Archivo de marzo, 2020

Diario, más o menos apócrifo, de un jubilado recluido

La defensa cerrada contra el coronavirus nos está permitiendo comprobar si la solitud tiene ventajas, si se ha podido encontrar el espacio justo de las rutinas, si hemos sido capaces de disciplinarnos en los horarios. Cuesta empezar el día pensando en rellenarlo de cosas (escribir sensaciones sin expresar amargor, leer sin convicción, echar mano de unas dosis de pantallas sin fijación concreta, relajarse limpiando una y otra vez la casa, caminatas por el pasillo y otras extensiones gimnásticas, etc.) para alimentar la esperanza de que todo esto acabe cuanto antes. En cierto modo, cada cual trata de sustituir los pensamientos cruzados por tareas relajantes.

A menudo estos días, todos -poco importa en este caso la edad- acudimos a la conexión telemática para reconectar afectos, bien sea por la convencional llamada de teléfono o por otros medios. Al menos el confinamiento ha tenido de positivo que nos ha ayudado a reducir distancias no percibidas antes, ocupados como estábamos en resolver lo nuestro. Esos momentos afectuosos casi llegan a reemplazar a las distancias cortas, recomponer las miradas. Pero no, nos juramentamos para recuperarlas cuando esto acabe.

En estos periodos de solitudes surgen emociones y tristezas cuando escuchas que los más viejos, cerca de los cuales empiezas a verte, sufren como nadie los confinamientos. En ellos, casi siempre solos por más que estuvieran arropados en residencias, se cebó el maldito coronavirus; seguro que no llegarían a comprender el delito que habían cometido, más de uno pensaría en una plaga bíblica. Alguien dijo por la tele que la realidad de anteayer está rota, que ante ella se rebela el inconsciente; sobre todo se hace patente el revoltijo mental a la hora de dormir, porque interrumpe el proceso acostumbrado.

En su diario, el jubilado quiere escribir renglones de confianza y optimismo, alentado por las variadas muestras de solidaridad que muchos profesionales derrochan estos días. Por más que lo intenta, no logra encontrar una situación  anterior que se le parezca a esta, que le ayude a entender lo que pasa. En ocasiones, se consuela pensando que vivir es capear incertidumbres, que la sociedad es casi tan entrópica como el sistema energético que nos mantiene. Mira varias veces al día por la ventana, más que nada para que los rayos del sol lo iluminen y le ayuden a demostrarse a sí mismo que sigue vivo. Este ejercicio real es algo mental, muy parecido a lo que hace toda esa gente que cada día a las ocho de la tarde aplaude al infinito, identificado o no, para escucharse también, para sentir latir sus emociones. Desde su atalaya observa el ir y venir de la urraca -aparentemente despreocupada- al platanero que tiene debajo de su ventana. Pero algo intuye el córvido pues no trajina en su nido antiguo, simplemente se posa cerca de él, como ausente y solitaria; será que barrunta algo porque parece que hasta las palomas han huido. La única gente -enmascarillada- que transita por la calle da la sensación que huye de sí misma. El parque verdea como si fuera una primavera normal; al menos cambia el horizonte del mirón que alarga su vista hacia el parque, lugar de encuentro antes, ahora cercado por unas cintas que lo delimitan. Ni un niño por la calle, y esta vez no se los ha llevado el Flautista de Hamelin. La ciudad sin niños es un espectro de sí misma. Al jubilado le gustaría conocer qué siente ante esta situación Francesco Tonucci; otro jubilado, en este caso ilustre, que siempre pensó y vivió para los niños.

El jubilado se comunica con otros que transitan por el mismo estadio cronológico y comprueba que algunos son capaces de sacar lecciones diferentes a similares confinamientos; al menos así lo expresan. Uno, que está muy solo pues es el único de su casa, le confiesa que le cuesta desprenderse de las ausencias; le comenta que escucha a menudo Ma solitude de Georges Moustaqui, porque humaniza la soledad hasta casi creerla un amigo, después de tanto compartir la cama con ella y mirarse cara a cara en un intento de hacerse cómplices. Se ríe, confiesa que es algo así como su mindfulness, lo cual no le impide derramar alguna lágrima. Otra persona amiga le cuenta en un email que la distancia social, buscada en ocasiones, ahora le provoca una zigzagueante sensación de fragilidad. Argumenta que será porque hemos moldeado la sociedad a base de distanciamientos, añade lo que asigna al origen de muchos males: “Yo cuidaré de mí, tu cuidas de ti”.

