Cada mañana Cristina se levanta para ir a su trabajo. Es diseñadora industrial. Coge el autobús para salir del pueblo donde vive y, luego, toma un par de metros. Tres horas, ida y vuelta. En su trabajo de ocho horas le pagan el sueldo mínimo. Cristina tiene 32 años, siempre ha vivido con sus padres.
-Con el sueldo que me pagan no puedo independizarme –cuenta- Prefiero vivir en la casa de mis padres, me hacen hasta la comida. Vivir con unos amigos supondría dormir en una habitación diminuta y que encima no me dé ni para llegar a fin de mes.
-¿Por qué no dejas ese trabajo? –pregunto- Te pagan una miseria. Hasta sirviendo copas te pagan más.
-Me costó mucho obtener ese título. Me parece una estupidez ponerme a servir copas en un bar siendo diseñadora industrial.
Cierro los ojos y pienso en la de cosas que se ha perdido Cristina por no haberse independizado: la vida real. Pienso en Elena, que trabaja en una hamburguesería desde hace ya un tiempo y vive feliz (bueno, los fines de semana vive borracha) en una buena casa, con una buena amiga. Pienso en Carmen, que empezó sirviendo copas y ahora tiene tres bares. La vida aprieta, los empresarios explotan, pero si luchas, tienes iniciativa y olvidas el qué dirán, puede ser que encuentres tu trocito de cielo.
Ilustración de robotv
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