La energía es el motor fundamental e indispensable para el desarrollo de la vida en general porque facilita tanto el buen funcionamiento de nuestro organismo y el desempeño de acciones gracias a la ingesta de alimentos, hasta el desarrollo de muchas de nuestras actividades cotidianas como calentar el agua con la que nos duchamos. El acceso a la energía es, por tanto, un derecho que incide directamente en la calidad de vida de las personas y que está directamente vinculada a la inclusión social y la igualdad.
La energía debe ser, por tanto, considerada como un bien básico de primera necesidad y, como tal, su disponibilidad debe estar por encima del poder adquisitivo de las personas. Un derecho innato y de acceso universal (como la sanidad o la educación) que debería estar recogido en nuestro ordenamiento jurídico. Bajo este mismo interés social, nuestras necesidades energéticas deben ser cubiertas bajo criterios de equidad y justicia intergeneracional, de forma sostenible y respetuosa con el medio ambiente actual y futuro, algo que sólo puede conseguirse mediante la electrificación de la demanda y su cobertura con electricidad procedente de fuentes de energías renovables.
La realidad es que tenemos un sistema eléctrico que no garantiza el acceso universal a la energía y , por numerosas razones, la ciudadanía ha perdido absolutamente la confianza en él. Los que tenemos la suerte de poder pagar la factura de la luz, no solemos preguntarnos cómo sobreviviríamos un día sin electricidad, pero esto no nos puede servir de excusa para eludir una realidad y es que muchas personas en el mundo e incluso de nuestro entorno cercano, no disponen de renta suficiente para poder cubrir las necesidades básicas de suministro de energía, una situación que pone en riesgo el bienestar de las personas, al aumentar la probabilidad de padecer problemas de salud mental y física entre dos y cinco veces, según conclusiones de un reciente estudio elaborado en Barcelona.
Esta pobreza energética es una realidad en España y no sólo depende de la insuficiencia de ingresos, sino también del elevado precio de la energía y de las malas condiciones constructivas y de habitabilidad de las edificaciones. Según los últimos indicadores de pobreza energética publicados en España, la crisis sanitaria por la pandemia del COVID-19 ha provocado que en 2020 la pobreza energética haya aumentado casi un 22%. El 16,8% de los hogares están en pobreza energética por tener un gasto energético desproporcionado en relación a sus ingresos, un 10,3% de los hogares padecen pobreza energética por no cubrir sus necesidades mínimas de energía, el 10,9% de la población (5,2 millones de personas) no fueron capaces de mantener una temperatura adecuada en su vivienda durante el invierno y un 9,6% de la población (4,5 millones de personas) sufre retraso en el pago de las facturas.
La solución aplicada hasta ahora ha sido el llamado Bono Social (térmico y eléctrico). Respecto a este último, apenas se beneficiaron de media 1,2 millones de personas en 2020, según los boletines de indicadores eléctricos de la CNMC. Además, esta ayuda se basa en un descuento en la factura eléctrica total, en lugar de en una disminución del precio, tanto en potencia contratada como en energía consumida. Son cuantías insuficientes teniendo en cuenta que, según la OCU, un consumidor medio con tarifa PVPC ha pagado en 2021 un 41% más que en 2020 y un 18% más que en 2018 por el incremento de precios del mercado de la electricidad como consecuencia del precio del gas natural, de los derechos de emisión de CO2 y del obsceno modelo de fijación de precios marginalista.
Ante estas ineficiencias estructurales, existen otras alternativas como una Tarifa Social, propuesta ya hace años desde organizaciones como la Fundación Renovables o Ecologistas en Acción, con la que se pretende, mediante una potencia mínima gratuita, cubrir el consumo mínimo vital de electricidad de aquellos colectivos más vulnerables y en riesgo de exclusión social. Sin embargo, ambas organizaciones coinciden en que esta tarifa no sería suficiente si los edificios siguen siendo ineficientes energéticamente, principalmente por una mala envolvente térmica, factor que agrava la pobreza energética. Y, además, hay que tener en cuenta que el parque de vivienda español se caracteriza por ser viejo (media de 45 años) e ineficiente (certificado energético E) según un estudio realizado por idealista.
Una rehabilitación energética integral es la solución más eficiente ya que esta podría llegar a reducir la necesidad de calefacción de nuestras viviendas, extremadamente dependiente de los combustibles fósiles, hasta un 80% , según el GTR. Actualmente, existen más de 1,5 millones de viviendas de primera residencia que no reúnen las condiciones mínimas de habitabilidad y que requieren actuaciones de urgencia, para las que, desde la Fundación Renovables, proponen un programa de rehabilitación de 250.000 hogares al año, lo que supondría una inversión total pública de 15.000M€, como recogen en su documento “Lecciones aprendidas para salir de la crisis”.
En cuanto a los efectos del incremento del coste del gas fósil sobre el precio del mercado eléctrico, son un reflejo de que el modelo de fijación de precios no funciona adecuadamente en un sistema en el que las renovables tienen un coste marginal próximo a cero y requieren de un cambio profundo del sistema eléctrico hacia uno más transparente, justo y democrático para que paguemos al precio que cuesta realmente generar la electricidad. En 2019 este coste de la energía suponía el 40% de la tarifa eléctrica.
Por otro lado, están los costes regulados, los que se fijan vía BOE. Estos se encuentran principalmente en la parte fija de la tarifa por el término por potencia contratada y son una prioridad, pues dependen de la decisión política y no suponen alterar o modificar drásticamente el funcionamiento de un mercado como el marginalista, un proceso mucho más complejo, aunque necesario. Para reducir los principales costes regulados de la tarifa, la Fundación Renovables propone adelantar la retribución del RECORE a este año y repartir sus costes con el Fondo Nacional para la Sostenibilidad del Sistema Eléctrico – FNSSE entre todos los consumidores de energía (petróleo y gas) y no sólo de electricidad, repartir los peajes de transporte y distribución por energía gestionada (pago por uso), disminuir la anualidad del déficit de tarifa mediante la extensión de su amortización a 2034 e incluir la compensación extra peninsular en los Presupuesto Generales del Estado – PGE.
Al margen del funcionamiento del sistema eléctrico y de la estructura tarifaria, el autoconsumo fotovoltaico es el instrumento fundamental para empoderar al consumidor y convertirlo en un sujeto activo y central del sistema. Modalidades como el autoconsumo compartido y, en especial, las comunidades energéticas son también fantásticas herramientas para paliar la pobreza energética al poder compartir nuestra producción de electricidad, a pesar de la actual limitación de 500 metros como máximo entre puntos de generación y consumo, una barrera que se tendría que eliminar cuanto antes.
Sabemos a dónde queremos llegar y que se trata de un proceso muy complejo, dada la transversalidad del sector, pero también sabemos que cualquier esfuerzo merecerá la pena, pues la energía es el motor de un nuevo modelo social y económico y la implicación de la ciudadanía es indispensable para acelerar el cambio de modelo energético.
Manuel Abeledo – Técnico de la Fundación Renovables