José Ángel Esteban. Señales de los rincones de la cultura. Y, por supuesto, hechos reales.

Archivo de diciembre, 2006

¿Se puede revisar el traumatismo bulbar?

Tenía todos los ingredientes para una buena película: una conspiración, una aventura clandestina, un misterio… y la ejecución de dos inocentes. Un productor listo había comprado los derechos de un libro en el que Carlos Fonseca contaba la historia de Francisco Granado y Joaquín Delgado, dos anarquistas ejecutados en la Cárcel de Carabanchel de Madrid, por un atentado que no habían cometido.

A las cinco y pocos minutos de la madrugada el forense escribió traumatismo bulbar después de que el garrote vil apresara hasta quebrarlo el cuello de Francisco Granado. Unos minutos después su compañero Joaquín Delgado pasó por el mismo trago. El uno dio un respingo, al otro los verdugos tardaron en atarle al aparato. Dos verdugos, el uno amarraba, el otro daba el viaje. Era el 17 de agosto de 1963. Un verano de mucho calor. Manuel Fraga era ministro de información y turismo. Empezaban a llegar los turistas. Franco pescaba a bordo del Azor.

Quince días antes los dos anarquistas habían sido detenidos acusados de las bombas que estallaron ese mes en la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol, y que provocaron una veintena de heridos leves y dos más graves, María del Carmen Anguita Abril e Isabel Peña Muñoz. El detonador se había adelantado, la sangre no estaba prevista. Pero salpicó. Y el Gobierno de Franco necesitaba respuestas urgentes, contundentes, en un momento en el que la resistencia a la dictadura política se acentuaba: un año antes las huelgas de habían agitado Asturias y nacían Comisiones Obreras: hacía falta limpieza para celebrar los XXV años de su paz. Así que, conveniente torturados y juzgados, sin pruebas, sin abogados, en 48 horas, Delgado y Granados fueron condenados a muerte y ejecutados antes de que nadie preguntara demasiado, antes de que nadie pudiera jugar a cuéntame como pasó.

Trabajamos mucho hasta encontrar la manera de contar la aventura de Francisco Granado que, enfermo de leucemia, había decidido aprovechar sus últimos meses de vida para trabajar con el movimiento libertario y preparar un atentado contra Franco. A eso había venido a Madrid desde su exilio familiar francés. Nos interesaban esos meses de regalo para una vida que se acababa, una aventura final, un sentido. Una historia. Para todo eso Granado tenía que rescatar una maleta de explosivos y esperar un contacto que no llegó. Quién si apareció para llevarlo de vuelta a Francia fue Joaquin Delgado con el encargo de liquidar el atentado y recoger a su compañero.

No les dio tiempo. Otra pareja de anarquistas preparaba otra acción, menor, una rabieta. Las bombas de la Puerta del Sol fueron sin embargo escandalosas y provocaron una reacción policial inmediata. No sabían quien las había puesto pero tenían controlados, tal vez por una delación, tal vez por una infiltración, a otros dos anarquistas pendientes de una maleta y a punto de escapar a Francia. Esos cargarían con la culpa. Más historia, más misterio, más dudas para los dos ejecutados.

Todo eso se contaba en el libro de Fonseca y todo se ordenaba además, en un fantástico documental de Laia Gomà y Xàvier Montany que habían conseguido testimonios directos y, sobre todo, la confirmación de que fueron Sergio Hernández y Antonio Martín­ los que colocaron los explosivos en la Puerta del Sol. Ellos confesaron un delito por el que treinta años antes habían ejecutado a dos compañeros.

El documental se emitió en España de manera casi clandestina (fuera ganó premios); el libro, más que bueno, no corrió mejor suerte, difundido sobre todo, entre los iniciados (hoy hay que buscarlo en librerías de viejo). Nuestra película se quedó en el guión. Pero se había abierto una grieta de memoria y también de justicia. En 1999 el Tribunal Supremo denegó un recurso contra la sentencia de muerte amparando la legalidad franquista. Lo había hecho ya o lo haría con el caso Grimau, con Puig Antich y hace menos de una semana con el caso Joan Peiró, también anarquista y ministro de las República. Pero en el 2004 el Tribunal Constitucional revisó la decisión sobre Granado y Delgado y obliga al Supremo a que acepte las pruebas nuevas, los testimonios de los otros culpables. Hoy martes 12 de diciembre el Pleno de la Sala V de lo Militar del Tribunal Supremo decide si aprueba o no la revisión de aquel juicio, de aquellos dos traumatismos bulbares.

