Anónimos no cifrados pero con gran dolor

“El dolor silencioso es el más funesto” vino a decir Jean-Baptiste Racine. Bien se podría aplicar la afirmación al momento actual en el cual sufrimos todos, desde los sanitarios y demás servidores que ponen barreras o prestan servicios esenciales contra el coronavirus hasta los afectados por las secuelas que deja, también sus familias y acompañantes. Pena que comparten, con distintas cualidades e intensidades, quienes están confinados en su casa para preservar su salud y la de otros; más todavía los invisibles sin techo, quienes habitan infraviviendas y los usuarios de centros de internamiento.

El dolor silencioso lo llevan de otra forma los niños y jóvenes –algunos con patologías que aconsejan la dosis diaria de libertad y aire libre- privados de la compañía de sus amistades, de la libertad de sus juegos. Los recluidos anónimos son decenas de millones en España, centenares de millones en todo el mundo. En ese dolor reservado quieren escuchar que las cosas van mejor; están saciados de espantos. Empiezan a cansarse de noticias duras que son presentadas con cierta blandura como si no se deseara hacerlos partícipes de lo que quienes saben de esto quieren ocultarles, quizás porque dudan bastante sobre el ritmo que va a llevar la pandemia.

En este complejo conglomerado de españoles recluidos en escucha activa se podrían anotar muchos grupos sociales: mayores y más jóvenes, niños y adolescentes, gente universitaria o que trabajaba en la precariedad, teletrabajadores, gente en paro o sometida a ERTES y tantos otros que siguen las pautas de aislamiento y sanitarias a la espera de retomar la vida activa. Su dolor está confinado pero no por eso es menos importante. Sufren en silencio preocupaciones de salud o económicas y otros deterioros. Poco se dice de ellos, ni siquiera los remiendos televisivos les confortan del todo. Se les agradece lo que se les exige, y ese premio es casi una expiación según como se mire. Viven con la puerta de casa como frontera que los separa del mundo. Las redes sociales les envían mensajes de ánimo, les acercan estrategias de supervivencia que seguramente harán más llevadero el día tras día. Se emocionan cada vez que escuchan acciones solidarias y desprendidas de otros grupos; así pasan mejor los días, especialmente los mayores que ni siquiera pueden salir a comprar y dependen de la adhesión de otros. Esos anónimos confinados se empeñan en capturar el polvo tenue de lo trivial, ese que mañana será irrelevante; por eso se inventan ficciones salvadoras. Si reparamos en el momento, todas las personas estamos aprendiendo a vivir. Nos queda la satisfacción de haber hecho lo que nos mandan, también la esperanza de que algún día se abrirá el telón y detrás de él aparecerá algo grato. «No hay espectáculo más bello que el de la inteligencia en lucha con una realidad que te supera», escribió el Nobel de Literatura Albert Camus.

(JORGE PARÍS)

Frente a esos “afortunados” que no padecen males físicos, los contagiados pueden más en las conversaciones públicas diarias. No podría ser de otra forma. A los enfermos y fallecidos nos los encontramos encerrados en cifras que miden la salud del sistema sanitario público español, bastante maltratado tras la debacle de 2008, como le ocurrió a la investigación biomédica. Una vez que los más dañados superen el trance, o si pierden la batalla personal –en este momento ni siquiera habrán tenido el aliento del último adiós-, pasarán al anonimato total, excepto para sus allegados. También perderá protagonismo el personal sanitario y de múltiples servicios, de los cuales no sabemos los números sanos o enfermos, pese a ser un valor que debería figurar como riqueza principal en los haberes de cualquier país. Se trata de salir hacia adelante, pero habrá que entender perfectamente nuestras circunstancias para que ahora y siempre la felicidad buque el triunfo sobre el absurdo, pues ambos son omnipresentes en la vida, dijo Camus. Las cosas nunca suceden en abstracto, alguien hubo a habrá detrás poniéndoles una imagen.

