Archivo de diciembre, 2020

¡Adiós Ártico!; voló la cigüeña

Hemos tomado el título, puede ser que a contrapelo, de Adiós, cigüeña, adiós, aquella película dirigida por Manuel Summers que fue estrenada en 1971, tras sortear varios problemas con la censura. El caso es que contribuyó a decir a las generaciones de adolescentes que eso de que la cigüeña traía a los bebés desde París era un mentira, más bien un invento de los mayores para evitar explicar a los niños y jóvenes cualquier cosa que tuviera que ver con la procreación. Permaneció más de un año en cartel. Hemos querido recordarlo porque bien merece una mención agradecida cuando va a cumplir 50. En bastantes situaciones, hilvanar y ordenar secuencias ciertas para explicar la realidad ocultada -en aras de no se sabe qué- es una práctica que deberíamos acostumbrarnos a ejercitar. Máxime si hablamos de asuntos necesarios para la educación personal o social.

Por cierto, Alfred López, que dinamiza el blog Ya está el listo que todo lo sabe aquí mismo, explica en una entrada que este pájaro tan grande ya gozaba de popularidad en las mitologías griega, romana, germana o escandinava, donde se asociaba con buenaventura y prosperidad. No es de extrañar que autores varios relacionasen a las cigüeñas con la dicha de la llegada de los bebés, pero fue Hans Christian Andersen quien lo popularizó en un relato escrito en 1838. Lo de París debió venir asociado a la ciudad del amor. Como las clases pudientes de la segunda mitad del XIX viajaban a la capital gala para celebrar el reciente casamiento, se supone que de allí traían el ovulito fecundado. Por lo que fuera, las cigüeñas se llevaron la fama de traer los niños, y nos dejaron con el cuento mal contado que sumió a demasiada gente en la desinformación durante largo tiempo.

Las primeras cigüeñas de la primavera frente a una ‘superluna’ en Macedonia del Norte. (Georgi Licovski/EFE/Archivo)

Hablando de asuntos poco conocidos, o si se quiere de escaso interés general, traemos al Océano Ártico al escenario ecosocial que anima este blog. No por naciente, sino por haber sido durante mucho tiempo algo así como una parte de la epistemología de la vida, por su papel regulador dentro del clima global. Si se me permite, el remedo del título de esta entrada puede servir como metáfora de la percepción ártica que posee la gente del Hemisferio norte. Se preguntarán qué tiene que ver lo uno con lo otro; más tarde se verá. Suponemos que quienes habitan en el sur del planeta están poco interesados en lo que sucede por el Círculo Polar Ártico, tanto por lejano como por desconocido. Pero además, por una u otra razón, lo que hace unas décadas parecía incuestionable: el Ártico es un océano helado que cubre varios meses del año la parte más septentrional de la esfera terrestre, ha dejado de ser verdad, o está en el camino.

Las tierras árticas casi pertenecían al mundo de la fábula. Gente extraña como los vikingos -la historia que  nos contaron decía que estaban siempre ocupados en molestar a los demás- moraban y navegaban por sus cercanías, como cuenta National Geographic. Los dioses Thor –no confundir con la diosa del trueno que tanto éxito le dio a la editorial Marvel- y Odín los acompañaban. El primero tenía, por lo que se dice, influencia en el clima y las cosechas, amén de otras cosas entre las que destacaba lógicamente el trueno. El segundo atesoraba más clase pues estaba cerca de la sabiduría, la poesía y más cuestiones del espíritu.

