Vaya por delante que nunca he estado en un campo de refugiados, por lo que mis impresiones acerca de lo que voy sabiendo sobre ellos pueden resultar un tanto obvias. Recientemente descubrí que en el campo de Arbat, en el Kurdistán iraquí, hay un supermercado y hasta un salón de belleza. Muy lejos de la idea que tenemos en Europa de lo que es un campo de refugiados, en ocasiones a la intemperie, llena de fango y todo tipo de incomodidades. Quien me lo enseñó fue Marco Rotunno, coordinador de varios campos en la región kurda de Sulaymaniyah, y charlando con él entendí que, si dormir sobre el barro y bajo la lluvia es lo peor, lo segundo más horrible de un campo es tener que llenarlo de infraestructuras y servicios ante la imposibilidad de salir de él durante años.
La guerra de Siria nos ha dado a conocer una realidad que, aunque creamos devastadoramente nueva, es propia de numerosas y amplias zonas del globo. Los refugiados no son solo sirios (en el pasado, uno de los principales países receptores de personas desplazadas en todo el mundo), son también iraquíes, afganos, eritreos, somalíes, colombianos… Los datos de ACNUR son escalofriantes no solo por la cifra en sí, sino también por el tiempo de permanencia de esas personas en los campos: 17 años de media. Rotunno desveló esa realidad mostrando menos de una decena de fotos del campo de Arbat, donde la imagen del salón de belleza destaca por encima de todas las demás.