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¿La obra del mejor cuentista español de todos los tiempos?

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Puede que, después de todo, vivir sea una cuestión lumínica. Y que los días dependan, no ya del cristal con el que miramos, sino de la luz que proyectamos. O de la luz que los objetos (y los días) irradian.
Es lo que primero que pienso al acabar Técnicas de iluminación (Páginas de Espuma), la última obra de Eloy Tizón (Madrid, 1964), de quien llego a leer estos días que es «el mejor cuentista español de todos los tiempos».
9788483931523_04_h-639x1024Yo no sé qué decir después de leer una frase así. Supongo que me marean un poco esas declaraciones. Que me causan cierto estupor y también cierto vértigo, e imagino que en parte simplemente por desconocimiento: porque no conozco lo suficiente el género del relato como para ser tan categórica.

Sí sé, sin embargo, que hacía mucho tiempo que no leía una colección de relatos tan redonda. Una obra en la que cada cuento viene a superar al anterior —si es que estableciésemos un orden— y en donde cada palabra aparece justo en el lugar exacto en el que parece corresponderle. Como si Tizón se hubiera propuesto colocar las piezas de un puzzle ya existente, de una obra que, de tan perfecta, pareciera haberse escrito de antemano.

Cierro el libro y recuerdo aquella reflexión de Milan Kundera que durante un tiempo tanto me gustó y en la que venía a reducir la existencia a una cuestión de peso y levedad. Pienso ahora en que puede que Tizón tampoco ande desacertado en su parámetro. Y que los días sean un reguero de momentos alumbrados de forma intermitente. Un trasiego de estados cambiantes, mostrados con distinta intensidad. De ocasiones fugaces que podríamos distinguir en función de su claridad: instantes brillantes e incluso eléctricos, algunos; e instantes sombríos, lúgubres y tristemente cubiertos, otros.

Fogonazos, a fin de cuentas, que van más allá del sistema binario de luces y de sombras, y que construyen relatos tan deliciosos como El cielo en casa, Ciudad dormitorio y Manchas solares, mis tres favoritos de la obra.

Todas ellas historias imbuidas de esa «extraña normalidad» de la que se habla en la contraportada del libro y en las que aparecen personajes perdidos, vagando a tientas, en busca de una razón —luz natural— o una justificación —luz artificial— para actuar como lo hacen.

Historias descritas en lugares que se definen en función de su luminiscencia y que identificamos fácilmente: un vagón de cercanías que puede ser el último de la noche o el primero de la mañana en la hora de la «explosión solar», ese «resol naranja de pájaros y jaulas»; una discoteca en la que «convulsionan luces epilépticas, cadavéricas»; un manicomio en el que el tiempo son «manchas de colores diluidas en aguarrás»;  un despacho oscuro sumido en el «submundo de las catacumbas de un edificio inteligente»;  un escenario con los focos desmontados; o un cielo en el que las estrellas «siguen siendo un jeroglífico», esa vertiginosa  y misteriosa «instalación eléctrica» que nos cubre.

Espacios circunscritos en narraciones que son sobre todo poéticas y en las que descubrimos a un cuentista que, si no es el mejor de todos los tiempos, al menos sí está, o estará, en un lugar imprescindible.