José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

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Elegido por la locura

Un tipo graba el sonido de toda su vida, sus inventos, las discusiones con su madre, las conversaciones telefónicas, sus declaraciones de amor, sus sueños, sus pesadillas, las clases en el instituto, en la universidad. Cientos de cintas de casetes. Cientos. El mismo tipo descubre las películas caseras, el vídeo, y graba decenas. Y además dibuja, miles de páginas, de él, de sus hermanos, de su único amor profundo e imposible. Y hace canciones, cientos de canciones de amor no correspondido, transparentes, inquietantes, sin sobreentendidos. Las graba, por supuesto. Como puede. Y viaja, y por supuesto graba sus viajes. Y retransmite conciertos por teléfono desde el pabellón psiquiátrico en el que está recluido. Y la policía le detiene, y también hay documento sonoro. Y va y vuelve de casa de sus padres y de sus hermanos, y a la iglesia, por supuesto, siempre a la iglesia, y se lanza a Nueva York, y se pierde, y de todo queda registro, grabación, vídeo, dibujo, anotación, recorte. Y mientras, su fama se extiende: su extraña, empeñada y obsesiva fama, contaminada de delirios antisatánicos, infiernos bipolares, megalomanía y parálisis, química distorsionada del cerebro y conciertos como sermones. Y Nirvana, Pearl Jam, Wilco, Sonic Youth, Bowie, Tom Waits, le acogen, le graban, le respetan, le reivindican. Un culto. Y llega Matt Groening, el señor de los Simpson, y deja caer que la historia, desventuras, arte y miserias de Daniel Johnston, merecen una película. Un documental.

Con todo ese material, un torrencial y tormentoso autorretrato, un monólogo interior en todos los formatos, Jeff Feurseizg lo ha hecho. Con El diablo y Daniel Johnston ganó premios en el festival de Sundance de 2005. La película es, al cabo, mucho más que la mera ennumeraciòn de percepciones equivocadas y emociones aún más equivocadas, de un raro, de un maldito. Diez años de rastreo y testimonios cargados de ternura, dolor y admiración, para mirar de cerca al genio y al otro, saber de sus elecciones, de sus devociones, de todo lo que rechina. Un barrido por la demencia y la creación de un cerebro sin filtros, sin frenos, inocente y machacado, la construcción de un personaje que ejerce de tal desde el momento mismo de su conciencia.

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Tengo un amigo que padece trastorno bipolar. Un año quiso pintar todos los autobuses de color verde y que los taxistas repartieran flores. Escribía decenas de cuadernos y cientos de planes, Creó dos empresas convenciendo sólo con su entusiasmo inabarcable y una novia acechada. Un verano comimos langosta cada día. O eso creíamos. Estaba arriba, más no se podía; y temía siempre que en cualquier instante se desatara una tormenta y un rayo acabara con su vida. Luego estuvo tres años sin salir de casa, perdido, derrotado. Poco a poco, resucitó. La novia había vuelto con otro. Al fin, encontraron la justa dosis de litio y otras mezclas. Nos vemos media docena de veces al año. Todavía hacemos planes. Cada vez pinta mejor.

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Lo que se puede hacer con la imagen de la música.

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