Varios siglos más tarde, los pioneros aventureros se lanzaron a la carrera para ser los primeros en atravesar los hielos –barrera infranqueable también mítica- y llegar al Polo Norte. Antaño, como hoy mismo, los pobladores lapones o inuit hacían de la lucha contra las adversidades climáticas una virtud. Con el tiempo descubrimos que desde allí, vive en Rovaniemi (Laponia finlandesa), Papá Noel visita a la gente del Hemisferio Norte cada Navidad para llevarle regalos, no niños, montado en su trineo tirado por renos. Por cierto, de entre las muchas películas, de animación o no, que hablan del Ártico no pueden perderse la española Klaus, que trata sobre la apertura de una oficina de correos –regalos que van y vienen- en tierras árticas y se hizo acreedora al prestigioso galardón Bafta a mejor película de animación en la 73 edición de los premios de la Academia Británica de las Artes Cinematográficas y de la Televisión; y tuvo serios competidores. Por si todos estos detalles árticos no fueran suficientes, las auroras boreales pintan los cielos del norte de sugestivos colores. El recóndito océano helado sostiene además otros muchos atractivos, entre ellos el magnetismo, pero también una rica biodiversidad, como se empeñan en demostrarnos la gente de CAFF (Conservation of Artic Flora and Fauna), que curiosamente celebraron su Congreso sobre Biodiversidad en el Ártico en Rovaniemi del 9 al 12 de octubre de 2018.

Pero ahora sabemos que el Ártico lleva camino de no serlo en su esencia, de perder una parte de su asombroso misterio. Nos hemos quedado, como en el caso de la mentira de la cigüeña, con cara de tontos, de no saber de qué va la vida, lo cual nos coloca en una situación muy embarazosa. Es más, da la impresión de que es tal la cantidad de catástrofes anunciadas relacionadas con la zona septentrional en su relación con el cambio climático que la gente ha optado por hacer oídos sordos; no se achaque esta postura a la negligencia de las personas sino que es posible que se sientan desbordadas. ¿Le ocurrirá lo mismo a los gobiernos que no reaccionan ante lo que ya está aquí? Pero estos tienen sin duda más responsabilidades. Bien es cierto que ha habido intentos de convenios internacionales como el OSPAR, entró en vigor en 1998, pero sus antecedentes vienen de la Convención de Oslo hace casi 50 años, en 1972. Está signado por varios países entre ellos España, para proteger el medio marino del Atlántico Nordeste de algunas prácticas contaminantes, pero devenires posteriores y lo del cambio climático desborda aquellas buenas intenciones. ¿Dónde dirían que se renovó la Convención? En París claro, un par de años más tarde, cual si lo hubiera traído la cigüeña, esta vez el acuerdo estaba más referido a la contaminación marina de origen terrestre.

(EUROPA PRESS/’LA CAIXA’/ANDONI CANELA)

Ya disculparán quienes se asomen a este blog que seamos tan insistentes con los cambios árticos, pero es que tienen una enorme repercusión en la dinámica climática, y a la vez son una consecuencia de la misma. La zona ártica actúa como sensor global, emite alarmas en forma de deshielo, de disminución de su superficie, de alteración de las condiciones de biodiversidad. Hemos leído en una web de la UE que Groenlandia se deshace en agua que amenaza con subir el nivel del mar unos 15 cm en unos pocos años; un estudio recogido en PNAS (Proceedigns of the National Academy of Sciences of United States of America) lo atestigua. Sepamos todos que por allí el clima está mudando hacia otro definido por más lluvia y aire más cálido; con menos hielo.

¿Y si el Ártico, tal como era, se nos va? Echen un vistazo a esta simulación de la pérdida de su masa helada. Reparen en algunos años en concreto y el ritmo que ha tomado desde hace un tiempo.

Si esto se mantiene o acrecienta, no servirá con decirle simplemente adiós, como en la película de Summers y agradecerle los servicios prestados y que ahora nos haya abierto los ojos ante la emergencia climática. Es más, ni siquiera las cigüeñas podrían/deberían llevar a cabo sus desplazamientos anuales de ida y vuelta hacia tierras más cálidas; incluso algunas veranearían por allí. A este paso, se quedarán en Rovaniemi y desde allí traerán los bebés. En serio, malos presagios si las vemos durante todo el año en los tejados de las iglesias de la zona septentrional de Eurasia y América. Además, el Ártico – «El punto más caliente del cambio climático«, como lo titula un artículo de la Universidad Complutense de Madrid, se desvanece porque en torno a él surgen muchas apetencias comerciales y extractivas. No podemos cruzarnos de brazos y decirle un adiós anodino a este santuario.

Una última cuestión: ¿Le traerá algo la cigüeña al Ártico en este 2021 tan incógnito? A saber si partirá desde París o Rovaniemi.

