‘Boston. Sonata para violín sin cuerdas’, la sátira inmisericorde de Todd McEwen

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Los editores advierten sin indulgencia en las páginas que preceden a la obra: Boston. Sonata para violín sin cuerdas (Automática) es «una sátira inmisericorde de la sociedad contemporánea» en la que prima una «absoluta falta de consideración hacia lo políticamente correcto». Y sin embargo, el aviso sobre ese «humor ácido» que «se revuelve contra todo» no exime al lector del desconcierto que le acompañará durante el tiempo que le lleve recorrer la obra.

bostonPorque el delirio es la constante de la primera novela traducida al castellano de Todd McEwen (California, 1953), uno de los grandes maestros vivos de la sátira literaria. Y el despropósito —a veces con efectos desternillantes—, el denominador común de la serie de episodios que conforman la existencia de su protagonista, William Fisher.

No es de extrañar así que una de las prescripciones iniciales sea su lectura dosificada —nunca más de 50 páginas al día— y que nadie tenga a bien responsabilizarse de los efectos de esta grotesca historia.

La laguna Walden, famosa por ser el lugar en el que vivió aislado en una cabaña el poeta y filósofo Henry David Thoreau, es el punto de partida de este dislate. En mitad de la superficie helada, un día cualquiera y a la vez el «más deprimente del invierno», William Fisher observa de manera inesperada el espectro del Thoreau y sufre, acto seguido, un resbalón que le lleva a golpearse la cabeza. Un accidente que aticipará la espiral de infortunios de la que buscará salir sin descanso, pero también, sin ningún éxito.

A partir de ese momento, este indolente administrador en un instituto de Ciencias y «terrible arañaviolines» en su tiempo libre, iniciará una sucesión continua de absurdos encuentros y desencuentros con los grotescos personajes que se cruzarán en su camino: universitarios remilgados, mujeres caprichosas y filósofos errantes en una ciudad «enferma de modernidad».

Se revelarán así, mediante la omnipresente receta de la sátira, las goteras de un sistema que hace aguas y en el que el individuo poco o nada puede hacer frente a las trampas del destino y las impersonales estructuras de la civilización. Una idea que palpita en una obra loca pero en ningún caso exenta de reflexión.

Conduce trabaja come. Conduce trabaja come. Conduce trabaja come.Conduce trabaja come.Conduce trabaja come. Conduce trabaja come. ¡Boston! En sus días más oscuros Fisher se aferraba a la hipótesis de que los bostonianos no tienen en absoluto voluntad propia. Boston: un inmoral teatro de marionetas sobre una cadena de transmisión. La gente avanza y retrocede en las calles mediante poleas astutamente ocultas. Miran por las ventanas, rebuznan a sus conciudadanos, todos mecanizados, todos maniquíes.

Y es que, ataviado con un violín sin cuerdas —con el que se hace después de incinerar en un horno a ‘don Chirridos’, el anterior— y con una venda ensangrentada alrededor de la cabeza, Fisher hará de la máxima de la Ley de Murphy —»Cualquier cosa que puede ir mal, irá mal»— un modo de vida. Y lo hará, siempre igual: de forma accidentada y exento de una voluntad que parece no existir en su atolondrada existencia.

Reina de este modo una atmósfera de desgobierno en un texto que incluso falta al respeto a las normas gramaticales mediante la «deliberada deformación de palabras» o de errores continuos en la puntuación y la concatenación del discurso directo, reflejo de la «maltrecha cabeza» de su protagonista.

Una signo más del menosprecio por el intelectualismo que siente McEwen, quien reconoce en su nota para la edición que Boston —su primera novela, publicada en 1983 con el título Fisher’s Hornpipe—  es «el Cadillac» de su carrera literaria, con «un motor que ronronea de aquí para allá y aún logra llamar la atención», aunque él, asegura, no ocupe ya el asiento del conductor.

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