Yo sí, he de confesarlo. No me importaba un pimiento parecer un zepelín al final del embarazo ni extrañamente gorda al principio. Y no creáis que fui de esas que parecen la serpiente que se comió el elefante de El Principito, yo engordé por todas partes, no solo de barriga: muslos, cara de pan (las que tenemos cara redondita estando delgadas, estamos condenadas a eso cuando engordamos), brazos… Y estaba feliz y contenta. Estaba gestando a mis hijos, mi gigantesco abdomen alojaba a mis niños y mi cuerpo tendía a acumular grasa que luego liberaría en forma de leche. Sentía todo tan natural, tan lógico, que disfruté de los cambios que se producían en mi cuerpo y no tenía ningún complejo a la hora de mostrarlo, incluso menos que al no estarlo.
Pero sé que no es siempre así, lo sé bien. En mi entorno hay mujeres que me han contado que se rechazaban ante el espejo, que vivieron el embarazo preocupadas por si luego lograrían recuperar su figura, que entendían engordar de tripa pero no de todo lo demás, que perdieron las ganas de ir a la piscina o a la playa e incluso de tener sexo con sus parejas por sentirse poco atractivas.
Lo sé y puedo meterme en su pellejo, pero no sé cómo podría convencerlas para que luchen contra ello, hacerlas entender que el cuerpo de una mujer embarazada es hermoso por mucho que opine cualquier descerebrado delante de ellas, que las transformaciones que se producen tienen sentido, que la opción siempre debería ser gustarnos, querernos… que los patrones estéticos imposibles que nos venden a las mujeres, incluso en una situación como el embarazo, no son más que corsés invisibles que nos hacen infelices.
Creedme, vuestros cuerpos gestantes son preciosos. Disfrutad este verano sin complejos. Miraos, maravillaos. Un milagro así lo merece.