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Los líderes políticos debaten sin energía

Por José Luis García – Área de Energía y Cambio Climático de Greenpeace

 

Cuando repasamos las secuelas del único debate entre los cuatro líderes de las principales formaciones que se presentan a estas elecciones, la sensación es que el debate se queda en lugares comunes que solo desatan pasión cuando se aborda la corrupción, pero que no logran entrar en el fondo de los asuntos en los que nos jugamos tanto. Debaten, pero lo hacen sin energía.

aspirantes presidenciales en el debate

Los aspirantes presidenciales antes de comenzar el debate a cuatro (EFE)

Y la ausencia de la energía fue llamativa en el debate. No sé si porque no lo saben o porque no les importa, pero apenas encontramos menciones de pasada en las que se criticó el impuesto al sol, el ‘fracking’ o la nuclear de Garoña, pero de manera tan superficial que nadie que no esté al tanto de lo que sucede pudo valorar el motivo de la crítica.

El único tema relacionado con la energía que mereció un poco más de atención fue el de las puertas giratorias, que sin duda lo merece, pero el foco estaba en el problema del exceso de poder de las grandes empresas, independientemente de que coincide que muchas de las que abusan de este giratorio fenómeno son las grandes energéticas. Y desde luego que es necesario acabar con las puertas giratorias, pero ¿cuáles son las propuestas?

Haría falta que algún partido se diese cuenta de que el exceso de poder de esas empresas no viene solo de la colocación de líderes políticos en sus consejos de administración (práctica que no es más que un instrumento para sus intereses corporativos), sino de la legislación que permite la concentración de poder oligopolístico en sectores clave como el de la energía.

El problema es que las grandes energéticas (eléctricas, petroleras, gasistas…) dominan, porque así se les permite, todos los ámbitos del negocio: son a la vez árbitro, defensa, delantero, entrenador, utillero… y el espectador, en este caso sufrido consumidor, viendo un partido en el que siempre ganan los mismos. En el caso de la electricidad, paradigma de oligopolio, no se debería permitir que las mismas empresas que hacen una labor tan necesaria como llevar la luz (y el gas) a nuestras casas, sean las mismas que se dedican a producirla.

De nada sirve que tengamos derecho a elegir con quién contratamos la luz, si el dueño de los cables por los que esa electricidad nos tiene que llegar es uno de los que la fabrica: es como si las carreteras fueran propiedad de Volkswagen, Ford o Renault. Es evidente que entonces los coches de esas marcas tendrían muchas más facilidades para circular que los autobuses públicos, por ejemplo. Y eso pasa con la electricidad: los dueños de las centrales nucleares y térmicas son también dueños de los cables y, por tanto, controlan “la llave de la luz”. Con una llave tan poderosa en sus manos, a ver qué gobierno se atreve a plantar cara a sus intereses. Solo así se pueden entender aberraciones como el impuesto al sol, o que se puedan mantener en funcionamiento centrales de carbón que contaminan varias veces por encima de los límites legales, o que se pretenda alargar la vida de las centrales nucleares cuando los riesgos y la gestión de los residuos los pagamos entre todos.

Los superpoderes de las energéticas vienen de antiguo. Las puertas giratorias no solo consisten en espectaculares colocaciones de expresidentes de gobierno en consejos de administración. Es toda una tradición encontrar personas en puestos de responsabilidad política en los ministerios y consejerías que estaban a sueldo de las energéticas antes de ocupar su cargo y que tenían su silla esperando en el mismo sector una vez pasado el periodo legal de incompatibilidad. Por no mencionar cómo los planes energéticos se aprobaban tal como llegaban de las empresas, a veces hasta sin quitar el logo de la patronal Unesa.

Además de erradicar las puertas giratorias, hace falta una total separación de poderes. La gestión del sistema, el transporte y la distribución de electricidad, son actividades que están reguladas, es decir, que realizan un servicio público de acuerdo a normas establecidas. Y esas actividades deben ser realizadas por empresas independientes por completo de las que generan la electricidad. Y los organismos reguladores, encargados de controlar esa actividad, deben ser absolutamente INDEPENDIENTES de los intereses de las empresas.

La cuestión de fondo es quién manda aquí, quién pone las normas. O, dicho de otra forma, a quién sirven los responsables públicos y los partidos que aspiran a ejercer esa responsabilidad. Que cada cual saque sus conclusiones: quien controla la energía controla el poder.

 

 

Los estados ya no compiten por la nuclear sino por las renovables

 

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Joan Herrera – Abogado

Treinta años desde el accidente de Chernóbil, cinco desde el de Fukushima, y aún hoy podemos escuchar aquello de “temer la energía nuclear es como temer un eclipse de sol, no se puede encarar el debate sin apriorismo, el debate nuclear se tiene que hacer sin ideología de por medio”. Frases como estas se han dicho desde todos los rincones, especialmente antes de prorrogar la vida útil de las centrales.