A pesar de confinamiento, el jubilado silencia las redes sociales, aunque traigan buenas intenciones o esas esperanzas que tanto echa de menos. Tampoco mira ni escucha las noticias, porque las cifras asustan y le repugnan los enfrentamientos políticos o la casquería tertuliana; con lo bien que nos iría esta situación de tránsito para acercarnos los unos a los otros. Pero no, se diría que la clase política y algunos de nosotros preferimos las fricciones, que no hacen otra cosa que aumentar el número de miedosos y cargar con más sufrimiento a los débiles. En esos momentos le viene a la mente lo que estarán pasando, o pasarán, quienes habitan en los países pobres, silenciados en los informativos. Se va hacia el escaparate social en el que se ha convertido su ventana preferida.

El jubilado comparte con bastante gente la prevención del futuro que ya es hoy, porque se le van erosionando los sueños. No alcanza a prever el quebranto en salud que supone, pero se estremece si atiende a las cifras, con crecimiento exponencial; por eso, no deja de intercambiar con quienes habla la palabra confianza, fundada en los porcentajes no en los números. A pesar de esto, le golpea la letanía continua del «lo peor está por venir», el retraso de la fecha del pico sanitario que anuncian los científicos. Frente a esas desnudas incógnitas, prefiere refugiarse en las solidaridades acumuladas y el esfuerzo de tantos profesionales que con su esfuerzo proclaman que es posible levantar lo imposible; si ellos lo creen no hay que dudar de que sea verdad. Se adhiere a la frase del filósofo Emilio Lledó: «Ojalá el virus nos haga salir de la caverna, la oscuridad y las sombras», y la predica siempre que tiene ocasión de comunicarse con alguien.

Memorias y olvidos, soledad y silencios y, entre medio, torrentes de acciones desprendidas.

Para animarse, así lo comenta con quienes mantiene relación oral, se dice que ya superamos el ecuador imaginado del posible confinamiento, por ahora una vez alargado. Piensa en positivo, la desgracia unirá a la humanidad, que se preparará mejor ante epidemias como esta, que nadie vio venir. Se promete a sí mismo que lo primero que visitará cuando haya permiso para dejar el confinamiento será la cenicienta estepa donde nació para recuperar esas imágenes de la infancia que unen con la vejez. Lo hará para releer en soledad La estepa de Chejov, y así sumergirse en la vida del pequeño protagonista y aprender de otras biografías tronchadas por el destino. En realidad lo que quiere es recuperar las fragancias de romeros y tomillos, porque en este trance vírico se nos perdieron hasta los olores. Además, desea que sea pronto para recibir como se merecen a las golondrinas, que estarán a punto de llegar si no lo han hecho ya.

Llegó la noche. Toca regalarse una frase amable, para levantar el ánimo. Leonard Cohen debió decir alguna vez que “hay una grieta en todo. Así es como entra la luz”. Así sea.

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No sé qué decir frente al contagio del patógeno humano

Ante el naufragio vírico que nos está castigando no cabe sino protegerse de sus impactos. La descontrolada irrupción del COVID-19 ha puesto en cuarentena la multiforme economía mundial, derrotando incluso al dinero. ¡Quién lo iba a decir! Pero además ha limitado las libertades personales, ¿Dónde ha dejado tantas luchas sociales?; y está haciendo estragos en la sanidad colectiva, el gran logro universal del siglo XX. ¿Qué se puede argumentar ante semejante cataclismo? De tal calibre ha sido el envite, que algunos se sintieron dentro de un nuevo “apocalipsis bíblico”. Parecía una cosa remota cuando empezó, lo veíamos como imposible de llegar hasta nuestras súper protegidas sociedades. Quienes sufrieron al comienzo vivían tan lejos, eran tan diferentes a nosotros. Sin embargo, la distancia se hizo nada y el tiempo se constriñó. En estos momentos Italia y España se han colocado en el epicentro del coronavirus, donde más golpea. Los servicios sanitarios no dan abasto para limitar sus efectos; a pesar de ello, centenares de personas enfermarán y demasiadas morirán.

