José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

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Algún moribundo llegó a sacar una mano

Cuando en la mañana del 12 de octubre de 1936 –Fiesta de la Raza le decían– una de nosotros fue a la cárcel a llevarle algo de comida y ropa limpia, se encontró en el tablón de avisos con una nota –cuyo original se conserva firmada por el entonces director del penal de Burgos y por los funcionarios de turno, que decía:
«Con fecha de hoy son puestos en libertad los reclusos que a continuación se citan», y seguía una relación con nombres y apellidos de 25 burgaleses, entre ellos varios maestros nacionales, uno de ellos nuestro padre, pero fuera del recinto esperaba la camioneta en la que fueron hacinados y conducidos a los cerros de Estepar, asesinados y someramente enterrados a fosa común–algún moribundo llegó a sacar una mano–.
Cuatro días antes, en la saca anterior, otros 25 mártires –no canonizados, claro– le habían precedido con igual puesta en escena y destino, en aquel vìa crucis. De este otro grupo formaba parte el gran músico, compositor y director del Orfeón Burgalés, Antonio José Martínez Palacios, hermano de Julio, también maestro nacional, que encabezaba la lista posterior, la de nuestro padre.
Otras muchas sacas precedieron a éstas, de las cuales subsiste documentación fidedigna.

Lo encontré ayer, en un rincón de un periódico, una esquela laica en memoria de Balbino López Puente, maestro nacional, con el dolor y el cariño de sus cuatro hijas, sus nietos y biznietos. Hace setenta años.
Mis respetos.
Y con ellos, dos recuerdos propios.
Hace apenas un año, visitaba la vieja cárcel de Burgos hoy reconvertida en centro cultural, la mejor de las pátinas. Había una exposición, una muestra, una convocatoria, una puerta abierta. No lo recuerdo. A quien me atendió pregunté si quedaba algún recuerdo de lo que aquel edificio fue, algún papel, alguna estantería. Algo. Nada, por supuesto, excepto un vacío enorme: fue en ese momento cuando se enteró de que aquello había sido la vieja cárcel de Burgos.

Hace tal vez treinta, un amigo se dejó las pestañas y la salud rastreando las señales de Antonio José Martínez Palacios. Éramos adolescentes y aquella vida, un artista asesinado por un pelotón de fusilamiento, era una pista de lo que nuestra ciudad había sido. Y sobre todo de lo que hubiera podido ser. Las dos cosas las estábamos aprendiendo. De Alberto he perdido todas las pistas. De su manuscrito, errático, febril, atravesado de huecos, guardo sólo algunas páginas. Durante años me sirvió para imaginar una película. Un Lorca de la meseta, un genio popular, una molestia en aquella ciudad terrible. Dice la leyenda que murió gritando: Viva la música. La conté en algunos despachos, dejé apuntes, pero fue recibida sin convicción, sin esperanza. Hace unos pocos años el Ayuntamiento de la ciudad le dedicó una muestra a Antonio José. La recuerdo funcional, justa, sin acentos.
Tal vez es mi memoria.

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Dice la Academia Sueca que el Nobel para Orhan Pamuk se fundamenta en la capacidad del escritor de buscar en el alma melancólica de su ciudad natal nuevas formas para el choque y la interrelación de las culturas. Felicidades a Estambul.