José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

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Cosas que hacer con un cuaderno en una librería

Un cuaderno sirve para escribir, anotar, recordar, pintar, llevar las cuentas, hacer listas, coleccionar. Yo tengo ahora empezados diez, doce, de todos los tamaños y colores. Me gustan. Pero niguno de los que uso es Moleskine, una demostración más, no la definitiva, de lo lejos que estoy de Van Gogh, Picasso, Hemingway o Bruce Chatwin, que sí los usaban con fruición y talento. Tuve, pero los regalé.

Antes, descubrir esas libretas encuadernadas en tela y cerradas con una goma, era rastrear un tesoro; ahora, con nueva distribución, se las encuentra con menos esfuerzo exploratorio. Y hay una librería maravillosa en Madrid que cuelga los moleskine, del techo, y los despliega como esas postales que se abren en acordeón. La librería se llama Panta Rhei y ha cedido los cuadernos a 60 ilustradores, pintores, poetas, para que llenen dos metros de papel con troqueles, acuarelas, lápices despuntados o bolìgrafos de andar por casa. Hay lanzamientos a un mar embravecido, perfiles de ciudades inexistentes, jardines mentirosos, soliloquios gráficos, flores, desgarros, deseos infantiles, todo lo que puede caber en un cuaderno.
En Londres, hasta ayer, había otra exposición parecida. Otros nombres, otros cuadernos. Mi barrio está cada vez más en cualquier parte del mundo. Me he traído un vídeo.

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Lo bueno de ir a las librerías es que los libreros te recomiendan libros. Y tomas nota en un cuaderno. Acabo de terminar El búfalo de la noche, de Guillermo Arriaga, una novela fría, medida, la venganza esquizofrénica y post morten de un amor traicionado, con todo la arquitectura para ser película: se empieza a rodar en dos meses. Arriaga, que se inventò Amores perros, 21 gramos, Los tres entierros de Melquiades Estrada y Babel, escribe para que se vea:

Manejé en medio de una tormenta que provocó apagones e inundaciones en varias zonas de la ciudad. Aún cuando puse a funcionar los limpiadores al máximo, la visiblilidad era nula. En algunos tramos el agua rebasaba la altura de las banquetas y era imposible avanzar.
A unas cuadras de la casa, una ambulancia, con la torreta encendida, me rebasó se estacionó junto a un Volkswagen volcado con las llantas hacia arriba. Disminuí la velocidad abrí la ventanilla y pasé despacio junto al lugar del accidente. Unos cuantos curiosos, soportando el frío y la lluvia, rodeaban un cadáver tapado con un abrigo y a una muchacha que, con el rostro ensangrentado, miraba absorta el pavimento, sin que nadie, ni siquiera los paramédicos, le prestara atención.
Me detuve y pregunté al hombro si se ofrecía algo en un lo que pudiera ayudar. Me miró con hostilidad y negó con la cabeza. Insistí, pero ya no me hizo caso.
Viré para esquivar los cristales rotos diseminados sobre el asfalto y me alejé por la calle oscura que esporádicamente iluminaba la roja luz de la ambulancia.

Acabo de empezar Crónica de amor de un fabricante de perfumes, de Antonio Ferres, un escritor de 84 años, perseguido en su momento, ocultado en otros, que la Editorial Gádir recupera con mimo. Fantástico título, magnífico arranque:
«Siempre los cambios de tiempo han aumentado mi incertidumbre».

Lo que está lloviendo.

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