No sé si lo que otros dicen me sirve; hay tantos mensajes que se superponen unos a otros que lo más que logran es acrecentar agonías; los avisos se convierten en necrológicas si alguien se engancha a los continuos informativos televisivos. Cuando sea derrotada esta emergencia, que lo será al menos momentáneamente, todos (administración, agentes sociales y ciudadanía) hemos de entender que se nos ha desmontado una de las creencias universales: la especie carece de esa supuesta superioridad e invulnerabilidad que al parecer nos protegía; pocos dudaban de esa posesión, pero era una creencia engañosa. Ahora hemos de darnos cuenta que vivimos, viviremos y vivirán, en una sociedad de riesgo, casi tan vulnerable a aquella que se enfrentaba en los siglos XIV y siguientes a las sucesivas oleadas de la peste. Quienes lo duden pueden repasar los recientes Ébola, Sarr o gripe aviar.

No sé qué decir ante el hecho de millones de personas nos hayamos visto sometidos en unos meses por la espectacular hazaña de un “no ser” diminuto de ARN, que no sabe hacer otra cosa que reproducirse a costa de otros, aliado en no sé qué proteína. Tanto que nos ha destrozado la maquinaria existencial que suponíamos dominaba el planeta. El imperio antrópico, del que ya previno Jean-Jacques Rousseau cuando criticó el egoísmo acaparador, se resquebrajó de pronto, en unos meses desde la primera aparición del dichoso coronavirus; y lo que queda por descubrir de algo que no vemos. En unos días cayó la fe en el estado de bienestar; nos ha descubierto que lo extraordinario puede ser frecuente, lo casual puede llegar a ser estructural en el sistema. Vaya chasco: en poco tiempo algo invisible nos ha quitado la hegemonía planetaria.

Varios militares desinfectan la estación de Renfe Abando Indalecio Prieto de Bilbao. (H.Bilbao / Europa Press)

El asunto está siendo de tal envergadura que tambalea el que se decía era uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo. Ante todo esto, debemos cuestionar todos (administración, agentes sociales y ciudadanía) si ese relato de perfección del sistema antropocéntrico que nos protegía era verdad. Sin duda deberemos reconocer que la incertidumbre del futuro es nuestro sino. El brutal ataque provoca demasiados sufrimientos a pesar del empeño de muchas personas, que no hacen sino ayudar al que lo necesita aun a riesgo de perder mucho en la misión. Supongo que tampoco sabrán qué decir con seguridad ante todo esto. Por eso, cuando nos recuperemos de la embestida vírica -vendrán otras similares a no mucho tardar según anuncian los científicos- habremos de concertar unos escudos ideológicos y de pensamientos críticos que nos limiten el nuevo cariz de aventura que ha tomado la vida colectiva. Que nadie dude que nos hemos sumergido en una escena tan desconocida que las defensas que creíamos tener se han quedado caducas; en este caso han fallado en demasía. Ni siquiera se supo proteger rápido a las personas vulnerables por azares de vida o por la profesión que les tocó desempeñar. Tal ha sido el descoloque social que hasta mirábamos con recelo a quien pasaba cerca de nosotros en la calle, en un crecimiento del individualismo que llevó a algunos a un acaparamiento inútil de víveres, como si eso los salvase. En consecuencia, habrá que testear las claves y renovar protocolos a menudo. Nada es permanente, excepto el cambio permanente, vino a decir Heráclito hace más de 2.500 años.

No olvidemos otras graves pandemias que ahora nos acechan aunque por cotidianas no les hagamos caso: hambre, guerras, pobreza estructural, cambio climático, explotación consumista y otras de génesis humana. También emitirán señales contradictorias y causarán desastres sociales. Me atrevo a decir que buena parte de esas emergencias son alentadas siempre por el patógeno humano; no se puede vivir más de siete mil millones de personas en condiciones idóneas, sin que las interacciones provoquen conflictos; máxime si la colonización comercial domina el mundo, si el beneficio a cualquier precio que ha dominado la economía global tendrá más graves consecuencias. Este extravío global nos enseña que la mundialización feliz –ese mundo ideal que estábamos asegurando a nuestros hijos y nietos- era una ilusión inventada que muta enseguida en forma de contaminación global de indefensión y pánico. Por eso, la solidaridad comprometida, se podría llamar colaboración planetaria para asegurar buena parte de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, podría limitar un poco, o bastante, nuestra permanente vida en el riesgo. ¿De qué sirve si no llamarnos sociedades humanas?

