El frágil medioambiente no guarda vacaciones

En mi ignorancia, o buena disposición no razonada, suponía que el tiempo existencial se había detenido por una urgencia ambiental. Imaginaba un mundo que estaba dedicado a restañar una parte de los olvidos y desperfectos. La premura mandaba. Veía a todo el mundo buscando a los culpables del cambio climático y del resto de crisis ecológicas. Dado que soy un preocupón positivo pienso que cada persona es, debería ser más bien, una sucursal del medioambiente. Dotada de criterio propio pero ligado al colectivo. Si así fuera, haríamos cola para penetrar en el medioambiente o transfigurarnos en uno consolidado, por pequeñito que fuera. A veces sucede y despegamos hacia la ilusión transformadora. Si lo conseguimos enseguida nos sentimos frágiles frente a esa complejidad medioambiental que otros no se molestan ni siquiera en mirar.

Ahora me doy cuenta de que era una mera impresión. Al final los abandonos nos superan. No tenemos un foco iluminador de lo coherente, de lo conveniente. Obrar al libre albedrío de cada uno deja muchos espacios vacíos. La vida es una inconcreta paradoja.

Será por esa razón que perseguimos la existencia de un lugar seguro, que nos dé su habitabilidad protectora. Se podría catalogar como una especie de franquicia ambiental. Porque la mayor parte de las personas reconocemos que no somos inocentes observadores. Es ese estadio mental o sitio físico al que invitaríamos a visitar a mucha gente. En él nos empeñaríamos en vender un pretendido orden ecológico. No resultará fácil divulgar convencimiento y ofrecer transformación individual y ciertos hábitos proambientales. Casi tendría más efecto poner carteles o imágenes provocadoras para que la gente entre simplemente a pensar. Un rótulo grande, para leer al principio y al final, avisaría de que somos ecodependientes. Pagarían una prenda los que se manifestasen negacionistas, si es que la curiosidad los animaba a la visita. Permanecería custodiada allí hasta que un suceso ecosocial que les hubiese demostrase la incerteza hecha realidad.

En un escenario comprometido las ciudades se llenarían de franquicias personales, familiares o de grupo. Hace falta pues el asunto ambiental está que arde, o inunda, o quema, o emponzoña el aire, o se filtra en los suelos, o enmierda las masas de agua. Llegó el verano y la mente ambiental, o el rincón cerebral que la maneja, se tomó un descanso, solo roto por las olas de calor. El tenue pensamiento colectivo perdió su trascendencia, o arrinconó su presencia. Además lo hizo con simetría universal. Llamativa esa unanimidad que tendrá que explicarnos la sociopsicología. La desidia ecológica que parecía una despistada praxis pasó a ser un asunto que se podría calificar de lesa humanidad, pues se tornaba mayoritaria. ¿No lo es que poca gente se implique en conocer por qué se baten récords de temperaturas mínimas y máximas por todo el mundo?

Frente a ese parón de pensamiento, no falta ciudadanía que va y viene impelida por lo que supone que el conjunto social ignore la evidencia. A decir verdad, duda a dónde se dirige y para qué. También intuye que lo que puede acontecer apenas importa al resto. Es consciente de que no se trata de dar un paso global hacia el más allá totalmente seguro sino de no superar el crítico presente ascendente. Duda si sirve más lo poco que necesitamos con lo mucho que ambicionamos. Querría pregonarlo a ver qué sucede. ¿Acaso será un plan de fuga del territorio habitual? Titubea porque la oscuridad social está llena de fracasos ambientales, incluso en el caso del cambio climático y sus consecuencias (como “Alerta Roja” lo ha calificado el Secretario General de la ONU). El abandono se da más todavía en verano que es época placentera por definición. Empieza como vacaciones que se asocian a dejar vagar o vaciar el pensamiento. Demasiadas uves al mismo tiempo.

Entonces se asoma sin querer el apocalipsis del mundo, o el provenir enmascarado. Una idea mucha veces imaginada. No solo sucedió hacia el año mil. Es normal que surja en épocas tumultuosas. La pandemia actual las incita. El colapso no viene en forma de meteorito, como aquel que se llevó a los dinosaurios hace unos 66 millones de años. Hoy las amenazas son más sutiles. Hay advertencias sobre los dilemas del presente: olvidos éticos, desastres ambientales, récords de temperaturas que se quedarán en anécdotas, evidencias científicas, disgresiones políticas y desigualdades crecientes, entre otras. El miedo atenaza por momentos con episodios muy sonados por su intensidad y recurrencia. Pero en verano los nubarrones se disipan pronto, aunque descarguen tormentas y agobios por el calor. Las emisiones olímpicas alejaron al medioambiente de nuestras ataduras mentales.

A pesar de todo, algunos inquietos se dieron una vuelta por los medios de comunicación. Buscaron el rincón ambiental. Si lo encontraron fue exiguo, reducido casi al mínimo. Como si no tuviera importancia. Les pareció que el verano había limpiado la(s) crisis ambiental(es). Bueno, todas no. Quedaron en forma de incendios en los países ribereños del Mediterráneo, en California o Siberia y sequías varias. Anteriormente en inundaciones porque los ríos quisieron recuperar sus cauces usurpados. Las máximas mandatarias europeas Der Leyen y Merkel se acordaron momentáneamente del cambio climático. Pero pasó el ruido mediático y la preocupación se disipó. La malla mediática apenas se hizo eco del deshielo de Groenlandia o de las liberaciones del permafrost en Siberia. Otros iconos veraniegos acapararon la audiencia, como la publicación del informe del IPCC culpando a los humanos del desatino climático, pero su eco se apagó enseguida. Lo que dicen los aguafiestas, por más que sean científicos, no es bien recibido. No hay nada mejor que taparlo con todo un santoral de iconos placenteros alejados de los daños ambientales. La gente recuperaba la playa y las vacaciones en la liberación pospandémica. Casi al final ha estallado el drama social de Afganistán, que también es medioambiente.

Algo se dijo de la huella ecológica y del día de sobrepaso del Planeta. Pero en verano casi nada es lo que parece. Quienes buscan los olvidos se preguntan si como individuos pensantes están en el sitio que les corresponde. Máxime cuando políticos y comerciales han incorporado mensajes ambientales bonitos. Son conscientes de que la autoría del posible cataclismo y de la naciente solución les(nos) pertenece. Si bien a veces dudan sobre si eso es el medioambiente, o un camino intermedio que aunque no deseado pueda producir algún cambio. No llegan a comprender la fragilidad ambiental a la que aboca el crecimiento económico. Los rebeldes no se dejan engañar porque la subversión ambiental no vendrá nunca desde el poder. Si tuviese ese origen tendría forma de símbolo o mercancía, sería poco eficaz.

Aún así, los inconformistas no dejan de darle vueltas al asunto. Se diría que permanecen en una noche de insomnio incómodo, con visiones apocalípticas y continuas interrupciones. En ellas su mente les repite una y otra vez, mediante imágenes perturbadoras, que el futuro ecosocial es un sueño permanente que se vive estando despierto. A su lado, alguien ronca.

(GTRES)

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