Permítaseme la licencia de inventar una palabra: ‘odsano’. Quizás pasado un tiempo la RAE la estudie para incluirla en nuestro diccionario. Aunque parezca rara, que lo es, se entiende si se separa ODS -esos objetivos de mejora colectiva aprobados hace unos años por la ONU- y la terminación -ano, que quiere simular perteneciente o relativo a. Pero además, la palabra podría ser un gentilicio, odsiano’, que identificase tanto a los nacidos o pertenecientes al mundo de los ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) como a quienes se esfuerzan por hacerlos realidad; igualmente a las personas que habitan actualmente el planeta y a las que vendrán después.
Una simple búsqueda de ODS en Internet a la hora de redactar estas líneas me proporciona 96 millones de resultados en 0,44 segundos. Tal presencia no debe ser una cuestión de casualidad o un caso de trending topic. En este 2020, el asunto va a ocupar titulares múltiples y pláticas políticas y empresariales con variada intención. Para quien no los conozca todavía, se podría decir, simplificando bastante en una interpretación libre, que son algo así como un cuaderno de viaje acordado entre muchos gobiernos de países dentro de la ONU para que en todos mejore cada día más la vida de la mayor parte de la gente en asuntos tan importantes como el hambre, la pobreza, la salud, el trabajo, la educación, la igualdad de género, el agua disponible, el acceso a la energía, la justicia social y más cosas importantes.
Los ODS, como otros asuntos de la maraña mundial, hacen visible una parte de la contienda entre ricos y pobres, sean individuos o países; hablan de personas, de mejorar su futuro. Puestos en esta tesitura merecen una atención global y una mesurada apuesta por hacerlos realidad. Decirlo es fácil, pero en realidad los ODS descansan en un terreno resbaladizo; el planeta se ha convertido en una especie de laberinto. Está formado por circuitos económicos complejos que se entrecruzan con ilusiones sociales, con personas que van y vienen tras ellos, con mayor o menor ahínco y suerte. Por sus intrincados recorridos, que no hacen sino confundirnos, también deambula gente indiferente –esta se echa en manos de la suerte para encontrar la salida del laberinto- que se cruza con otra más precavida pues registra bien las decisiones de tránsito.
En sus enunciados, los ODS manifiestan el deseo de hacer realidad una sociedad global con futuro personal, lo que por ahora puede parecer una fantasía de visionarios, de osados que quieren disfrutar de quimeras. Sin embargo, esa sociedad, si existiera, nunca debería perder sus sueños éticos y abandonarse a la suerte del “algo pasará que resolverá todo”, pensando incluso que esa oportunidad llegará a los pobres. Estos tienen muchos sueños, pero la suerte los esquiva, mientras que los ricos no los necesitan. Se aliaron de por vida con la fortuna, de la que no dejaron ni una pequeña parte para los pobres, ya sean individuos o países. Lo más doloroso es que esa hipotética sociedad transita desde hace tiempo por un terreno desértico de emociones, pues enterró sus ilusiones de hace alguna décadas, aquel tiempo esclarecedor impulsado por unos pocos líderes mundiales.
Queremos decir desde aquí a gobernantes, empresarios y ciudadanía, que necesitamos creer y crecer en los ODS, no por moda sino para que no se nos agrande la distancia entre la percepción de la vida y la realidad, tanto en lo propio como en lo ajeno, en este mundo de ricos y pobres. Los primeros son firmes en su estado, sin preocuparles en exceso la vida de los segundos, el aumento de las desigualdades. Los pobres -alguien los ha llamado injustamente los eternos descontentos- han progresado algo en su laberinto pero porcentualmente mucho menos de lo que lo han hecho los ricos, que aún quieren incrementar sus fortunas más rápido. De hecho, se mueven con soltura por el laberinto planetario pues tienen drones permanentes que les marcan el camino; incluso si les parece destrozan las paredes para divisar el horizonte. Las buenas cifras de reducción del hambre, del abastecimiento y saneamiento del agua y otras similares que hace una década llevaron la ilusión a los más pobres, incluso la ONU se felicitó por ello, se han estancado. Por eso, en muchos países cundió el miedo a la erosión de los derechos adquiridos, al retroceso social; por eso es más necesario que nunca implicarse en los ODS, tanta a escala personal como de país.
Dicen que todavía hay una ideología bien pensante, dentro y fuera de organismos internacionales, capaz de sobreponerse al alto nivel de exclusivismo mundial, ya sea ostentado por países o personas. Tras ella está gente –’odsiana’ la podríamos llamar- que impulsa, que cree incluso, en fijar unos sueños de vida compartidos que aminoren los determinantes impactos de la suerte. Como siempre, imaginar un moderno humanismo, muy colaborativo y universal, parece quimérico. Pero las utopías también sirven para reducir la disonancia emocional, como país o individualmente. Algunas han logrado laminar desigualdades sociales; las más suertudas han llegado a mucha gente. La misma ONU con todas sus imperfecciones, o las constituciones nacionales, podrían servirnos de ejemplo. Sin duda, nos hubiera ido peor sin ellas, al menos a los pobres y a quienes fueron abonados a la mala suerte.
Por más que el laberinto ‘odsano’ sea un lugar de difícil acceso y tránsito, a pesar de que muy pocos escaladores se hayan atrevido todavía a enfrentarse con esa montaña imaginada y a la vez real, merece la pena intentarlo. Por mucho que el asunto sea inestable, sujeto a las inclemencias del clima ético y la inestabilidad de los pilares que todavía lo sustentan. Porque erradicar la pobreza no es un acto de caridad religiosa sino de justicia, dijo Mandela, como también lo es luchar por extender los ODS al mayor número de gentes del mundo.
El pacto moderno que suponen los ODS da sentido a la vida global. Hasta hace unos años la humanidad campaba por ahí despreocupada, sin reparar en gastos ni daños en el planeta que era su casa. Ahora empieza a darse cuenta de que si no hay un plan de supervivencia las cosas pueden torcerse: las materias primas escasearán y tras el desigual reparto pueden venir convulsiones sociales graves. Las revueltas no las parará ni el dios respectivo, ni las creencias consumistas; más bien al contrario. Por cierto, sepan los ricos que si el empeño se descalabra no quedarán indemnes. Por eso, validar la cooperación entre diferentes, sean países o personas, debe ser el permanente aviso en este año 2020, tan rotundo de forma, de si las cosas van bien o podrían mejorar.
¡Suerte en el empeño!, todos debemos soñar con ser más ‘odsianos’.