¡Qué ilusos, creíamos vivir en el paraíso terrenal de nuestro globalizado mundo! La dominación antrópica del planeta y el dominio de sus incertidumbres ha quedado bastante mutilada. Por desgracia, es probable que cuando la intensidad del peligro amaine, las sensaciones, que siempre son subjetivas y demasiado individualistas, escapen otra vez de la cordura existencial, se olviden de la previsibilidad de nuevos ataques, de que únicamente la solidaridad –internacional, intergeneracional, desprendida en lo económico- nos ayudará a sobrellevarlos. Como si el “sálvese quien pueda” fuera un lema creíble. Habrá que cambiarlo por el de “combatir entre todos a los crecientes episodios de riesgo colectivo”.

¡No sé qué decir!, frente al contagio del patógeno humano.

El revuelto de cambio climático y consumo sienta mal a la salud infantil

Esta rotunda afirmación debe ser dicha en voz alta, gritada en algunos casos: “El mundo no está ofreciendo a los niños una vida saludable ni un clima adecuado para su futuro”. Así se encabezaba la nota de prensa que la Organización Mundial de la Salud y Unicef, en base a un estudio realizado y publicado en The Lancet, lanzaron hace unos días de forma conjunta. Si se piensa con detenimiento, cuesta creer que nos encontremos en el año 2020 con amenazas planetarias varias, en particular las motivadas por la dejadez de las distintas sociedades, religiones y grupos colectivos, cuyo final supone el castigo a quienes más dicen querer: sus niños y jóvenes, eso que supone el porvenir de sus esperanzas como colectivo. Así limitan su potencia en el entramado futuro mundial. Es más, cuesta imaginar que una buena parte de las familias, lo podemos comprobar en algunas que tenemos al lado, permanezcan inconstantes en sus cuidados y consiguientes peticiones para la protección global de la salud de sus hijos. ¡Qué se puede demandar a quienes gobiernan si ellas mismas se despistan a menudo en la salvaguarda de la salud de sus hijos e hijas!

La nota aludida más arriba era muy seria, alertaba de catástrofes sociales. Recogía que se han intensificado las amenazas climáticas y comerciales, esas que también enferman bastante a niños y adolescentes, esas que en muchos casos van de la mano y adquieren más potencia destructiva contra el normal desarrollo de la infancia y la adolescencia. Varias causas hay detrás de la triste constatación de que “ningún país está protegiendo adecuadamente la salud de los niños y adolescentes”, subraya una y otra vez el estudio. El Informe actual, no deberíamos perdernos la revisión de los anteriores que trataban la misma cuestión, se encabeza con un título muy expresivo y a la vez inquietante: A Future for the World’s (¿Qué futuro les espera a los niños del mundo?). Viene a decirnos algo que vemos cerca a poco que nos preocupe la dinámica social: la salud y el futuro de todos los niños y los adolescentes del mundo se encuentra en rodeado de incógnitas. No hay que devanarse mucho los sesos para encontrar las causas: de un lado, la degradación ecológica, el cambio climático; de otro, todas esas prácticas de comercialización explotadoras. Estas direccionan a su antojo a las personas mediante campañas agresivas y continuadas, de tal forma que se desentienden de compromisos para limitar sus impactos en degradación de la biodiversidad y el cambio climático. Así les obnubilan el pensamiento crítico, indispensable para crecer en compromisos personales y colectivos. Y lo que es todavía peor: empujan a los niños a consumir comida rápida muy procesada, a hacer uso masivo de bebidas azucaradas, a lanzarse al consumo de alcohol y tabaco.

Lamentan los investigadores responsables del informe que los avances detectados hayan decaído en los últimos años. Es más, incluso el progreso anterior en salud está a punto de revertirse en algunos países y se ha trastocado en ciertos consumos. Los efectos graves en la salud no solo afectan a esos 250 millones de niños menores de 5 años que viven en países de ingresos bajos y medios. También se ven afectados todos los niños y adolescentes del mundo que resultarán muy dañados por el cambio climático y las presiones consumistas.