Era una buena historia, desde luego, para una película. Todavía puede ser una excelente historia -o una terrible- para la justicia.

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Hay otra grieta, otro personaje: su historia ha quedado diluída, vedada, oculta. La de una mujer detenida junto a Francisco Granado. La conoció en aquellos días a la espera de su destino en Madrid. Nada supo de él, ni de su misión, ni de su mundo. Nada de anarquismo, nada de resistencia, de lucha o atentados. Era alguien con el que pasear, con el que ir la piscina, al que escuchar historias fascinantes de Francia, de más allá, con el que romper la terrible monotonía de alcanfor del año sesenta y tres en Madrid, barrio de Usera. Una coartada, tal vez, una posibilidad. La detuvieron, la torturaron y entonces se enteró de que el hombre al que había conocido en las última semanas era un anarquista con una misión, y al que iban a condenar a muerte. Ella pasó años en la cárcel. Y luego su pista se perdió. Sólo una nota a pie de página.

Era la protagonista de nuestra película.



Gafas

Biología, 1; Justicia, 0.

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«La mentira se descubre en la mirada. Yo he mentido muchas veces.Por eso llevo siempre gafas negras».

En el libro de Maria Eugenia Oyarzun. Pinochet diálogos con la historia.

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En aquellos días en los cines ponían, me acuerdo, El discreto encanto de la burguesía, Cabaret, Paseo por el amor y la muerte, Perros de paja, Sueños de un seductor, La casa de cristal, Taking off. Las vimos todas disfrazando el carné de identidad y a la salida, al rato, seguíamos hablando de lo mismo: Chile fórum.

Cómo me gustaba el cine, el que permanece. Cómo me acuerdo.

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En rojo

Cosas que pasan en los rincones. Los otros peatones cruzaban la calle: no pasaban coches, pero el semáforo estaba en rojo. En rojo. Él pensaba todavía en los tres encuentros, en las tres conversaciones. ¿Por qué habían sido la misma mañana de domingo? Frente al quiosco de los periódicos María le anunció que iba a hacer obras en su casa, ahora podían, obras para encontrar espacio para un nuevo habitante que llegaría en meses aunque todavía no se le notara en el perfil. Le dio la enhorabuena y empezó un paseo. En una esquina Miguel le saludó desde el coche: se marchaba de la ciudad, había pagado la hipoteca, alquilaría la casa y con ese ingreso viviría con mucho menos en una perdida esquina del mar. Siguió hasta el parque. Le gustó mirar los árboles verdes en diciembre, casi solo, en ese lugar casi secreto del oeste. Allí sonó el teléfono móvil. Jorge le invitaba a comer para contarle el viaje que tenía decidido: un año como mínimo de norte a sur, toda América, se despedía del trabajo esa semana y quería empezar con el año.

Una bocina le espabiló cuando estaba en el centro de calle. El semáforo estaba en rojo y un coche reclamaba paso. Aceleró y entonces descubrió la razones de los tres, la misma para cada uno: en el último mes había muerto el padre de María, el padre de Miguel, la madre de Jorge. Las liquidaciones de la herencia les habían permitido cambiar el paso. Delante del portal les envidió. El ascensor tembló mientras subía.

Cuando llegó a casa fue directo al rincón del teléfono. Llamó a su padre y supo que estaba bien, perfectamente, sin achaques. Hacía frío, eso sí, pero la calefacción funcionaba como en un palacio. Se alegró. Y colgó.

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La fórmula de la dinamita literaria, una ciudad y una película

Una mesa, una habitación limpia, papel, café y una estilográfica.
Primero sentencias largas y retorcidas, como un perro que se muerde la cola.
Luego borrar, tachar, quitar y poner frases, del mismo modo que alguien construye un puente piedra a piedra.
Buscar las heridas que llevamos dentro y explorarlas pacientemente, poseerlas y hacerlas una parte consciente de nuestros espíritus en compañía de las palabras de aquellos que vinieron antes, de las historias de otras gentes, de los libros de otras gentes.
Contar las historias propias como si fueran las de otros, y contar las historias de otros como si fueran propias.
Y obstinación, paciencia, necesidad innata, enfado contra el mundo, pasión, hábito,
y no conocer otra forma de ganarse la vida.

