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¿Los primos pueden ser mejores compañeros de juegos que los hermanos?

Hablar ayer de hermanos y perros me hizo recordar una conversación que he tenido a menudo con una amiga. Me cuenta que, cuando eres niño, los primos pueden ser mejores compañeros de juegos y confidencias que los propios hermanos.

Ella tiene varios primos que vivían muy cerca y a los que siente muy cercanos, sobre todo una prima de edad similar. También tiene una hermana con la que se lleva muy poco. «Mi prima y yo éramos inseparables. Los primos no son competencia, tus hermanos sí. Y no tienes que aguantarlos todo el tiempo».

No lo sé, la verdad. Miro a mi alrededor y veo que mi hija tiene la suerte de tener primas de sus mismos años con las que disfruta jugando y cuya compañía busca. Mi santo, de niño, también tuvo varios primos a mano. Y es curioso que yo le recuerde siendo un adolescente que estaba casi siempre en vacaciones en compañía de uno de sus primos y su hermano estuviera en la del otro.

Yo no tengo hermanos, pero tuve primas con las que también jugué mucho, a las que sigo apreciando mucho aunque las responsabilidades de la edad, la distancia y en algún caso las diferencias irreconciliables de nuestros mayores nos hayan separado.

Es posible que sí, que de pequeños los primos sean especiales porque son más que amigos y no llegan a generar conflictos fraternales. Aunque luego de adultos que aquello perdure depende de a dónde nos lleve la vida. Pero me inclino más por pensar en que todo depende. Hay demasiados factores en el aire.

Depende del carácter de cada niño, de las aficiones que compartan, del tiempo que puedan pasar juntos, de los años que los separen y del diferente momento de su vida en que se encuentre el niño.
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La química infantil

La química (o como cada uno quiera llamar a ese fenómeno de simpatía mutua instintiva) existe, claro que sí. Existe para los adultos, existe para los niños y existe para perros y gatos. No me sorprendería que también la experimentasen lagartos, piojos o gorriones.

Nuestros niños, desde muy pequeños, muestran su preferencia por unos adultos concretos desde que les ponen la vista encima por vez primera. Y también por determinados amiguitos. Seguro que todos lo habéis experimentado.

Ayer estuvimos con Julia en la piscina cubierta a la que acude Jaime una hora dos veces por semana. Y la zona de espera estaba repleta de niños de entre uno y 10 años. Algunos esperaban a sus hermanos, como ella, otros esperaban el momento de bajar a darse un chapuzón.

El primer encuentro de mi hija fue con una niña de más o menos su misma edad (un año y nueve meses más). Se observaron unos segundos y pasaron a ignorarse completamente y seguir con sus exploraciones.

El segundo fue algo más rudo.
Vio a una niña de unos tres años con una camiseta de Micky, uno sus héroes, y fue toda contenta hacia ella (más bien hacia el ratón) señalando sonriente y diciendo «Miitiii». La niña no se lo pensó, sin mudar el gesto en cuanto Julia se acercó la empujó tirándola al suelo. Y claro, lo de siempre: el padre que se la lleva regañándola y yo que también me llevo a la mía consolándola.

Luego le dio por meterse entre un grupito de cuatro o cinco niños mayores. Todos tenían tres o cuatro años salvo uno, de siete.

Pues con el de siete se notó el entendimiento mutuo desde el principio. Él dejó sus juegos «de mayor» para entretener con paciencia y dulzura a mi hija con su peonza.

El resto de la camarilla pronto se aburrió y retiró.

Con los hijos de mis amigos es igual. Desde el primer momento quedó claro que había niños con los que había la semilla de una relación especial.

Es algo que incluso Jaime, con todas sus trabas sociales, experimenta. Hay adultos por los que siente predilección. Y en el cole tiene afinidad con varios niños. Sobre todo niñas.

Es fascinante saber en nosotros mismos y ver en los demás como opera esta magia cotidiana.

Sinceramente, espero que nunca se llegue a desentrañar el misterio de esta química.