Pero Fukushima, como Harrisburg en 1979, como Chernóbil en 1986 o Tokaimura en 1999, demuestran que un imprevisto puede alterar todas las previsiones. A punto estuvo de pasar en Vandellós en 1989 cuando estuvimos a muy poco de sufrir un grave accidente nuclear. En todos los casos, un imprevisto, en forma de error humano o de circunstancia extraordinaria y no prevista, hizo que la delgada línea roja decidiese entre rozar la tragedia o tocarla con la palma de las manos.

Central nuclear

Y así, por un escenario no previsto, se ha dejado todo un territorio y miles de vidas hipotecadas para centenares de años. Este es el problema de la energía nuclear. Una energía cara –no explican que los costes sólo son asumidos por un privado cuando la administración paga la construcción, el desmantelamiento de la planta, se hace cargo del seguro o se encarga de la gestión de los residuos–; una tecnología que no sabe qué hacer con los residuos peligrosísimos que genera; y, lo que es más grave, una opción que supone asumir riesgos extraordinarios, riesgos absolutos en caso de accidente.

Pero la seguridad es un coste que nadie parece querer tener en cuenta y que no está internalizado en los costes de generación nuclear: costes de los planes e infraestructuras de emergencias, costes de desmantelamiento, costes de gestión de residuos, costes de cultura de seguridad. Frente a ello, la política de los propietarios de las centrales ha sido la optimización de la producción ahorrando costes de gestión, porque las centrales nucleares, una vez amortizadas, como es el caso de España, son una hucha de hacer dinero. En nuestro país, las nucleares se amortizaron ya hace años, primero gracias al mecanismo del Marco Legal Estable antes de la liberalización del sector eléctrico y luego gracias a diversas ayudas del Estado –como los costes de transición a la competencia (CTC)-  y a unos beneficios desorbitados por el perverso sistema de formación marginalista de precios en el pool.

Más allá de incidentes, accidentes e historias para no dormir, hay que decir que la energía nuclear lleva tiempo en situación de freno y marcha atrás. En EEUU, desde 1979 (accidente de Harrisburg) no se ha construido ninguna nueva central y en España, desde 1991, año en el que el Ministro Claudio Aranzadi terminó con la moratoria nuclear, nadie ha querido hacer ninguna otra nueva. Esta tendencia también se constata en el análisis de los 15 últimos años. En este período, el 56,2% de la nueva capacidad eléctrica instalada corresponde a las fuentes renovables (y el 29,4% a la eólica). A lo largo de estos 15 años, desde el 2000, el balance de incrementos y descensos de capacidad arroja este saldo: la eólica gana 116.759 MW; el gas 101.277 MW y la fotovoltaica 86.926 MW. Por el contrario, en el furgón de cola están el fuel oil (que pierde 25.293 MW), el carbón (se reduce en 24.745 MW) y la energía nuclear (baja 13.190 MW). Y cuando se pregunta por qué Estados Unidos lleva tres décadas sin nueva inversión nuclear, la respuesta que dan los economistas americanos es su elevado coste y la necesidad de fuertes ayudas públicas para las nuevas centrales.

Los estados no compiten por la nuclear sino por las renovables y esa es la clave de fondo en la competencia económica entre EEUU y China que, no por casualidad, son ya las primeras potencias del mundo en tecnologías limpias, después de haber desbancado a la Unión Europea en ese liderazgo.

El modelo energético mundial está cambiando hacia lo que Jeremy Rifkin define como “Tercera Revolución Industrial” a través de las energías renovables. Y la clave que determina que el modelo sea nuevo o reproduzca los errores de los modelos existentes es si es un modelo de generación distribuida, en manos de más gente, más democrático y con menos pérdidas.

Y mientras esto pasa, en España no somos capaces de encarar un debate sobre el futuro de la energía nuclear, mientras la industria va ganando sus absurdos pulsos a la sociedad. Entre ellos las prórrogas a la central de Garoña, una central ruinosa y cuyas mejoras no le van a salir nada a cuenta al propietario, pero que sirven al conjunto de las centrales nucleares para mantener la expectativa de que plantas que deberían cerrar continúen en funcionamiento.

Lejos de esa realidad, encarar el debate de cómo afrontar el cierre de las plantas abriría la oportunidad de afrontar también el debate energético. Para España las consecuencias de un parón nuclear pueden ser positivas debido al exceso de generación en el sistema, muy superior a los 7.000 MW nucleares. Esa sobrecapacidad permitiría elevar mucho más los objetivos de renovables en generación distribuida para mejorar los malos ratios de dependencia energética y de eficiencia energética. Se trata de hacer lo que han hecho otros. Una vez las plantas están amortizadas, lo que ganan de más debe servir no para repartir dividendos entre accionistas, sino para invertir en renovables, eficiencia y alternativas económicas en los entornos de las plantas. Se trata pues de hacer de un problema, el cierre de las plantas, una oportunidad: la oportunidad de avanzar hacia un sistema energético menos dependiente del exterior, que incentive el ahorro de energía y la reducción de las emisiones de CO2.