Eso, una ciudad, por supuesto, y una maleta llena de viejos manuscritos, la fórmula de Orhan Pamuk para el Nobel. Una lección.

Tomemos nota.

Y, mientras, hablemos de la ciudad, de la suya.

Una distribuidora se había comprometido a poner en el mercado en estas fechas Cruzando el puente, un documental musical hecho por un alemán y un turco, a la mayor gloria de Estambul, el rincón desde el que Pamuk se inventa el mundo.

Nada se aprende si no se descubre. Y todo aprendizaje es una peripecia, un viaje, un proceso. Cruzando el puente empieza con una cita de Confucio (para conocer a una ciudad hay que conocer su música) y termina con una confesión de humildad: quería descubrir el alma y me he quedado apenas en la piel, dice su protagonista; en el medio, en el viaje hacia la piel de una ciudad,de un mundo, hay mucha sustancia.

Fatih Hakin, que es turco y alemán y director de cine y su músico de guardia, Alexander Hacke, es un alemán, barbado, enorme y tatuado, soporte del grupo Einstürzende Neubatenen que lleva veinte años produciendo música ruidosa, industrial, abrasiva. Habían trabajado juntos (y habían ganado premios) en Contra la pared, que dirigió el uno y de la que el otro compuso la música.

Dos tipos con los ojos y los oídos muy abiertos que relatan la fascinación de Hacke por todos los sonidos de la ciudad, de una frontera, de un cruce de mundos. Una fascinación que se contagia durante todo el relato, fresco e impecablemente montado. Hay mucha música, claro, y muy diversa: violines y ordenadores, bajos de gruta y clarinetes mágicos, laúdes, saz, guitarras callejeras, tablas, saxos, percusiones. Y muchas voces, de hip hop, del rock, de tradición, de la calle o de estrellas nuevas como Aynur, o de la historia y del momento como Orhan Gencebay o Sezen Aksu, un fenómeno. Y hay palabras, confesiones, retratos, declaraciones sobre lo que se es, sobre lo que se importa, sobre oriente y occidente, Asia, Europa, los idiomas, las naciones,sobre límites, fronteras, civilizaciones. Hacke se asoma a una ventana, fuma y mira. Y se mete en la ciudad. Lo que ve es mucho más que turismo: Cruzando el puente es cine puro y desmuestra desde otro sitio que Pamuk y su premio Nobel no es una casualidad.







Esconderlos

De casualidad vuelvo a la cárcel de Carabanchel. Recorro el entorno, me asomo a las grietas, recuerdo algunas visitas, trabajos, lo que no pudimos hacer. Y me rebelo contra la certidumbre cada vez más evidente de que uno de los monumentos de la política y la sociedad de España se deja pudrir, abandonado, sin solución, sin alternativa, se certificar su historia. En las esquinas, suciedad de décadas, en las paredes, en los patios paisajes después de las batallas que policías de toda Europa han dejado con sus entrenamientos (durante meses pasaron cuerpos especiales de toda Europa, simularon secuestros, asaltos, cargas: yo he pisado suelos completamente adoquinados de casquillos), rincones tomados al asalto por okupas de querencias peculiares y un despliegue de graffiti. Una ruina para sepultar su pasado.

Antes de marcharme me encuentro con la cola que espera delante de la comisaría de documentación: el antiguo hospital penitenciario decorado de azules, con conos alargados que parecen torrretas de un torneo medieval, transformado en oficinas policiales y centro de internamiento para extranjeros. Decenas de emigrantes esperando sus papeles. Es un espectáculo: alguien que trabaja en el negociado del asunto me cuenta que hay días de espera que llenan doce, catorce, treinta horas, en invierno y en verano, a cuarenta grados o bajo al lluvia de estos días; un espectáculo sólo para ojos muy curiosos, lejos ya de los tiempos en los que asediaban el palacio de las Cortes cuando los trámites se hacían en una comisaría cercana.

