Volé a Canarias para decirle, a mi novia de toda la vida, que me olvidará para siempre, que estoy enamorado de otra persona y que me voy a ir a vivir con ella.
Ella lloraba, mirándome fijamente. Maldita sea, me clavaba los ojos en los míos y no dejaba de llorar. Me sentía como si le estuviera clavando un puñal a una niña de 5 años: como si estuviera desvirgando a una niña de 5 años: me sentía cómo si estuviera violando a una niña de 5 años, diciéndole que luego la iba a matar y que la niña de 5 años entendiera qué es una violación, que es la muerte y qué tipo de monstruo es quien hace esas cosas a una niña de 5 años. Comencé a llorar. Nunca olvido lo que alguien me dijo una vez: una mujer la puede tener cualquiera, pero dejar a una mujer, eso no lo puede hacer cualquiera.
-¿Me dejarás llevar a la perra conmigo a la península? –le pregunto.
-Tendremos la custodia compartida –contesta- 6 meses tú, 6 meses yo.
Volé a Canarias para decirle que me iba a vivir con otra. Que lo nuestro había terminado, definitivamente, para siempre. Quería decírselo y cuidarla después. Yo tenía la locura metida en la cabeza de que si se lo decía y no estaba delante ella, si no me quedaba en su casa los días posteriores, ella se iba a suicidar. Como si yo fuera especial. Como si mil veces no hubiera vito lo mismo en la vida: el corazón de una mujer es lo más duro del mundo. Ningún hombre consigue postrar el corazón de una mujer por mucho tiempo. Para las mujeres no somos más que excusas. Encuentran un nuevo gran amor con la facilidad de quien va a un supermercado a comprar una pechuga de pollo. Las mujeres sólo tienen que estar receptivas. Pues el amor no es más que una gran mentira, una gran excusa para la reproducción de la especie. No somos más que animales. Nuestra vida es efímera. Hay un plan superior. No solemos vivir más que 60 años.
-¿Para qué más años? –dice la Madre Naturaleza- La especie humana es inservible.
No debería de haber venido a Canarias. Debería de habérselo dicho por teléfono. Dicen que dejar por teléfono es de cobardes. No. Es de personas prácticas. De no masoquistas. Te ahorras ver como la otra persona llora y te hace llorar. Sufro mucho viendo como llora la única persona que me ha querido y respetado. La única “cosa de valor” que he tenido mi vida. Yo nunca he tenido a nadie. Mi padre me abandonó, mi madre murió, mi familia pasaba de mí, mis amigos sólo estaban a mi lado cuando me necesitaban. Sólo ella ha estado a mi lado siempre. Sólo ella me abrazó y cuidó siempre que lo necesité. Incondicional. Queriéndome siempre. Y ahora la pierdo, la daño. Por una desconocida: por una chica a la que no conozco de hace más de un mes. No sé si estoy haciendo bien. No sé si estoy siendo justo. No sé qué derecho tengo yo para hacer llorar a una chica como esa.
Pero he de ir en busca de la felicidad. Los tres años que pasé viviendo con ella, los pasé deprimido frente al Canal Satélite Digital. Decidí salir de la isla cuando supe que si un día iba a un doctor y me decía:
-Rafa, tienes cáncer.
Me hubiera dado exactamente igual. No me pareció justo. La vida no podía ser así: algo que desperdiciara y no me importara en absoluto. Algo que iba pasando en mi cuerpo mientras yo cambiaba los canales del Satélite Digital. Ese día fue cuando compré el billete para Madrid.
Tres días más tarde me subo al avión. Regreso a Madrid. Mi ex y yo hemos pasado tres días llorando, tres días abrazados, sufriendo. Siempre rió en el avión: cuando la guapa azafata pasa al lado de todos los pasajeros: tiene que mirar si tenemos puesto el cinturón de seguridad. Disfruto cuando pasa a mi lado y mira mi paquete:
-No lo has podido evitar ¿Verdad, zorra? –pienso.
Es de día y el avión despega. A la hora, sobre vuela la península ibérica. Veo los pueblos, las grandes ciudades. Qué pequeño, que insignificante es todo desde la lejanía. Sin embargo, en cada población, en cada casita, hay vida humana. Y cada vida humana es una bomba atómica. Todo un universo de felicidad y penalidades.