A mi peque le gustan los parques de bolas. Solemos ir a uno cercano a mi casa, en el centro de mi ciudad, cuyos propietarios son gente encantadora.
Desde el primer día comprendieron las circunstancias de Jaime y me permitieron entrar con él para guiarle y ayudarle por el circuíto y en sus juegos y favorecer la relación con el resto de niños que disfrutan también de las bolas, toboganes o el castillo hinchable.
En alguna ocasión hemos ido a otros parques de bolas. Tampoco me han puesto nunca ningún problema. En uno pidieron ver la tarjeta que acredita la minusvalía del peque. Pero siempre me dejaron entrar con él.
Hasta ayer. Íbamos de camino a ver a mis abuelos, sus bisabuelos, y pasamos delante de un parque de bolas que hay frente a un gran parque y al lado de un centro de salud. Yo no pensaba entrar, pero él quiso y pasamos.
Era pronto y estaba vacío. No había ningún niño. Tan sólo algunos adultos tomando café en la barra.
Nada más entrar la dueña y única persona que atendía el local (luego me enteré de que era la dueña, resulta que es vecina de un amigo, el mundo es un pañuelo) me interceptó para decirme que en ese parque además de descalzarse había que ponerse unos calcetines limpios. Si no llevaba ella me los vendía por un euro.
Vale. Me parece bien. Normas de la casa para sacar más dinero, pero no tengo nada que objetar.
Me siento en el banco a ayudarle a quitarse los zapatos y el abrigo y ella desaparece para atender la barra. Cuando vuelve le comento que mi hijo tiene una minusvalía y que si me permite pasar a mí, comprando mis calcetines nuevos por supuesto, para atenderle.
Me contesta que de ninguna manera, que las madres no pueden pasar.
Ella: «¿Crees que el niño no será capaz de subir la escala del tobogán?»
Yo: «Estoy segura de que sin mi ayuda no podrá»
Ella: «Bueno, pues cuando vienen aquí niños pequeñitos lo que hacen es quedarse sentados en las bolas o en el castillo».
Yo: «Ya, pero es que mi niño no es un bebé. Puede hacer perfectamente todo el circuito y le encanta tirarse por el tobogán, pero necesita mi ayuda».
Ella: «Pues si necesita ayuda ya vendré yo a ayudarle». Contesta echando un ojo a la barra abandonada.
Yo: «No se preocupe que nos vamos. Mi amor, vamos a ponernos otra vez los zapatos».
Y retomamos el plan inicial y nos fuimos. Ella no nos dirigió ni una mirada ni dijo esta boca es mía. Tampoco hubo ninguna sonrisa durante toda la conversación anterior.
No es que me alterase el incidente. Soy consciente de que el mundo está lleno de gente sin sensibilidad y me voy a encontrar muchas más veces frente a personas así. Pero es la primera vez que me pasa en diez meses
Además creo firmemente que no deberían tener un trabajo relacionado con niños pequeños.