Por casualidad, me encontré por la calle con un gran amigo. Pasamos la adolescencia juntos, persiguiendo chicas, estudiando, contando el uno con el otro bajo cualquier circunstancia. Luego, él encontró novia y se alejó. Perdimos la amistad diaria. Hoy trabaja en un banco, está casado con otra chica.
-¿Qué tal, Rafa? –saluda.
-Muy bien ¿Y tú? –respondo.
-Bien.
Y quedamos callados frente a un incómodo silencio. Ahora somos unos extraños… Me pasó lo mismo con la chica que me «desvirgó». Fue a los 21. Tras 12 años sin vernos pasó una mala racha económica, le ofrecí mi casa para quedarse. Antes de que llegase recogí el salón, muy nervioso… recordando las juergas, las risas, los momentos que pasamos divertidos, enfrentándonos al mundo, envueltos entre sábanas azules… Cuando ella llegó a casa ya no era una niña. Era una mujer por la que la vida, las facturas, los desengaños, habían pasado por encima. Ella no me vio llorar mientras le sonreía y hablábamos como hacen los adultos: con conversaciones que no conducen a nada.
No quiero ver a nadie más que amara en el pasado. No quiero ver más gente, que fue indiscutiblemente maravillosa, muerta dentro del cuerpo de un adulto. Los buenos momentos del pasado deberían de ser un lugar al que siempre pudiéramos volver.
Ilustración de robotv