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El héroe discreto… ¿Fin de la cita?

Por Paula Arenas M-Abrilpaula_arenas

Hago mías mis faltas, que dijo Celaya, y que no sé expresar mejor; razón por la que imprudentemente (como la voz en off de una película) elijo esta mala manera de comenzar: con una cita. No, no es fin de la cita.

Es sólo que pensé en la posibilidad de no cumplir con lo escrito en mi anterior texto cuando anuncié que en el siguiente, éste, contaría si leída ya la última de Llosa, mi impresión sería la misma que la de las primeras páginas. Por eso ese «fin de la cita» robado y entre paréntesis. Porque he decidido cumplir.

La discreción de El héroe discreto (Alfaguara) es excesiva. Sí, falta pasión, la pasión y la verdad (pasada por la ficción, a nadie le interesa la catarsis si no es artística) del escritor peruano de Travesuras’ de la niña mala.

Sigue siendo mi reina; 'Travesuras de la niña mala'

Sigue siendo mi reina; ‘Travesuras de la niña mala’

Entretiene, pero no hace que anheles ir a reunirte con él en cualquier momento, arañar un minuto acá, otro allá, para ver qué ocurre con el destino de los héroes cotidianos que protagonizan la historia.

Sacar de la cotidianidad o mejor dicho: llevar a la cotidianidad una historia de la manera en que se salvan las curvas no tenía por qué haber desembocado en tanta discreción y tanta cotidianidad. La literatura está para traspasarla. Ahora sí: fin de la crítica a ‘El héroe discreto’.

Ya. Que falta contar por qué no me gusta ‘personalmente’ este autor, dato que aseguré contaría. No sería cobardía omitirlo, pero sí escribir en mi contra. Si algo quise contarle al lector es el error que a veces cometemos dejando de leer a alguien por cómo es.

Pero al tiempo… Lo cuento, soy humana, qué le vamos a hacer: la contradicción es parte de nuestro ADN. Así que ahí va, y ahora parecerá una ridiculez, claro, como cuando andan anunciándote algo genial mil veces, que luego, cuando llega, ya no te resulta ni siquiera bien.

Tenía yo 20 años, estaba estudiando Filología Hispánica, y fui a escuchar a Vargas Llosa en la madrileña Casa de América. Estaba llena, pero no me importó estar de pie. Hay que ser ‘alguien’ para que te reserven una silla (o ir acompañado de alguien que sea alguien…), en fin, que cuando terminó la larga charla en la que también intervenía el escritor Jorge Edwards, aquella estudiante apasionada de la literatura (aunque más del XIX español) se acercó a Llosa. Era la primera vez que pedía una firma.

Ni siquiera me contestó, no detuvo su mirada en la mía ni un segundo. Lo repetí: Señor Vargas Llosa, ¿podría usted firmarme este libro? Edwards debió de sentir el malestar suficiente como para venir en mi ayuda, me había quedado como una niña perdida y ruborizada allí en medio, y me dijo con amabilidad: «Si quieres yo te firmo algo…».

No iba a firmar un libro de Llosa, así que cogió uno de los carteles que anunciaban su charla y estampó bien grande su firma. La conservo. Gracias, Edwards, y perdonen, queridos lectores, que mis contradicciones se hagan tan evidentes en mis letras. Disculpas también a Vargas Llosa, porque yo misma soy contraria a leer o no leer a un escritor por cómo sea. De lo que estoy segura es de que usted me oyó y me vio. Si lo cuento, lo cuento. Aún así: perdone por el cuestionable gusto al contar lo contado.

Ahora sí: Fin. Me voy con la última del para mí siempre infalible (no me falles) Isaac Rosa. Una habitación oscura, una generación estafada…