El reloj climático de los glaciares de los Pirineos se adelanta

De los muchos indicadores que los especialistas tienen en cuenta para estudiar las variaciones climáticas y su persistencia se encuentran los hielos permanentes. Lo hacen en tierras lejanas, habitualmente muy frías como son las zonas polares. Pero también se fijan, y mucho, en la variabilidad de los glaciares que todavía resisten en las grandes montañas. No hace falta irse al Kilimanjaro, del que diversas investigaciones científicas aseguran que perderá en unos años sus nieves perpetuas que se han mantenido casi 12.000 años, para comprobar que el clima global está cambiado a más cálido. Y claro, no solo es grave la desglaciación que se observa por todo el mundo, sino al ritmo que se está produciendo. Por el verano de 2019, National Geographic lanzó un SOS por la alarmante reducción de los glaciares del Himalaya en los últimos 40 años, que cifraba en unos 45 cm verticales al año entre 2000 y 2016, el doble de lo que lo hacía durante los 25 años anteriores.

Vista aérea de la cordillera del Himalaya, con el monte Everest. (GTRES)

Qué decir del Perito Moreno, del que muchos científicos temen que no falte mucho tiempo para que nadie viaje para ver sus estruendosas demoliciones. Emplazado en el Parque Nacional de los Glaciares, allá por los Andes australes argentinos, enclave para el que se deberá pensar en un nombre nuevo pues pronto apenas albergará alguna masa permanente de hielos fósiles.

El glaciar Perito Moreno es una gruesa masa de hielo ubicada en el departamento Lago Argentino de la provincia de Santa Cruz. (GTRES)

Mucho más cerca de nosotros, en los Pirineos, las cosas no van mejor. Una reciente investigación pronostica que en unas pocas décadas perderán unas de sus cualidades definitorias: ser los guardianes del tiempo pasado, de cuando las glaciaciones dominaban una buena parte de Europa. Los trabajos llevados a cabo por varias universidades españolas y el IPE (Instituto Pirenaico de Ecología) han constatado que desde 1850, cuando se contabilizaban 52 glaciares pirenaicos que suponían una superficie de más de 2.000 ha, han mermado hasta ser solo 19 masas heladas y ocupar unas 250 ha. En una reunión científica de hace unos días, el investigador López Moreno daba cuenta de un seguimiento de su equipo que podría afirmar que en 2020 apenas sobrepasaban las 200 ha, habían perdido un 13% en cuatro años. De los que existieron en tiempos en otros lugares elevados de grandes montañas de España solamente quedan fotografías antiguas.

Como las alertas ya vienen de antiguo, hace unas décadas se elaboró un Plan Rector de Uso y Gestión de los Monumentos Naturales de los Glaciares Pirenaicos, protegidos desde 1990. Pero la ciencia experta considera casi imposible proteger, a pesar de las restricciones de ocupación ya dictadas, dado que para salvarlos del todo haría falta cambiar el clima. Por eso, proponen acciones para remarcar su interés para la sociedad, que los valore más y quizás encamine sus prácticas diarias a mitigar el cambio climático. Podían utilizarse como icono en la sensibilización colectiva.

La desaparición de los glaciares pirenaicos ha llevado aparejada la formación de pequeños lagos de alta montaña –allí los llaman ibones-. Bastantes ni siquiera tienen nombre todavía. Estos “lagos bebés” como los llaman los científicos son laboratorios magníficos para estudiar la vida más simple conocida (fitoplancton, zooplancton o primeras algas). Pero además, guardan restos de la contaminación atmosférica de los últimos 3.000 años en el sur de Europa, porque las partículas expandidas por el aire viajan muy lejos con los vientos, según una investigación liderada del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), en la que también han participado el Ciemat (Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas) y el IGME (Instituto Geológico y Minero de España). Por eso, los científicos reclaman la consideración de estos ibones como depositorios de ciencia y lugares de contemplación, excluyendo su uso como lugares de recreo. De otra forma, se habrá perdido una rica secuencia geológica y de vida.

