Diario, más o menos apócrifo, de un jubilado recluido

La defensa cerrada contra el coronavirus nos está permitiendo comprobar si la solitud tiene ventajas, si se ha podido encontrar el espacio justo de las rutinas, si hemos sido capaces de disciplinarnos en los horarios. Cuesta empezar el día pensando en rellenarlo de cosas (escribir sensaciones sin expresar amargor, leer sin convicción, echar mano de unas dosis de pantallas sin fijación concreta, relajarse limpiando una y otra vez la casa, caminatas por el pasillo y otras extensiones gimnásticas, etc.) para alimentar la esperanza de que todo esto acabe cuanto antes. En cierto modo, cada cual trata de sustituir los pensamientos cruzados por tareas relajantes.

A menudo estos días, todos -poco importa en este caso la edad- acudimos a la conexión telemática para reconectar afectos, bien sea por la convencional llamada de teléfono o por otros medios. Al menos el confinamiento ha tenido de positivo que nos ha ayudado a reducir distancias no percibidas antes, ocupados como estábamos en resolver lo nuestro. Esos momentos afectuosos casi llegan a reemplazar a las distancias cortas, recomponer las miradas. Pero no, nos juramentamos para recuperarlas cuando esto acabe.

En estos periodos de solitudes surgen emociones y tristezas cuando escuchas que los más viejos, cerca de los cuales empiezas a verte, sufren como nadie los confinamientos. En ellos, casi siempre solos por más que estuvieran arropados en residencias, se cebó el maldito coronavirus; seguro que no llegarían a comprender el delito que habían cometido, más de uno pensaría en una plaga bíblica. Alguien dijo por la tele que la realidad de anteayer está rota, que ante ella se rebela el inconsciente; sobre todo se hace patente el revoltijo mental a la hora de dormir, porque interrumpe el proceso acostumbrado.

En su diario, el jubilado quiere escribir renglones de confianza y optimismo, alentado por las variadas muestras de solidaridad que muchos profesionales derrochan estos días. Por más que lo intenta, no logra encontrar una situación  anterior que se le parezca a esta, que le ayude a entender lo que pasa. En ocasiones, se consuela pensando que vivir es capear incertidumbres, que la sociedad es casi tan entrópica como el sistema energético que nos mantiene. Mira varias veces al día por la ventana, más que nada para que los rayos del sol lo iluminen y le ayuden a demostrarse a sí mismo que sigue vivo. Este ejercicio real es algo mental, muy parecido a lo que hace toda esa gente que cada día a las ocho de la tarde aplaude al infinito, identificado o no, para escucharse también, para sentir latir sus emociones. Desde su atalaya observa el ir y venir de la urraca -aparentemente despreocupada- al platanero que tiene debajo de su ventana. Pero algo intuye el córvido pues no trajina en su nido antiguo, simplemente se posa cerca de él, como ausente y solitaria; será que barrunta algo porque parece que hasta las palomas han huido. La única gente -enmascarillada- que transita por la calle da la sensación que huye de sí misma. El parque verdea como si fuera una primavera normal; al menos cambia el horizonte del mirón que alarga su vista hacia el parque, lugar de encuentro antes, ahora cercado por unas cintas que lo delimitan. Ni un niño por la calle, y esta vez no se los ha llevado el Flautista de Hamelin. La ciudad sin niños es un espectro de sí misma. Al jubilado le gustaría conocer qué siente ante esta situación Francesco Tonucci; otro jubilado, en este caso ilustre, que siempre pensó y vivió para los niños.

El jubilado se comunica con otros que transitan por el mismo estadio cronológico y comprueba que algunos son capaces de sacar lecciones diferentes a similares confinamientos; al menos así lo expresan. Uno, que está muy solo pues es el único de su casa, le confiesa que le cuesta desprenderse de las ausencias; le comenta que escucha a menudo Ma solitude de Georges Moustaqui, porque humaniza la soledad hasta casi creerla un amigo, después de tanto compartir la cama con ella y mirarse cara a cara en un intento de hacerse cómplices. Se ríe, confiesa que es algo así como su mindfulness, lo cual no le impide derramar alguna lágrima. Otra persona amiga le cuenta en un email que la distancia social, buscada en ocasiones, ahora le provoca una zigzagueante sensación de fragilidad. Argumenta que será porque hemos moldeado la sociedad a base de distanciamientos, añade lo que asigna al origen de muchos males: “Yo cuidaré de mí, tu cuidas de ti”.

A pesar de confinamiento, el jubilado silencia las redes sociales, aunque traigan buenas intenciones o esas esperanzas que tanto echa de menos. Tampoco mira ni escucha las noticias, porque las cifras asustan y le repugnan los enfrentamientos políticos o la casquería tertuliana; con lo bien que nos iría esta situación de tránsito para acercarnos los unos a los otros. Pero no, se diría que la clase política y algunos de nosotros preferimos las fricciones, que no hacen otra cosa que aumentar el número de miedosos y cargar con más sufrimiento a los débiles. En esos momentos le viene a la mente lo que estarán pasando, o pasarán, quienes habitan en los países pobres, silenciados en los informativos. Se va hacia el escaparate social en el que se ha convertido su ventana preferida.

El jubilado comparte con bastante gente la prevención del futuro que ya es hoy, porque se le van erosionando los sueños. No alcanza a prever el quebranto en salud que supone, pero se estremece si atiende a las cifras, con crecimiento exponencial; por eso, no deja de intercambiar con quienes habla la palabra confianza, fundada en los porcentajes no en los números. A pesar de esto, le golpea la letanía continua del «lo peor está por venir», el retraso de la fecha del pico sanitario que anuncian los científicos. Frente a esas desnudas incógnitas, prefiere refugiarse en las solidaridades acumuladas y el esfuerzo de tantos profesionales que con su esfuerzo proclaman que es posible levantar lo imposible; si ellos lo creen no hay que dudar de que sea verdad. Se adhiere a la frase del filósofo Emilio Lledó: «Ojalá el virus nos haga salir de la caverna, la oscuridad y las sombras», y la predica siempre que tiene ocasión de comunicarse con alguien.

Memorias y olvidos, soledad y silencios y, entre medio, torrentes de acciones desprendidas.

Para animarse, así lo comenta con quienes mantiene relación oral, se dice que ya superamos el ecuador imaginado del posible confinamiento, por ahora una vez alargado. Piensa en positivo, la desgracia unirá a la humanidad, que se preparará mejor ante epidemias como esta, que nadie vio venir. Se promete a sí mismo que lo primero que visitará cuando haya permiso para dejar el confinamiento será la cenicienta estepa donde nació para recuperar esas imágenes de la infancia que unen con la vejez. Lo hará para releer en soledad La estepa de Chejov, y así sumergirse en la vida del pequeño protagonista y aprender de otras biografías tronchadas por el destino. En realidad lo que quiere es recuperar las fragancias de romeros y tomillos, porque en este trance vírico se nos perdieron hasta los olores. Además, desea que sea pronto para recibir como se merecen a las golondrinas, que estarán a punto de llegar si no lo han hecho ya.

Llegó la noche. Toca regalarse una frase amable, para levantar el ánimo. Leonard Cohen debió decir alguna vez que “hay una grieta en todo. Así es como entra la luz”. Así sea.

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1 comentario · Escribe aquí tu comentario

  1. Dice ser Julián Guillén Maestro

    Muy bien. La esperanza es el sueño de los que están despiertos.

    31 marzo 2020 | 11:42 am

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