En una esquina, bajo los soportales de la vieja entrada de visitas familiares, mea un hombre con maletín de ejecutivo. Un abogado.

Cuando me alejo junto a la carretera me entregan dos flyers publicitarios: un restaurante de menú, cinco euros, y una dirección de abogados expertos en reagrupamientos familiares, el target adecuado.

De regreso le cuento el espectáculo a un amigo caníbal que me cruzo por la calle. Y él, rápido, se acuerda de un viejo chiste de Mafalda: la niña y su amiga cursi, Susanita, pasean por una avenida salpicada de mendigos. Mafalda se indigna, habría que acabar con la pobreza, que no hubiera más mendigos. Susana, pragmática, replica: bueno, bastaría con esconderlos.

Lágrimas en un descampado

En el otoño de 1936 un crio al que conozco bien desde hace tantos años se arrodilló delante de una partida de falangistas y lloró hasta convencerlos de que no le obligaran a ver como morían fusilados una docena de vecinos de la comarca. Era un niño, apenas un adolescente listo y rápido que había aprendido a conducir en aquel mundo en el que ser chófer, saber de motores, delcos, bielas y volantes de camiones, era pura magia, un don.

Los facciosos le dejaron junto a la camioneta en la que él mismo había traído a los hombres armados y a sus condenados, y desde allí escuchó sorbiéndose los mocos la descarga cerrada primero y luego los doce tiros de gracia, uno a uno, como campanazos de mediodía.

La partida había empezado de mañana cuando fueron a buscarle con un fusil por delante a él y a la camioneta elegidos por una orden que no podía dejar de ejecutarse. En la camioneta fueron casa por casa, pueblo por pueblo, con el jefe a su lado haciendo cruces sobre una lista de renglones arrugados. En el descampado elegido desmontaron la carga de malditos que llevaban y ahí fue donde el chico empezó a llorar. Le habían exigido ser su chófer, le habían apuntado, pero no quería verlo. Por favor.

Muchos años después, de refilón y hace bien poco, escuché esta historia que nunca había oído y el apretado silencio de palabras que les acompañó todo el viaje de regreso, gemidos secos de nariz, ojos con parpadeo de limpiaparabrisas, hasta que se quedó en silencio en la puerta de su casa. Los otros volvieron a sus destinos y en el descampado quedaron los cadáveres y, seguro, las lágrimas más crueles que alguna vez dejó escapar el hombre que tan bien conozco desde que nací. Ese día en el que por fin desmenuzó su memoria vencido a mi insistencia conseguí conocerlo o un poco más, tenerlo más cercano.

Ayer, en Madrid, quedaron al alcance de la mano diez documentales, diez historias, para quien quiera cultivar de cerca la memoria.

Una historia negra

Hay que imaginarles en ese primer encuentro, tanteando sobre lo que más convenga, sobre lo que resulte infalible. Alrededor de una mesa, sudor de tirantes, bigote, corbata de seda, en el rincón de un bar de cuero y media luz,gafas pulidas, manos de aquilatar confesiones; o en el despacho, sí, porque no, en el despacho, juntos, en los sofás, vaso corto y los teléfonos cortados, que no me interrumpan, zona conquistada; o en las carreras si queremos jugar en terreno conocido, novelas, plano muy corto sobre los pies de los caballos que levanta hierbas, entonces cuando se reabrió el hipódromo, entre apuesta y apuesta, deciden cocaína, nosotros nos encargamos, fácil, sólo despistarla,y de remate un hostal internacional, allí hay de todo. Para celebrar que habían encontrado el método y ya ser socios.

Hay que imaginárselos, por qué no. A eso huele, por ahí respira toda esa historia de policías corruptos, eco y goma dos, confidentes, periodistas ilustrados convenientemente, cortinas de humo, falso terrorismo, drogas, por supuesto, esa historia que empezó por amor.

Por amor turbio de padre.

Dicen las crónicas, y salvo por miopía yo no he visto a nadie subrayarlo como se merece, hipnotizados por conspiraciones y votos de futuro, que la investigación a la trama corrupta de policías que manejaban falsa información y explosivos peligrosos comenzó cuando dos de los agentes policiales de acuerdo con el matrimonio detenido y un abogado, colocaron un paquete de drogas a una ciudadana rusa. Esa mujer tenía un hijo. Y había que quitárselo. Nada mejor que un kilo de cocaína convenientemente colocado para que un juez entendiera que así no se podía criar a un hijo, que había que otorgarle la custodia al padre, o sea al abogado, con quien la víctima del montaje había estado casada. Al abogado que podía estar en las carreras con los policías. Celebrando. Lo consiguió.

