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El poeta que mejor desnudó un corazón «de cintura para abajo»

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Verso libre, eslabón perdido, señorito distinguido, pariente descarriado.
La figura de Jaime Gil de Biedma es un poliedro cuyas caras han resultado en una especie de acertijo para sus biógrafos y lectores.

Intérprete de una vida múltiple y de una personalidad compleja, logró desdoblarse una y otra vez en varias identidades que, como en el poema Contra Jaime Gil de Biedma, rivalizaron hasta caer en el insulto.DSC_0368

De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso,
dejar atrás un sótano más negro
que mi reputación —y ya es decir—,
poner visillos blancos
y tomar criada,
renunciar a la vida de bohemio,
si vienes luego tú, pelmazo,
embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes,
zángano de colmena, inútil, cacaseno,
con tus manos lavadas,
a comer en mi plato y a ensuciar la casa?

La singularidad de su figura, recordada hace unos días en la representación de la obra Abrazos al aire, en el Teatro Fernando Fernán Gómez de Madrid, no ha impedido, sin embargo, que despuntara un rasgo en el que sí ha habido consenso: la condición extrema y auténtica de su poesía. 

Gil de Biedma fue el poeta español contemporáneo que cantó al erotismo de la forma más franca, leo en una de sus antologías. Y lo cierto es que pocos fueron capaces de acabar con el rígido puritanismo hispano, de rebasar esa dualidad tan perversa y tan nuestra que nos ha hecho oscilar con frecuencia entre la mojigatería y la obscenidad, entre el sermón parroquial y el discurso más lascivo y barato.

La semana pasada —gris y difícil, en la que no dejó de llover—, desempolvé el poemario de ese que tanto y tan bien cantó a la amistad, al paso (al vértigo) del tiempo —»En mi poesía no hay más que dos temas: el paso del tiempo y yo«— y al amor. Y recordé su obsesión por la perfección, que resultó en una obra breve y brillante, revisada una y otra vez, hasta la extenuación, durante años.

Observé que Gil de Biedma supo, como pocos, desnudar un corazón «de cintura para abajo», heredero como fue de la poesía más impura y más humana que propugnó Neruda en su Caballo verde para la poesía. Y lo hizo, a diferencia de muchos, «sin despreciar —alegres como fiesta entre semana— las experiencias de promiscuidad», «las noches en hoteles de una noche (…) en pensiones sórdidas y en cuartos recién fríos”. Adjuntó así al relato del “verdadero amor”, el de esos otros “trabajos de amor disperso” que no son desechables aunque hayan sido despreciados por muchos literatos.

Llevó a su obra sin tapujos su «impaciencia del buscador de orgasmo», pero también su deseo de encontrar «el dulce amor, el tierno amor para dormir al lado». Y quiso, del mismo modo, retratar su vida crápula en «las calles muertas de la madrugada y los ascensores de luz amarilla», pero también su interior de «muchacho soñoliento y esperanzado», aún no tocado por las espinas de la vida.

Fue, en definitiva, el vividor poeta y el literato cantor de una experiencia sincera, en la que vida y literatura resultaron lo mismo: un compuesto indisoluble.