Pirineos De Huesca. (EUROPA PRESS)

Convendría leer La biblioteca del hielo de la poeta escocesa Nancy Canmpbell en donde expresa su visión de la relación del ser humano con el misterio de lo glacial. Ella misma aconseja leer rápido porque la contemplación no estará ahí para siempre. Para la gente más pequeña puede servir la serie de películas Ice Age, (La Edad del hielo), van ya varias, en donde se palpan metáforas y se adivinan realidades de lo que puede ser la desaparición de las masas heladas. Merece la pena verlas y comentarlas en familia. Acaso plantear preguntas sobre las necesidades migratorias y otras aventuras que la humanidad tiene planteadas como colectivo.

Definitivamente, los relojes glaciares adelantan que es una barbaridad. Mal asunto. Su maquinaria depende de la temperatura global, cuanto más crezca esta más rápido se atascarán sus complejos mecanismos o estallarán, atropellados por la energía desbocada. Nos resistimos a creer que la sociedad en su conjunto no encuentre alternativas para mitigar el cambio climático que provoca; ni siquiera a partir de la valoración de la belleza de lo extraordinario.

El perturbador riesgo ambiental va a lo suyo; París +5

Más bien a lo nuestro, porque lo suyo en cierta manera nos pertenece, más que nada por la creciente y dilatada influencia negativa que en él estamos ejerciendo, cada vez con más insistencia y en diversas magnitudes. Dado que se van a cumplir 35 años desde que Ulrich Beck publicó La sociedad del riesgo, es conveniente retomar algunas de las cuestiones que sometía a reflexión. Cabría empezar por aquello de que el riesgo, a menudo asociado a poblaciones o sociedades vulnerables de por sí, se “democratizaba” y empezaba a hacer mella en aquellas otras que supuestamente iban a estar al margen de desastres serios; al menos eso parecía en las últimas décadas. Aquello de países ricos y pobres, privilegiados y desgraciados, parecía inamovible. Claro que en esas sociedades favorecidas los impactos no tenían la categoría de los que las otras soportaban, pero las molestias comenzaban a hacerse insoportables, debido a su magnitud o por su recurrencia. Un ejemplo, para ilustrar un asunto a día de hoy: la continua afección de las borrascas de gran impacto -en la fachada este del Atlántico, suroeste europeo, o los huracanes que suceden en Centroamérica y EE UU- que provocan golpes continuos a la economía costera y a la vida social, amén de los destrozos en los litorales; hace unos días devastaron Honduras y Guatemala, una vez más. La AEMET (Agencia Estatal de Meteorología) viene ocupándose del asunto desde hace años; quién tenga interés puede estar al día si visita AccuWeather.

Alertaba Beck de que  las sociedades no identifican ni adoptan un modelo de riesgo. Ha sido el propio desarrollo industrial quien las ha conducido a esta opción no elegida. Por eso, no debe sorprendernos que muchos de los supuestos inamovibles en las condiciones vitales que definían los estilos de vida de las esferas sociales protegidas se hayan tambaleado. Por supuesto que las llamadas de atención del sociólogo alemán tuvieron defensores e incrédulos, pero así se forma la cultura global que maneja al mismo tiempo las transformaciones y los riesgos. Ni antaño ni ahora se pensaba en aquello que ya había expresado Heráclito unos 2.500 años antes: el mundo cambia constantemente porque nada es permanente. Por cierto, Heráclito se las tuvo con Parménides.

Beck acertó en algunos pronósticos globales, los hay que están en fase de definición o incluso se han sobrepasado; se dan ámbitos sociales y territoriales especialmente afectados mientras que otros se libran de los mayores impactos. No estuvo solo en el cuestionamiento de la modernidad prevista. Bauman, Touraine y Sennett –se preguntaba qué tipo de sociedad hemos construido y qué somos ahora- intentaban esclarecer los rasgos de la enorme transformación social que se estaba operando en el mundo y anticipaban algo de lo que estaba por venir; cuestionaban los pilares básicos que por entonces se limitaban al concepto progreso. Sea como fuere, estos autores junto a otros, estaban alertándonos sobre las inseguridades de la nueva sociedad global, de las cuales el devenir económico iba a ser una señal, pero también la metamorfosis social o los peligros inherentes al medioambiente, no solo visibles en el cambio climático. 20minutos recogía en enero de 2016 una selección de los mayores riesgos ambientales; a día de hoy, ninguno ha dejado de serlo.