Así empiezan las novelas negras. Luego ya todos estrecharon su red de negocios. Hecho un cesto, hecho ciento. Después de liquidar un asunto de madre e hijo, estaban preparados si convenía a su apuesta para acabar con un sumario y estar a la altura de su primer crimen miserable.

Adolescencias

Desde dos andenes diferentes, y los dos originales, El camino de los ingleses y Brick se cruzan con adolescentes a punto de dejar de serlo: un asesinato, un amor que cambia de dirección, unos adultos despistados o inexistentes y un mundo propio con sus propias reglas. ¿De qué van, pues, las historias? De deseo, destino y confusión; de sexo, futuro y violencia; de apuestas, esperanzas y batallas; y del viaje, claro, de la angustia del tránsito y del dolor y la libertad que eso provoca. De la muerte como certeza, ahí tan cerca.

En el centro de nuestras vidas hubo un verano. Un poeta que no escribió ningún verso, una piscina desde cuyo trampolín saltaba un enano con ojos de terciopelo y un hombre al que una noche se llevaron las nubes. Los días cayeron sobre nosotros como árboles cansados.

Desde la poesía que le propone Antonio Soler, el novelista que le fascinó con su historia y que se atreve a ordenar el guión, Antonio Banderas dirige una extensa colección de imágenes en las que no da respiro a su apuesta. No hay plano inocente, no hay freno, todo lo que puede hacer lo hace y en el exceso retórico — de ángulos, de música, de tramas- puede que se hunda, es cierto, pero también es verdad que su propuesta encuentra rimas distintas a esos esquemas mil veces contados. Y ese riesgo es el que le salva.

Otra retórica diferente es la de Rian Johnson, el director de Brick que, con poco más de 350.000 euros, encaja a la perfección como máscaras en un molde una historia adolescente en el mundo del cine y la literatura negra. Aquí hay zapatillas deportivas y diálogos de hielo; clases, pasillos y taquillas de instituto y juegos de poder con mujeres fatales y mafiosos, deseos ocultos, trampas, venganzas, un autoridad con corbata y una investigación en vaqueros y cazadora en lugar de sombrero, humo y gabardina: como si Muerte entre las flores , aquel pastiche deslumbrante de los hermanos Cohen, tuviera un hermano pequeño en el bachillerato, puede que la historia del cadáver en el instituto y sus posibles asesinos chirríe a veces por las hormas y por la voluntad indie, es cierto, pero también es verdad que su esquema transmite perfectamente el desasosiego y el misterio de empezar a crecer definitivamente con la verdad a cuestas.

Banderas de ida y Johson de vuelta, tan alejados, se sintieron fascinados por los libros cuando hicieron sus películas. El americano de Málaga porque encontró en la novela de Soler sus propios recuerdos, la elegía de su adolescencia; el americano de California porque gracias a los Cohen, entre otros, descubrió a Hammett y Chandler, por ejemplo. Qué suerte. En una vuelta de tuerca ya lo pregonaba Fernando Savater hace bien poco: si les dicen que lo audiovisual es enemigo de la lectura, no hagan caso, a través del oído y de las imágenes se puede llegar a descubrir la literatura. Y después el mundo.

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Un vacío tan enorme

Cosas que pasan en los rincones.Entre, miré y en el mismo instante ya no supe exactamente donde estaba. Así que volví la cabeza para encontrar al otro lado de la puerta la tranquilidad de confirmar que, efectivamente, había entrado desde donde había entrado.

Pero allí, en la tienda, ¿dónde estaba? ¿Por qué no había nadie en ese sitio? Era domingo, pero un domingo no es día con adjetivo en ese mundo. ¿Por qué ahora me parecía tan amplio y otras veces, en un entrar y salir para algo absurdamente imprescindible, lo percibía tan minúsculo, tan atiborrado, tan caótico y ruidoso?

