Desde que Julia nació practicamos el colecho. Con ella no hubo dudas. Ni una noche pasó lejos de mí, ya fuera en el hospital recién nacida, en casa o de vacaciones. Nunca se ha visto dentro de una cuna. Y las dos hemos podido descansar sin problemas.
Jaime no tuvo tanta suerte, por eso de ser el primero y tener un despiste monumental de padres primerizos sí que intentamos al principio que durmiese en su cuna. Se supone que es lo que debe hacerse. Todo fue fatal: se despertaba, lloraba, yo intentaba calmarle a través de los barrotes, tenía que despertarme y despertarle para sacarle de ahí y darle el pecho. La cesárea me molestaba en todas estas incorporaciones. Los lloros también despertaban a mi marido. Acababa por meterle en la cama con remordimientos absurdos. A los pocos días comencé a leer e informarme sobre el colecho y un mundo de conocimientos se abrió. Lo que me pedía el cuerpo estaba bien, querer dormir junto a mi hijo era seguro y natural. Desear tenerle en brazos, junto a mi cuerpo, era lógico, tenía una explicación ancestral y había una legión de padres y profesionales de la salud que lo recomendaban y practicaban.
Jaime comenzó a irse solo a su camita cuando tenía dos años y dos meses y estuvo mucho tiempo durmiendo solo felizmente y del tirón. Ahora no duerme solo, tiene despertares nocturnos que tienen que ver con su trastorno generalizado del desarrollo, su autismo. Pero ese es otro tema.
A Julia le instalamos hace un par de meses una cama pequeñita en su cuarto, en el que ya hay una cama grande. Desde entonces se está durmiendo encantada en su “ama peeña”. Yo estoy cerca, en la “ama ande”. En algún momento a lo largo de la noche me reclamaba, sin despertarse del todo, y la traía a mi cama.
Ayer fue el primer día que al medio despertarse de madrugada exigió volver a su cama pequeña y allí siguió durmiendo felizmente toda la noche.
Seguro que aún reincide en visitarme. Pero nuestra primera noche separadas es un aviso claro de que pronto voy a echar de menos su cuerpecito a mi lado por las noches.