En síntesis, los pensadores citados avisaban de que el modelo industrial y tecnológico que parecía la panacea no lo era. No solo ellos apreciaban que el modelo conllevaba una serie de transformaciones; estaba provocando riesgos no previstos, que por varios sitios exhibían a la vez contingencia y ambivalencia. ¿Quién era capaz de acertar? Un poco más tarde pasó lo que todos conocemos: la crisis generada en torno al año 2008 no solo afectó al devenir colectivo sino que los individuos se vieron atrapados en unos impactos que todavía sufren. Ocurrió a pesar de que estábamos advertidos.

Demasiadas veces se recurre a un científico para iluminarnos y decir aquello que nuestra desorientación no alcanza a precisar para que se entienda pronto y bien; nos referimos a Albert Einstein. Vino a decir que el mundo que hemos creado es proceso de nuestro pensamiento. Difícilmente se cambia sin modificar nuestra forma de pensar. Pero en este asunto asistimos a una algarabía universal en este siglo XXI que a pesar de que ya va a completar su primer cuarto sigue creciendo. En fin, que en el devenir de aquellos años previos a hoy coincidieron el encarecimiento y agotamiento de recursos con el menoscabo de las seguridades. Sus recíprocas interacciones llevaron al desencanto de mucha gente; una parte se situó en el lado extremista, otra perturbación con la que no se contaba dentro del estado de bienestar. Para colmo, en 2020 llegó el golpe brutal en forma de pandemia.

Todo lo anterior era una justificación para hablar un poco más detalladamente sobre los riesgos ambientales que no son percibidos por muchas personas, pero todos sabemos que vienen en el paquete llamado progreso. A casi nadie se le escapa que, como defendía Beck y sigue haciéndolo cada vez más gente, los riesgos actuales nacen y se consolidan en el marco de las relaciones entre naturaleza y sociedad por una parte, y desarrollo y medioambiente por otra; o las cuatro entrelazándose simultáneamente. Desde diversos ángulos de la ciencia se dice que la eclosión del SARS Cov-2, de esos virus diversos ya soportados y los que llegarán, ha sido empujada por los desastres que la sociedad ha generado en la naturaleza, sujeta hasta entonces a sus propios ritmos. También se sabe desde siempre que el proceso civilizatorio ha provocado innumerables cambios en el medioambiente, lo ha degradado más intensamente o menos en según qué aspectos, con afecciones más o menos visibles en determinados entornos.

Pero al final, lo que empieza por un lado tarde o temprano llegará al otro. La vulnerabilidad aparece como la nueva amenaza de la confiada sociedad del siglo XXI. Así pues, lo que al decir de la gente de ciencia y las organizaciones sociales y ecológicas eran riesgos evidentes, se ha convertido en catástrofe social, con dimensiones diversas en escenarios diferentes. Y algunas de esas calamidades vienen adheridas a lo que todos conocemos como cambio climático. Ante esta nueva perspectiva solo cabe anticiparse al riesgo ambiental, lleva varias décadas avisándonos, al menos posicionarse para que los siniestros queden un poco amortiguados, sabedores de que siempre dependen de magnitudes numerosas, de la población afectada y también están sujetos a incertidumbres; hay cosas predecibles pero otras no lo son tanto.

Claro que siempre nos queda utilizar de forma colectiva aquello que decía Stephen Hawking: “la inteligencia es la habilidad de adaptarse a los cambios”. Aún así deberemos valorar colectivamente los riesgos para ver si es posible mitigar los efectos, y que haya menos gente damnificada. De otra forma lo decía Félix M. de Samaniego, sería estilo fábula: “si al evitar los riesgos la razón no nos guía, por huir de un tropiezo, damos mortal caída”. Desentrañar este tipo de mensajes es clave cuando se habla de la actuación global ante el visible riesgo ambiental que se llama cambio climático.

Manifestantes en París en la Cumbre del Clima de 2010. (EFE)

Se cumplen ahora cinco años desde la Cumbre del Clima de París 2015 y los objetivos de reducción de la temperatura global siguen lejos. Estos días hemos escuchado noticias alentadoras: el presidente americano Biden quiere recomponer los desaguisados del negacionista Trump, la UE aumenta su compromiso para la reducción de gases de efecto invernadero hasta el 55%. Harían bien todos los países en declarar la emergencia climática en sus territorios, como recomienda la ONU.

