos medios disponibles (cada vez menos, la crisis también se nota aquí), escuchando a los niños y a los padres, aplicando lo aprendido pero siendo constantemente creativos y abriendo nuevos caminos.
De vez en cuando no está nada mal reconocer sus méritos públicamente.