Racine escribió en el siglo XVII Los litigantes, una crítica rebuscada de la querulancia, en donde se procesa hasta a un perro por haberse comido un capón. Por allí aparecen abogados improvisados que lanzan a diestro y siniestro discursos incoherentes. Esa inclinación a discutir sobre lo necesario o lo superfluo aparece a menudo en la vida corriente. Casi nos atreveríamos a calificarla como inclinación humana. La hemos desarrollado bien los españoles que sabemos hacer discordia de casi todo; un remedo del “saputismo” del pleito al sol de Braulio Foz sigue muy vivo. En esta crisis encontramos verdaderos maestros en esto de querellar en ciertos políticos y bastantes opinadores televisivos, esos que todo lo saben. Lo más que consiguen es desestabilizar al colectivo sanitario y de servicios, desanimar a la anónima mayoría silenciosa; cuando ambos colectivos necesitan agarrarse a algo más razonado para mantener la lucha.

Las voces discrepantes siempre hacen falta si consiguen mejorar acciones puntuales, pero en estos momentos de colapso social se necesitan antes otras cosas que los órdagos que lanzan los creadores de nada. En tiempos de Racine, su paisano autor de teatro Molière representaba la comedia Le malade imaginaire en la que desde la atmósfera de un hipocondríaco ridiculizaba a los médicos de entonces, según él demasiado formalistas y charlatanescos.

En la respuesta española a la pandemia no se sabe si los síntomas se han menospreciado, si falló el diagnóstico anticipador, si las prescripciones han sido las posibles o las mejores, si las rectificaciones han sido las adecuadas, si algunas autonomías han gestionado mejor o peor la información sanitaria y los recursos. Pero sí se ha apreciado una batalla descalificadora hacia los equipos técnicos que aconsejaban la toma de decisiones para frenar la trayectoria desbocada del ciclón de la enfermedad; quienes han gestionado esto con enorme dedicación no son anónimos pero sí soportan un dolor silencioso, por ellos mismos y por los demás. Si bien parece que buena parte del mal, tiempo habrá de analizarlo y cuestionar lo que se ha hecho bien o no, estaba dentro. En España y en Europa, la industria dejó de fabricar las máscaras y otros dispositivos básicos que protegen nuestra salud; el sistema sanitario no era tan perfecto como parecía y se habían abandonado líneas de investigación vírica muy fiables. Además, como sociedad, nos habíamos alejado demasiado de lo inesperado. ¡Qué penoso es depender del dolor silencioso por no haber previsto antes las cosas! El principio de precaución desapareció hace décadas de la vida individual, colectiva y política. Por eso, una petición que apoyarían masivamente los anónimos es que la continuada investigación, con todos los recursos necesarios, sea el mejor escudo para proteger de la siguiente pandemia. Los invisibles sin techo o en precario demandarían además un salario social (renta básica) sin que se note el estigma de la caridad.

Todo es incierto por ahora, a la espera de que triunfen en la escena los comprometidos sanadores de todo tipo pertrechos con sus dispositivos anímicos. Pero eso será en el acto tercero de la obra, cuando la acción contaminadora sea más plana o baja de bajada. Aun así, si esto acaba algún día deberemos estar preparados tanto para la reflexión crítica y el diseño de otras estrategias de presente/futuro como para la irrupción masiva de los litigantes, todavía más fieros que los que pintaba Racine, pues ya están poniendo demandas judiciales a quienes deben tomar decisiones difíciles, sin saber lo que vendrá mañana. Estos disruptores sociales enseguida olvidarán el respeto debido a los más afectados por el virus y a quienes –con gran dolor y miedo- fueron luchadores en primera línea de contagio y a esos anónimos pacientes colaboradores durante tantos días en la derrota vírica.

A este paso, en todo el mundo, llegarán menos personas y bastante maltrechas a La Cima 2030. Es posible que debamos ralentizar la ascensión, para que nadie se quede atrás.

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