Recordemos que tenemos en marcha la sucesión acelerada del momento riesgoso en alarma 2030; no se sabe en qué medida le afectarán los últimos buenos propósitos. El reloj del tiempo va a lo suyo, no entiende de peligros, aunque para el planeta en su conjunto sean perturbadores. ¿Y nosotros?

La guerra contra la naturaleza según Guterres

Hace unos días se publicó en Covering Climate Now, una iniciativa periodística global de 400 medios de comunicación comprometida con los sucesos y mentalidades que gobiernan nuestro tiempo, una entrevista al Secretario General de la ONU, Antonio Guterres. En ella, este denuncia los atropellos continuados que sufre la naturaleza por parte de todos. Tan dura es su visión que no duda en decir que la especie humana, debido al conjunto de sus desmedidas apetencias, se encuentra en una guerra permanente con aquello que le da la vida. Guterres emana cordura en cada una de sus respuestas, a la vez que temor ante lo que tenemos ya encima; por eso traemos aquí algunos de sus lamentos, que son a la vez peticiones de auxilio urgente.

El secretario general de la ONU, Antonio Guterres. EFE/Zipi/Archivo

Primera idea contundente: nos encontramos dentro de una grave emergencia climática. No hay que decir más sobre ello, pues cualquiera conoce cifras y tendencias. Ante esta certeza, la supervivencia de la humanidad será «imposible» sin que Estados Unidos se reincorpore al Acuerdo de París 2015 y logre emisiones netas de carbono cero para 2050. Dado que parece que bastantes de los actuales mayores emisores como la Unión Europea, el Reino Unido, Japón y China –el mayor contaminador pero su Presidente Xi Jinping dijo a la ONU que su país alcanzará cero emisiones netas para 2060– están por la labor del “CO2 cero” para 2050, se hace imprescindible la aportación de los Estados Unidos en la batalla decisiva; menos mal que se va de la Presidencia del gran país americano el señor Trump, calificado en algún sitio como “el pirómano climático”. Además, se dice que la India, otro de los grandes responsables del deterioro del aire global, empieza a congeniar la reducción de sus emisiones con la ingente tarea de sacar de la extrema pobreza a centenares de millones de sus habitantes.

No debemos desechar la hipótesis de que si cambian las cosas no todo está perdido, según recoge Climate Action Tracker en un reciente artículo publicado por la BBC «los objetivos de la limitación del aumento de temperatura todavía estarían al alcance”, pero urgen decisiones drásticas. Es más, reproducimos textualmente “con las negociaciones climáticas globales estancadas y la conferencia de las partes de este año (COP26) pospuesta hasta 2021, habría pocas expectativas de progreso en el tema en la Asamblea General de la ONU”. Por eso, hace falta que los países hagan lo que prometieron en los Acuerdos de París en 2015.

Segunda advertencia de Guterres: si los países del G20 siguen invirtiendo tanto en energías fósiles –con subsidios en algunos de ellos, España también-, van a dejar una deuda económica, ética y ambiental a las generaciones futuras. Cita de la entrevista antes mencionada: Los billones de dólares que se están invirtiendo ahora para reactivar las economías golpeadas por la pandemia también deben gastarse de manera «verde», o las generaciones más jóvenes de hoy heredarán «un planeta destrozado».

Tercera idea que a nosotros nos parece una tremenda llamada de atención: hemos hecho desaparecer un millón de especies de seres vivos en el mundo. Es inadmisible y además está poniendo en riesgo ilimitado nuestra salud. La causas son conocidas por todos: sobreexplotación de recursos vivos, desatención de las áreas protegidas, aumento de la contaminación química de suelos y agua, la batalla perdida contra la abusiva utilización de plásticos y microplásticos, etc. Las consecuencias están visibles por todos los lados, hasta hay gente de ciencia que asocia la pérdida de las masas forestales con la “liberación vírica que origina ciertas pandemias”.