El Índice supone un análisis detenido en 180 países para dibujar los escenarios de supervivencia y bienestar infantil. Se tienen en cuenta vectores como la salud, la educación y la nutrición infantil. No se olvidan de la equidad o desigualdad de ingresos. Los resultados señalan que son los niños y adolescentes que viven en Noruega, la República de Corea y los Países Bajos los que disfrutan de las mejores posibilidades de supervivencia y bienestar. Por desgracia, en el extremo contrario están los de siempre: República Centroafricana, Chad, Somalia, Níger y Malí. Pero no todo es felicidad en los países de ingresos altos; están expuestos a gran indefensión frente al cambio climático. Esta información la pueden ampliar en el enlace anterior.

El informe demuestra con diversos datos que uno de los mayores peligros para el futuro de los niños, en todos países, lo constituyen las prácticas de comercialización nocivas. ¿Qué niños permanecen impasibles si en algunos países ven hasta 30.000 anuncios de televisión en el curso de un año? Sepamos que en España, no es algo excepcional, la autorregulación publicitaria ha fracasado; dicho así, para vergüenza de quienes dictan leyes y de los programadores televisivos. ¿Se han dado cuenta de que por aquí se está relacionando patrocinio deportivo con alcohol y las casas de apuestas las promocionan líderes del fútbol? Otro dato: “El número de niños y adolescentes obesos en el mundo pasó de 11 millones en 1975 a 124 millones en 2016; es decir, se incrementó 11 veces, con graves costes individuales y sociales”.

Desde aquí nos sumamos a esa gente que se pregunta si no hay organismo ni gobierno que pueda poner coto a semejantes desmanes. No solo preocupa el devenir social. Además se hace presente en alguien conoce, incluso que pertenece a su entorno familiar. Por cierto, ¿Alguien ha escuchado hablar con detenimiento a nuestros representantes en los Parlamentos de España y Autonómicos hablar del asunto? Pues eso, menos riñas partidistas y más atención a preservar la salud infantil, poniendo coto a las causas y efectos, al consumo y al cambio climático. De lo contrario, nuestros hijos y nietos llegarán en precarias condiciones de salud para conquistar la Cima 2030.

(GTRES)

La gente pasa del ‘contaminavirus’, que se extiende sin control

Mal lo están pasando quienes sufren los efectos de ese coronavirus virus tan transferible que viaja sin control por todo el mundo. Las autoridades sanitarias de cada país tratan de cercarlo para que no dañe más de lo que lo hace. ¿Y aquí? Cada vez aumentan, ligeramente hasta ahora, más los casos, unos importados y otros de los que se desconoce su origen. Esperemos que el asunto se controle y no cause más daños a las personas ni a la vida corriente, economía incluida, que se ha tambaleado como pocos podían imaginar. Si atendemos a lo que dicen las encuestas publicadas recientemente, unos dos tercios de los españoles viven pendientes del coronavirus COVID-19 pero sin alarma. Resistencia tienen pues si no se inquietan después de las horas de información televisiva sobre el asunto, de los múltiples engarces en los otros medios de comunicación, del bombardeo de las redes sociales, que aturden más que informan. Si después de todo esto no caen en la histeria es que son muy fuertes o que ven las cosas desde lejos, que es una práctica que no es la primera vez que emplean para protegerse de las incertidumbres. Sin embargo, a pesar de pasar del nerviosismo, más de la mitad manifestaba en una encuesta reciente que había reforzado sus medidas de higiene y un tercio evitaba las multitudes. No es mala práctica para contener las incógnitas ambientales.

Pero aquí no vamos a hablar del COVID-19. El no inquietarse es una práctica que se repite. Les sucede a los españoles, a mucha gente del mundo mundial también, con el asunto de la contaminación del aire; lo que en el título hemos llamado con cierta licencia lingüística ‘contaminavirus’. Bueno, en realidad hemos utilizado esa definición de la RAE que dice que virus es un “programa introducido subrepticiamente en la memoria de una computadora que al activarse afecta al funcionamiento destruyendo total o parcialmente la información almacenada”. Cambiemos programa por masa contaminante, memoria por aire e información almacenada por la vida corriente de las personas y verán que no está tal mal traída la comparación. Bueno, casi todas las comparaciones son endebles; esta se refiere más a comportamientos sociales que al hecho en sí. En realidad no es lo mismo, pues el virus es una estructura de ARN que campa a sus anchas allá donde le dejan, anclado en células o no, y la contaminación del aire son restos de materia inorgánica, en la mayor parte, procedentes de actividades que todos hacemos cada día, que está por todos sitios, de forma especial en las ciudades que es donde vivimos la mayoría de la gente. A estas último vector de deterioro de la salud no le hacemos ni caso, será por eso de la familiaridad, o porque los residuos son muy nuestros; mientras que a los coronavirus, el último ya tiene cogidos a más de un centenar de españoles, les tenemos más miedo por desconocidos. Además no los vemos ni olemos, y eso siempre preocupa.

