Esta semana, que empieza, es bastante especial para mí. 25 lectores de mi futuro libro, los “Diarios secretos de sexo y libertad” nos reunimos para conocernos. Mañana martes, iremos a cenar al bar del poeta misterioso. 25 lectores de los más antiguos, los que me apoyaban de antes del boom que me proporcionó “20 minutos”. Los lectores vienen de diferentes partes de España (Barcelona, Pontevedra, Valencia, Málaga, Sevilla, Madrid, Galicia). Y uno (llamado noshow) desde Dinamarca.
Además, habla como si estuviera siendo penetrada todo el rato. Desde que le doy los dos besos en la cara me pongo super cachondo. Trato de pensar en Bob Pop y quitármela de la cabeza. No he de tratar de enrollarme con ninguna lectora de la reunión del martes por la noche: quedaría fatal estar de parejita con una en esa reunión: vienen de muy lejos para conocerme y yo, cuando me “enamoro”, sólo quiero estar con esa persona. Hasta que me la follo y deja de gustarme. Mientras tomamos cervezas, le contesto a la eterna pregunta:
-Sigmundo, el protagonista de mi libro, es un personaje –le informo-. Yo no soy así en realidad. No voy por ahí follando, sin parar, chicas que acabo de conocer en el baño. Eso es de guarros, de desequilibrados. Yo no soy tan infantil. Soy un adulto.
-La verdad es que eres muy tímido –dice “Dirty Diana”- Parece que el que escribe los diarios es otra persona. No, tú.
Estoy tan nervioso hablando con ella, tratando de imaginar que no me la está chupando ni que la pongo a cuatro patas, que no paro de frotarme con fuerza los codos sobre la mesa del bar: se me hace una herida que hoy, mientras escribo esto, aun conservo:
A la tercera cerveza ella se levanta para ir al baño. Todos los hombres del local se quedan mirándola, vigilando su caminar hasta los servicios, deseándola, y yo pienso, ya borracho, que no tratar de besarla es el comportamiento de un completo gilipollas. Que joder, que Dios me la está poniendo aquí, delante de mí, que Dios se lo ha currado un montón para que coincidiéramos en Madrid. Que sería un pecado mortal no tratar de follármela. Que si yo tengo una polla y ella un chocho será por algo más que por una bendita casualidad. Que dentro de unos días ella regresará a Pontevedra y yo me voy a quedar en casa haciéndome pajas, rabioso por no haber tratado de follármela.
Decido que, al regresar, voy a dejar de comportarme correctamente, como un buen muchachito sin polla, y voy a tratar de hacerla reír: de decirle cosas que nos hagan pasarlo bien e irnos acercando poco a poco. Sin embargo, al regresar sólo consigo decirle estupideces propias de un borracho:
-En este plato, hay una aceituna que soy yo –le digo.
-Y en este otro plato –prosigo- están los demás, la sociedad a la que no consigo pertenecer. Toda mi vida me he sentido apartado de ellos. Todos los humanos me parecen subhumanos: gente que no lucha por sus sueños y se conforma con una vida mediocre: por miedo a fracasar y al qué dirán. Sin embargo, daría lo que fuera por ser un estúpido subhumano más. Ser un super humano me atormenta psicológicamente hablando.
Ella comienza a chupar las rodajas de limón de las cervezas y me parece que es una idea genial: que la humanidad debería de estar obligada a chupar rodajas de limones: que tendríamos que tener Reyes que nos obligarán, a latigazos, chupar rodajas de limones: chupo mi rodaja de limón y pienso que sería genial mezclar ese amargo y natural sabor con sus besos, con el sabor de sus labios.
-Me voy a levantar y te voy a besar –le informo, para ver, por la expresión de su cara si la idea le produce vómitos o un placer intestinal.
-¿Sí? –contesta.
Creo que no le desagrada la idea. Quizá está indecisa. Bendito momento de indecisión. Sagrado momento de indecisión que, sólo, los valientes, aprovechan. Siempre que hay un vacío de poder, el más fuerte, ha de dar el golpe de estado por el bien del pueblo estúpido. Y luego comenzar un reinado de sangre y terror. Me levanto y nos besamos. Yo le meto la lengua. Al rato estamos en el baño: ella con la cabeza sobre el lavamanos: su culo de caballo ofreciéndose y metiéndosela una y otra vez por detrás, sin yo parar de pensar que ahora no va a creer lo que le dije antes, eso de que Sigmundo no existía.