Sugerencia final, o como nosotros la queremos entender. Como dice Guterres, vamos a ver las cosas desde el rincón de lo posible, sabiendo que el resto del escenario está en penumbra. Porque la naturaleza es futuro, o sea nosotros, que a la vez formamos interrelación permanente con la naturaleza, porque somos naturaleza. Entender la naturaleza no significa que seamos inmunes a sus operaciones, por activa y por pasiva. Lo que sí resulta una estupidez es estar en guerra continuada con la naturaleza, consigo mismo. Henry D. Thoreau, el polifacético pensador americano autor entre otras obras de Walden, la vida en los bosques, dijo hace casi 170 años aquello de que en la naturaleza está la representación del mundo. ¡Si viviera ahora! No sabemos si estaría de acuerdo con la afirmación del Secretario General de la ONU o querría ir más lejos. ¡Quién puede aventurar a dónde se retiraría ahora para vivir!

De vez en cuando se encienden velas de compromiso, parece que se ven destellos de esperanza. Por eso, no hay que desdeñar el poder de la sociedad civil, demandante de un mundo nuevo, partícipe en algunos sectores en la lucha contra el cambio climático; los jóvenes tienen mucho que decir en este sentido y cada vez son más los que no quieren estar en guerra con la naturaleza. Al final hemos de creernos el deseo de Guterres manifestado en la entrevista de que el año 2021 tiene que ser el de la reconciliación con la naturaleza, e implicarnos en su consecución.

Manifestantes de la ‘Brigada Roja’ de Extinction Rebellion en la Cumbre del Clima de Madrid. (XR/CEDIDA)

Por cierto, el noviembre de 2021 debería celebrarse en Glasgow la pospuesta COP26, ese complejo escenario en donde se debe hablar de la batalla climática y muchas más cosas relacionadas con la existencia global de los seres vivos en su planeta, o como dicen otros en su naturaleza, allá “de donde son naturales” y a ese ámbito pertenecerán siempre. El lema de la Conferencia, “uniendo al mundo para hacer frente al cambio climático”, es sugerente por lo que puede significar uniendo, con su prisas y motivos. ¡Atentos!, no se vayan a diluir las buenas intenciones ante el empuje de la actual pandemia, y los compromisos climáticos y de protección de la biodiversidad pasen den nuevo a un segundo plano.

Entonces, como acusa Guterres, la guerra continuará.

La convivencia comprometida entre alimentos, planeta y salud

El título quiere expresar que de aquí en adelante solamente deben nutrirnos las dietas que sean saludables, organizadas en un contexto de sistemas alimentarios sostenibles. Lo argumenta con sugerencias que vamos a desgranar más adelante la EAT-Lancet, una plataforma científica global para la transformación del sistema alimentario (#foodcanfixit, si se quiere ir de forma rápida). Lo traemos a este blog, que piensa y siente con el horizonte 2030 y avanza hacia 2050, porque en su último informe EAT-Lancet afirma con rotundidad: «La transformación a dietas saludables para asegurar el 2050 requerirá cambios sustanciales en la dieta. El consumo mundial de frutas, vegetales, legumbres, nueces y semillas, deberá duplicarse, y el consumo de la carne roja y el azúcar habrá de reducirse más del 50%. Una dieta rica en alimentos de origen vegetal y con menos cantidad de origen animal confiere una buena salud y notables beneficios ambientales».

(GTRES)

