Ante el naufragio vírico que nos está castigando no cabe sino protegerse de sus impactos. La descontrolada irrupción del COVID-19 ha puesto en cuarentena la multiforme economía mundial, derrotando incluso al dinero. ¡Quién lo iba a decir! Pero además ha limitado las libertades personales, ¿Dónde ha dejado tantas luchas sociales?; y está haciendo estragos en la sanidad colectiva, el gran logro universal del siglo XX. ¿Qué se puede argumentar ante semejante cataclismo? De tal calibre ha sido el envite, que algunos se sintieron dentro de un nuevo “apocalipsis bíblico”. Parecía una cosa remota cuando empezó, lo veíamos como imposible de llegar hasta nuestras súper protegidas sociedades. Quienes sufrieron al comienzo vivían tan lejos, eran tan diferentes a nosotros. Sin embargo, la distancia se hizo nada y el tiempo se constriñó. En estos momentos Italia y España se han colocado en el epicentro del coronavirus, donde más golpea. Los servicios sanitarios no dan abasto para limitar sus efectos; a pesar de ello, centenares de personas enfermarán y demasiadas morirán.
No sé si lo que otros dicen me sirve; hay tantos mensajes que se superponen unos a otros que lo más que logran es acrecentar agonías; los avisos se convierten en necrológicas si alguien se engancha a los continuos informativos televisivos. Cuando sea derrotada esta emergencia, que lo será al menos momentáneamente, todos (administración, agentes sociales y ciudadanía) hemos de entender que se nos ha desmontado una de las creencias universales: la especie carece de esa supuesta superioridad e invulnerabilidad que al parecer nos protegía; pocos dudaban de esa posesión, pero era una creencia engañosa. Ahora hemos de darnos cuenta que vivimos, viviremos y vivirán, en una sociedad de riesgo, casi tan vulnerable a aquella que se enfrentaba en los siglos XIV y siguientes a las sucesivas oleadas de la peste. Quienes lo duden pueden repasar los recientes Ébola, Sarr o gripe aviar.
No sé qué decir ante el hecho de millones de personas nos hayamos visto sometidos en unos meses por la espectacular hazaña de un “no ser” diminuto de ARN, que no sabe hacer otra cosa que reproducirse a costa de otros, aliado en no sé qué proteína. Tanto que nos ha destrozado la maquinaria existencial que suponíamos dominaba el planeta. El imperio antrópico, del que ya previno Jean-Jacques Rousseau cuando criticó el egoísmo acaparador, se resquebrajó de pronto, en unos meses desde la primera aparición del dichoso coronavirus; y lo que queda por descubrir de algo que no vemos. En unos días cayó la fe en el estado de bienestar; nos ha descubierto que lo extraordinario puede ser frecuente, lo casual puede llegar a ser estructural en el sistema. Vaya chasco: en poco tiempo algo invisible nos ha quitado la hegemonía planetaria.
El asunto está siendo de tal envergadura que tambalea el que se decía era uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo. Ante todo esto, debemos cuestionar todos (administración, agentes sociales y ciudadanía) si ese relato de perfección del sistema antropocéntrico que nos protegía era verdad. Sin duda deberemos reconocer que la incertidumbre del futuro es nuestro sino. El brutal ataque provoca demasiados sufrimientos a pesar del empeño de muchas personas, que no hacen sino ayudar al que lo necesita aun a riesgo de perder mucho en la misión. Supongo que tampoco sabrán qué decir con seguridad ante todo esto. Por eso, cuando nos recuperemos de la embestida vírica -vendrán otras similares a no mucho tardar según anuncian los científicos- habremos de concertar unos escudos ideológicos y de pensamientos críticos que nos limiten el nuevo cariz de aventura que ha tomado la vida colectiva. Que nadie dude que nos hemos sumergido en una escena tan desconocida que las defensas que creíamos tener se han quedado caducas; en este caso han fallado en demasía. Ni siquiera se supo proteger rápido a las personas vulnerables por azares de vida o por la profesión que les tocó desempeñar. Tal ha sido el descoloque social que hasta mirábamos con recelo a quien pasaba cerca de nosotros en la calle, en un crecimiento del individualismo que llevó a algunos a un acaparamiento inútil de víveres, como si eso los salvase. En consecuencia, habrá que testear las claves y renovar protocolos a menudo. Nada es permanente, excepto el cambio permanente, vino a decir Heráclito hace más de 2.500 años.
No olvidemos otras graves pandemias que ahora nos acechan aunque por cotidianas no les hagamos caso: hambre, guerras, pobreza estructural, cambio climático, explotación consumista y otras de génesis humana. También emitirán señales contradictorias y causarán desastres sociales. Me atrevo a decir que buena parte de esas emergencias son alentadas siempre por el patógeno humano; no se puede vivir más de siete mil millones de personas en condiciones idóneas, sin que las interacciones provoquen conflictos; máxime si la colonización comercial domina el mundo, si el beneficio a cualquier precio que ha dominado la economía global tendrá más graves consecuencias. Este extravío global nos enseña que la mundialización feliz –ese mundo ideal que estábamos asegurando a nuestros hijos y nietos- era una ilusión inventada que muta enseguida en forma de contaminación global de indefensión y pánico. Por eso, la solidaridad comprometida, se podría llamar colaboración planetaria para asegurar buena parte de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, podría limitar un poco, o bastante, nuestra permanente vida en el riesgo. ¿De qué sirve si no llamarnos sociedades humanas?
¡Qué ilusos, creíamos vivir en el paraíso terrenal de nuestro globalizado mundo! La dominación antrópica del planeta y el dominio de sus incertidumbres ha quedado bastante mutilada. Por desgracia, es probable que cuando la intensidad del peligro amaine, las sensaciones, que siempre son subjetivas y demasiado individualistas, escapen otra vez de la cordura existencial, se olviden de la previsibilidad de nuevos ataques, de que únicamente la solidaridad –internacional, intergeneracional, desprendida en lo económico- nos ayudará a sobrellevarlos. Como si el “sálvese quien pueda” fuera un lema creíble. Habrá que cambiarlo por el de “combatir entre todos a los crecientes episodios de riesgo colectivo”.
¡No sé qué decir!, frente al contagio del patógeno humano.
Por eso, la solidaridad comprometida, se podría llamar colaboración planetaria para asegurar buena parte de los Objetivos de Desarrollo Sostenible
27 marzo 2020 | 3:30 am