Vacía, pulcra, perfilada la tienda con la luz de neones mecánicos, los ángulos afilados, las baldas leales, los cien mil colores en respetuosa jerarquía, los caramelos, las sopas, las bayetas, los tarros, latas, botes, artesas, cajas, cestas, frascos, el orden obediente y orgulloso de todo y cada cosa podía ser mi barrio o el sur de Los Angeles, Estocolmo o Santander, Paris, Cremona, cualquier sitio, esa sensación dislocada de pisar a la vez todos los suelos, el mismo aire, un vértice del mundo.

Avancé y en un rincón aparició Amy Chang, fotógrafa china de Tejas y vecina de Madrid. Había colocado cámaras y trípodes porque quería captar el espacio limpio, quería omitir las caras de los dueños para enseñar las tiendas libres de estereotipos y prejuicios que acompañan a un color de piel o unos rasgos faciales diferentes. Quería darnos la oportunidad de observar con tiempo suficiente su organización minuciosa, su mundo dominado, mirar con descaro sin ser impertinentes.

Amy tenía que hacer más fotos, esperar a que se vaciaran los espacios, negociarlos, encontrar por ejemplo un locutorio, esa perfecta tierra de nadie, ese lugar de ningún sitio, con cien pasaportes y sin hora fija, lugar de llegada y de pasada, de encuentros y de esperas. Un lugar sin tiempo y cien relojes esperando su objetivo. Me fui. Amy Chang siguió enfocando. Tenía mucho que enseñar.

Lo que dice el silencio

Uno de los misterios del cine, el más esquivo, el más importante, es el tiempo. El tiempo interno, el que pasa mientras la película discurre en la pantalla, el de los ojos del espectador, el tiempo que se cuenta, el que se oculta. Con una pequeña cámara digital y otra de superocho, sin luz artificial, con seis meses por delante y dieciséis años de paciencia, el director alemán Philip Gröning rodó más de 170 horas en la Grand Chartreuse. Las ha convertido en 164 minutos de película para intentar contar la eternidad, el tiempo detenido, la vida monástica de un grupo de monjes cartujos en Los Alpes.

La película se llama El Gran silencio y tiene un tiene un sonido majestuoso: cada roce de los hábitos, cada paso, cada página de libro, el viento, las puertas, los copos de nieve, todo suena en las celdas, en los claustros, en la huerta, con una nitidez poderosa. Y, sobre todo tiene imágenes del secreto, con una luz de ventanas y rendijas que encuentra réplicas de Zurbarán y de la pintura tenebrista, objetos cargados de experiencia, retratos quietos de los monjes ante la cámara que son como confesiones mudas y un paisaje exterior grandioso que cierra el paréntesis donde la comunidad se ha recluido. Lo mejor, lo fascinante, es precisamente ese misterio cotidiano desvelado en imágenes silenciosas, ese ir y venir, de las rutinas, los oficios, el trasiego, la luz calma, los rezos, los símbolos que mantienen su forma de vida en pie, el misterio más allá de los altos muros, la comunidad autosuficiente, la experiencia.

Grönig es creyente y no parece importarle cómo y porque han llegado hasta allí esos ascetas, cómo y porqué se han escondido del mundo (haber nacido en una ciudad con Cartuja tiene esas cosas: rumores de huidas, de refugios, de secretos de grandes familias, de vocaciones repentinas al lado de otras convincentes); al director cristiano le interesa más el testimonio y supongo que por eso al final deja que un monje -ciego como aquel Jorge de Burgos inventado por Umberto Eco que perseguía la risa- hable para dar razones de su fe, no de su experiencia. No era necesario, en mi opinión, ese discurso final, esa lección absolutamente respetable, desde luego, que chirría y que sólo se explica por el miedo y la apuesta del director a que su película no se perciba como equivalente a místicas del otro lado del mundo.

A mi lado, en el cine, alguien pasaba una cuentas zen; un poco más allá, alguien dormitaba. El resto de la sala, a rebosar, no perdía detalle, fascinada.

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Hay otros silencios, sin embargo, que hay que romper, definitivamente.

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Y otros silencios que sirven para que afortunadamente hablen los poetas.

Un día el mundo se quedó en silencio;
los árboles, arriba, eran hondos y majestuosos,
y nosotros sentíamos bajo nuestra piel
el movimiento de la tierra.