Cabría preguntarse si el planeta Tierra como tal se alimenta. En primer lugar habríamos de acotar en todo o en parte qué entendemos por Planeta, o planeta, que nunca sé cómo escribirlo aunque Fundéu me ilumina a menudo. Existir sí existe, al menos se oye cada vez más, hasta se le ha dedicado la Hora del Planeta, que se celebra más o menos en abril. Un sencillo apagado de luz sirve a algunos para recordarlo, para llamar la atención sobre su biodiversidad, sobre la amenaza de los incendios, sobre la vida en aguas marinas o dulces. Si tantas criaturas habitan en él será que se alimenta, o alimenta a otros que para el caso casi es lo mismo; eso sí, en esta tarea le echa una considerable ayuda el sol con su benefactora energía y aire con sus componentes. Aparte de constatar su existencia se puede hablar de su salud, pasada o futuro, ahora mismo está cargada de un padecimiento progresivo de achaques. Sabemos con certeza que sufre una calentura desordenada que se llama cambio climático. Se conocen los síntomas de estos desarreglos pero no se encuentra el antídoto totalmente eficaz, o no se aplica correctamente ni con la urgencia necesaria. La Comisión científica del IPCC (Intergobernmental Panel on Climate Change, por sus siglas en inglés) ha recomendado un tratamiento basado en una serie de intervenciones para que su temperatura no suba más allá de 1,5 ºC. Además asegura que con ese límite no solo se mejorarían las condiciones de habitabilidad de toda la biodiversidad en su conjunto, sino que también se protegería la salud de la gente y se podría garantizar una producción de alimentos básicos, algunos de los cuales se encuentran sometidos a vaivenes comerciales y especulativos que dañan la salud de la biodiversidad y, en consecuencia, la planetaria. Por diferentes lugares se escucha, cada vez con más insistencia y apoyado en argumentos sólidos que algo habrá que hacer y pronto.

Así pues, la propuesta de transformación EAT-Lancet comporta enormes beneficios en la salud personal y colectiva, reduce los impactos ambientales de la ganadería extensiva y aseguraría que el sistema alimentario no colapsase, ni en los ámbitos limitados ni a escala planetaria, en una población que crece con impulsos varios. De no ser así, echaremos por tierra buena parte de los ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) que tanto tiempo y esfuerzos costó concertar. Claro que la correlación simple entre alimentación, planeta y salud no visibiliza todo pero solamente hace falta revisar el enunciado de los 17 ODS para encontrar enlaces, más o menos definidos, con todos ellos. Pensemos sin ir más lejos en hambre cero (ODS 2), salud y bienestar (ODS 3), energía asequible y no contaminante (ODS 7), agua limpia y saneamiento (ODS 6), producción y consumo responsables (ODS 12), acción por el clima (ODS 13); en fin todos en el marco de multitud de alianzas para lograr los objetivos que mejoren la salud del planeta y de sus habitantes tomando como escusa la producción de alimentos.

Claro que por ahí andan las grandes compañías –dicen que entre 10 principales, cuyos nombres conocen bien los consumidores aunque se hayan refugiado en sus marcas, controlan casi todo lo que se come y se bebe en el mundo- les importa poco la correlación planeta/alimentos/salud. Más bien se centran en obtener beneficios, cuantos más mejor. Hay una infografía que compuso Oxfam hace unos años que no tiene desperdicio. En las imágenes que hay colgadas en Internet es fácil de encontrarla. Allí están enlazados una buena parte de los productos alimenticios manufacturados. Si los retirásemos de las grandes superficies se quedarían vacías las estanterías. Por cierto, la web impulsada por Oxfam sobre la alimentación humana Behind the brands, merece una atenta mirada. Sus análisis no se basan en conjeturas. Atienden a grandes temas vitales para la salud del planeta y de las personas en base a su alimentación: su transparencia a nivel corporativo, la importancia de las mujeres trabajadoras agrícolas y pequeñas productoras o las condiciones laborales de los trabajadores de granjas en la cadena de suministro; también cuáles son y qué hacen los agricultores a pequeña escala que cultivan los productos básicos, si se lleva a cabo un uso sostenible del suelo y cómo es el tenencia de la tierra cultivable, qué utilización se hace del agua y cómo se regula el acceso a los recursos hídricos. Sin olvidar los relacionados con el clima, tanto en las estrategias implantadas para la reducción de los GEI como en la ayuda a los agricultores a adaptarse al cambio climático.

En síntesis, todo esto es una interacción entre planeta, salud colectiva y alimentación. Por cierto, si tienen interés se puede navegar en la Web citada para conocer cómo se las arregla cada marca, hay también un cuadro de mandos de cómo crece la industria alimentaria; se puede acceder al problema que a cada cual interese y conocer al detalle cómo está su solución en este momento.

Así, de pronto y sin tiempo para pensarlo mucho: ¿Cómo opinan que llegará buena parte de la población mundial en su relación alimentos/planeta/salud a la nuestra idealizada Cima 2030?

(GTRES)