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Cuarenta años sin Pablo Neruda, poeta necesario

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Como el pan de cada día o como el aire que exigimos trece veces por minuto, que dijo Celaya, hay poesía y hay poetas necesarios.

Son esos que nos hablan desde las vísceras y que nos cantan a pleno pulmón de sus sueños y sus miserias. Esos, cuyas palabras, documentos de vida, se han quedado para no marcharse solapadas a las nuestras y en los que es preciso creer para sobrevivir entre tanta mentira, entre tanto embuste prefabricado, la mayoría de las veces por quienes nos gobiernan.

114932Precisamente, esta semana se cumplen 40 años de la muerte de uno de esos poetas necesarios. Pablo Neruda, paradigma de honradez literaria, fallecía el 23 de septiembre de 1973 en Santiago de Chile por causas que estos días se investigan. Por eso, más allá del motivo de su fallecimiento —en breve se determinará si murió de forma natural o fue asesinado por el régimen de Augusto Pinochet—, he querido recordarlo del mejor modo que se me ocurre: leyéndolo. Estos días he desempolvado su Residencia en la tierra, su Canto general y sus Veinte poemas de amor, y he deseado que el día no acabara para adentrarme en la parte de su profusa obra (compuesta de más de cuarenta libros) que aún desconozco.

Revisitar al Premio Nobel me ha permitido recordar al «formador de lenguajes imprescindibles» que fue —en palabras de mi querido maestro, el Catedrático de Literatura Hispanoamericana José Carlos Rovira— cuando canta el gozo del amor y del erotismo más puro, pero también cuando es el vate dolorido por el lacerante paso del tiempo. Cuando aparece en los versos ese ser abatido ante la proximidad de la muerte «que espera vestida de almirante», y a ese que, aun renegando de las soluciones que ofrecen las religiones, encuentra por momentos únicamente consuelo en cierto panteísmo.

He respirado en muchos de sus versos el «clima otoñal» de su poesía, no la del hombre triunfante sino la del «ser explotado y vejado» del que hablaba el estudioso de su obra Giuseppe Bellini. Y he comprobado su constante… la certeza de «lo poca cosa que somos», del misterio de la vida y la muerte como ciclos de una misma cosa, de algo que no sabemos en realidad qué es y hacia dónde nos lleva.

Sobre ese material, me he vuelto a alegrar de sus feroces ganas de trascender una muerte que «está en los catres: en los colchones lentos, en las frazadas negras». Y su sed de ser auténticamente humano, de «no seguir siendo raíz en las tinieblas, vacilante, extendido, tiritando de sueño, hacia abajo, en las tripas mojadas de la tierra».

He revivido, en suma, a ese poeta de corazón grande, con «ansia sin límite» y hambriento de vida y de luz que fue Pablo Neruda. Inconmensurable en los temas por los que transitó e irreducible a una poesía social que algunos han intentado desacreditar sin demasiada fortuna.

Quiero no tener límites y alzarme hacia aquel astro.
Mi corazón no debe callar hoy o mañana.
Debe participar de lo que toca,
debe ser de metales, de raíces, de alas.
No puedo ser la piedra que se alza y que no vuelve,
no puedo ser la sombra que se deshace y pasa.