Las renovables constituyen el cambio tecnológico más importante del siglo XXI por su rápida maduración, por ser la fuente de aplicación más rápida y más eficaz para reducir las importaciones de petróleo y las emisiones de CO2 y porque son un instrumento de innovación tecnológica imprescindible para cambiar nuestro patrón de crecimiento y crear empleo.

Tenemos de nuevo nuevas elecciones y estas serían una magnífica oportunidad para que cada uno de los actores políticos se comprometiese con un horizonte sin nucleares. Deberíamos romper la hucha que representan las nucleares para las eléctricas y con ello aplicar la ética de la energía que consiste, sencillamente, en no derivar los problemas a las futuras generaciones.

  • Imagen: Blatant World

Regreso a Fukushima, cinco años después del accidente nuclear

Raquel Montón – Greenpeace y Fundación Renovables

El mes pasado estuve en Japón, visitando Fukushima 5 años después del accidente nuclear. Cinco años es mucho tiempo si tenemos en cuenta que el accidente está lejos de haber terminado, sin embargo, es muy poco tiempo si pensamos que los efectos de la contaminación radiactiva apenas acaban de comenzar.

El lugar donde se encuentra la central nuclear sigue estando muy contaminado con radiactividad. En la carretera más próxima a la central está prohibido ir a menos de 70 km/h y no se puede parar bajo ningún concepto. A día de hoy, sigue siendo imposible conocer ni la ubicación de parte del combustible nuclear fundido ni en qué estado se encuentra. Desde hace 5 años todos los días ininterrumpidamente se vierten más de 300 toneladas de agua en los reactores nucleares para evitar que ese combustible fundido, esté donde esté, pueda volver a “activarse”. Cientos de miles de millones de litros de agua que se acumulan por todas partes.

En nuestro camino hacia el noroeste de Fukushima, que es donde cayó la mayor parte de la radiactividad que fue a parar a tierra, apenas vimos gente. En estos 5 años 115.000 personas han dejado de vivir en Fukushima. Unas 63.000 todavía lo hacen en pequeñas viviendas prefabricadas en apenas 5 metros cuadrados por persona. Y a pesar de que de manera natural la radiactividad va decayendo, este proceso es tan largo que no permitirá hasta dentro de 300 años que las cosas vuelvan a estar como antes, pero su desgracia no acaba ahí. El Gobierno de Japón, en su empeño por volver a la normalidad, está descontaminando las carreteras y los 20 metros más próximos a las casas, apenas una cuarta parte de todo lo contaminado, pero con ello justificará que la gente puede regresar.

Bolsas de 1 metro cúbico con residuos radiactivos (Greenpeace)

Bolsas de 1 metro cúbico con residuos radiactivos (Greenpeace)

 Y ¿cómo quita el gobierno la contaminación radiactiva?, pues lo que están haciendo es “barrer” los primeros 5 cm del suelo y meterlos en bolsas. Unas bolsas negras que contienen unos 1.000 kilos de tierra contaminada cada una. Por el momento ya han llenado 9 millones de bolsas. Las bolsas están por todas partes, mires donde mires. En estos momentos hay 114.000 sitios con montones de bolsas. No se sabe qué van a hacer con ellas, pero es que además la tierra que “barren” tampoco queda limpia porque se vuelve a contaminar con el terreno que está a su alrededor y que no ha sido descontaminado. En resumen, a finales de año el Gobierno acabará de limpiar, según sus planes, y dejará de dar ayudas a esas personas que viven apiñadas, que se verán obligadas a regresar con la radiactividad y las bolsas. El propio relator de Naciones Unidas para los Derechos Humanos ya ha alertado que esto puede violar el derecho humano a la salud.

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La transitoriedad nos cuesta un pico

Hugo Morán – Exdiputado HugoMoranFernandez

En tanto que España debería abordar cuanto antes su proceso de transición energética, a riesgo de quedarse definitivamente descolgada de los ejes estratégicos de acción política que ocupan en estos momentos a los gobiernos de los países de nuestro entorno, precisaría para ello desembarazarse, a la mayor brevedad, de la transitoriedad política que paraliza al país desde hace semanas y que amenaza con prolongarse durante unos cuantos meses más.

Pedro Sánchez

El secretario general socialista, Pedro Sánchez (izquierda), durante la segunda votación de su investidura en el Congreso de los Diputados. (Javier Lizón / EFE)

Son razones económicas, sociales y ambientales las que urgen a una revisión profunda de nuestro modelo energético. Económicas, porque la estructura industrial ve amenazada su competitividad como consecuencia de unos precios que lastran el atractivo de los productos españoles y que acaban pagando los trabajadores en forma de una precarización laboral-salarial con la que las empresas intentan paliar vía nóminas sus facturas de energía. Sociales, porque en tiempos de crisis la pobreza energética ha venido a cebarse precisamente con las clases más vulnerables, añadiendo dramatismo allí donde ya había desesperanza. Y ambientales, porque el cambio climático comienza a hacer mella en la calidad de vida de los ciudadanos y esto no es sino el preludio de una espiral de cambio global.

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