El caso es que estos días las bolsas tiemblan, las economías se ven amenazadas, las fábricas se cierran y se suspenden actos deportivos y de todo tipo. Ayer mismo se hablaba de cerrar escuelas en algunas ciudades españolas. Si los científicos lo sugieren será porque lo considerarán necesario para proteger la salud colectiva; nada que objetar. Imaginemos que la OMS declarara una epidemia, o algo así, relacionada con la contaminación del aire. Ya avisa una y otra vez que se incrementan los episodios de enfermedades respiratorias agudas que afectan a muchas personas simultáneamente; lo cual ya constituye una emergencia. Seguramente la gente se movería por las ciudades con mascarillas de las buenas, o estaría confinada en su casa. Se habría suspendido no solo la circulación de coches por las calles sino el transporte de mercancías. Antes se habrían cerrado los centros educativos emplazados en calles de peligrosa contaminación del aire; la plataforma Eixample respira de Barcelona viene denunciando que la mitad de los centros de su ciudad superan los niveles de contaminación recomendados. Si se declarara la emergencia contaminante, las autoridades sanitarias de todas las administraciones se reunirían todos los días y en la tele y las tertulias no se hablaría de otra cosa. Sin embargo, la cosa no funciona así; no se hace caso de los peligros cotidianos.

Reflejo del conductor de un vehículo que usa mascarilla para protegerse. (EFE/ Marcos Pin)


¿Por qué cuesta reconocer que respiramos un aire que envenena, que enferma y mata más lentamente que un coronavirus pero se extiende por todos los lados? La Fundación Española del Corazón alerta de que unas 30.000 muertes anuales en España están vinculadas a la contaminación al aire respirado, buena parte de las cardiovasculares entre ellas. Ante semejante emergencia, que lo es claramente, los gobiernos miran para otro lado; la gente calla y no se alarma como con el coronavirus dichoso, incluso se sienta a tomar algo en terrazas situadas en calles con niveles de contaminación alarmantes, sin hacer caso a los chorros pestilentes que les lanzan por el aire autobuses y coches. Una pregunta bienintencionada. ¿Cómo cambiaría la vida si las autoridades, sanitarias o no, tomasen este asunto, que no va a mejor, como una pandemia coronavírica y desarrollasen serios protocolos de prevención y atención? Imaginemos que funcionan los sistemas de vigilancia, que cada administración conoce sus procedimientos de actuación, se identifican las zonas de riesgo, se coordinan el Gobierno central y las CC.AA., los expertos dictaminan lo que hay que hacer en cada caso en lugar de ser los políticos, se suspenden actividades potencialmente generadoras de la multiplicación de afectados. Es probable que las urgencias diarias de los hospitales se aligerasen.

Otra cuestión que se nos escapa: ¿La autoridades sanitarias de cada CC AA informan a la ciudadanía de cuántas afecciones, hospitalizaciones o muertes se producen en su territorio ligadas a la contaminación del aire? Ahora mismo, el doctor Simón, un científico experimentado, con sabiduría y aplomo admirables, se responsabiliza de dar una información detallada y coherente a la población sobre el avance de coronavirus y las medidas que se toman en cada caso. ¿Se instaurará la figura del relator de la contaminación del aire en cada ciudad para educar y prevenir a sus habitantes? Los paneles informativos que algunos municipios han instalado no consiguen hacer relevante el problema. Se impone la comunicación y la actuación preventiva. Pues eso, que ni las autoridades, ni las empresas ni la ciudadanía pueden pasar del ‘contaminavirus’, una vez que lo del coronavirus se pase.

Se podría aprovechar la situación actual para hacer pedagogía sobre la indefensión social ante la incertidumbre que llevan consigo los problemas globales. Se salvan destrozos si hay una acción coordinada, una buena información y unos protocolos basados siempre en la debilidad de la especie que se cree dominadora de todo. Si se quieren enterar de las ciudades españolas donde más se enfermará por respirar miren en la página de la OCU.